domingo, 12 de julio de 2009

El aporte de la educación a la gobernabilidad democrática

La visión restringida del fenómeno de la gobernabilidad implica la perspectiva de un aporte también acotado del sistema educativo. Como señalamos anteriormente, desde estas concepciones se enfatiza su capacidad para propender hacia la reproducción y legitimación de un orden social preestablecido, con el objetivo de limitar la capacidad de la ciudadanía para desarrollar demandas que desborden la posibilidad del Estado de satisfacerlas. Al mismo tiempo, se sostiene que la escuela, en el marco de la fuerte tendencia a la exclusión que presentan el mercado de trabajo y la sociedad de consumo, pasa a ser la única institución capaz de evitar la «anomia social» que, en el sentido durkhemniano, puede cuestionar la cohesión social (Filmus, 1994). La posibilidad de impedir la gestación de «minorías vehementes» (Bourricard, 1992) que, a través de manifestaciones violentas, expresen su enfrentamiento con una sociedad que los margina, es también uno de los principales aportes que la escuela está en condiciones de realizar para la gobernabilidad.

La función reproductora de la educación que se espera, desde estas perspectivas, opera en una doble dimensión. Por un lado, respecto al sistema político, tanto a partir de su capacidad para seleccionar las elites dirigentes como de asegurar obediencia y disciplina social frente a un orden institucional que es presentado como «natural» y que reserva el papel protagónico para una selecta minoría (Medina Echavarría, 1973). En este punto, parece más importante el rol de la educación de socializar a todos los niños y jóvenes en los valores y actitudes hacia el respeto a las instituciones, que dirigirse a la adquisición de las competencias necesarias para la participación integral en el mundo del trabajo y de la vida ciudadana. Es por ello que en ciertos períodos históricos se ha privilegiado mucho más la permanencia de los estudiantes en la escuela que el acceso a los conocimientos que la educación promete (Filmus, 1988). En este sentido y siguiendo a Bourdieu y Passeron (1977), no hay que olvidar que la escuela es la única institución con capacidad de sanción (a través del trabajo pedagógico y por intermedio de la autoridad pedagógica) hacia quienes no incorporan las pautas de socialización previstas. Ello no implica desatender el papel que con gran eficacia desempeñan con el mismo objetivo los medios masivos de comunicación.

La segunda dimensión en torno a la reproducción hace referencia al orden económico. En este sentido, se potencia la capacidad del sistema educativo para tender a reproducir y legitimar las desigualdades sociales y económicas, principalmente a partir de la imposición de perspectivas falsamente meritocráticas (Bowles y Gintis, 1976), y de la reproducción de los circuitos de la pobreza (Boudelot y Establet, 1978; Braslavsky, 1985). La posibilidad de demanda frente al Estado queda disminuida cuando se atribuyen las causas de la desigualdad social a las diferentes capacidades individuales de las personas.

Estas funciones, destinadas a crear condiciones de gobernabilidad a partir del disciplinamiento y la reducción de las expectativas de los grupos sociales subalternos respecto a la posibilidad de que el Estado incorpore sus perspectivas y atienda sus demandas, han sido fuertemente cuestionadas y denunciadas por los teóricos crítico-reproductivistas en las últimas décadas. Sin embargo, estas concepciones teóricas dejaron poco lugar para prever un aporte sustantivo de los sistemas educativos a la construcción de una gobernabilidad democrática en el sentido integral con que la hemos definido anteriormente, y que requiere, entre otros aspectos, un fortalecimiento del conjunto de los actores sociales. Entre otras razones, porque desde estas visiones también el Estado y los grupos dirigentes son vistos como actores excluyentes en la construcción de las orientaciones que determinan las políticas y las prácticas educativas.

En este punto, la pregunta central a formularnos es la siguiente: ¿Es posible que en la actual situación por la que atraviesan los países latinoamericanos la educación desempeñe un rol activo en torno a la construcción de una gobernabilidad democrática?

Al respecto cabe destacar que, a partir del retorno de las instituciones democráticas en los diferentes países de la región, se ha recuperado la capacidad de realizar investigaciones socioeducativas. Muchos de estos estudios han contribuido a la aparición incipiente de un nuevo paradigma socioeducativo, que permite proponer la potencialidad del sistema educativo para el desarrollo de una gobernabilidad democrática.

En principio, existen por lo menos dos aportes que permiten plantearse esta perspectiva. El primero de ellos hace referencia a que no es posible proponer una función social universal y predeterminada para la educación respecto de su relación con el sistema político y económico (Braslavsky y Filmus, 1988; Filmus, 1996). Esta afirmación significa «partir de la idea de que la función social de la educación es un fenómeno específico de momentos históricos y de países también específicos» (Filmus, 1996: 132). El segundo de los elementos propone que el resultado del proceso educativo responde a las acciones del conjunto de los actores involucrados y no solo a la voluntad del Estado. Siguiendo los aportes de A. Touraine (1987), recuperar el protagonismo de los actores no significa dejar de reconocer el papel privilegiado de los grupos dirigentes en la organización de la reproducción económica y cultural de la sociedad. Sin embargo, permite incorporar planteos como los que enfatizan que las políticas educativas, como todas las políticas públicas, al mismo tiempo que son parte de un proyecto de dominación, son también «...una arena de lucha y una plataforma importante para la sociedad civil...» (Torres, 1996: 75). También se vinculan con las concepciones que destacan la capacidad de resistencia simbólica de los sectores subalternos desde las «teorías de la resistencia» (Giroux, 1992) y los estudios que revalorizan el papel de las demandas populares de educación (Malta Campos, 1988; Filmus, 1992). Estos tres aportes coinciden en sostener que la sociedad, a través de múltiples actores (maestros, alumnos, agentes burocráticos, padres, gremios, grupos de presión, etc.), no solo es reproductora sino que también aporta sus propias perspectivas en estos procesos. Dicho en otros términos: «Aun sin renunciar al peso que conservan las estructuras, esta perspectiva implica repensar la educación como un espacio de contradicciones y conflictos [...], entre otras razones porque el proceso educativo es específico de espacios regional e históricamente determinados, por la particular configuración, correlación de fuerzas y articulación de los intereses de los distintos actores colectivos e individuales que intervienen en él en cada uno de estos procesos” (Filmus, 1994: 134).

De esta manera, desde la perspectiva que pretendemos plantear en el presente artículo, el aporte de la educación a la gobernabilidad democrática no se puede restringir de ninguna manera a su papel en la reproducción social. Por el contrario, el afianzamiento de la democracia exige poner el énfasis en el rol de la educación para fortalecer la capacidad de los actores de la sociedad civil en su articulación con el Estado. El proceso histórico-político argentino de comienzos del siglo XX es un excelente ejemplo que muestra que los sectores populares pueden no ser meros receptáculos de la cultura dominante transmitida en las escuelas. La relativamente temprana democratización de la educación se transformó en un arma de doble filo para el grupo políticamente elitista que la promovió. Los saberes obtenidos en la escuela en manos de los sectores postergados se convirtieron en «...herramientas para afirmar su propia cultura sobre bases mucho más variadas y modernas...» (Sarlo, 1994) y desde allí pugnar por el ensanchamiento de una democracia restringida tanto en sus aspectos políticos como sociales.


En esta dirección, el principal aporte de los sistemas educativos a la gobernabilidad democrática está vinculado a su capacidad de brindar, sin exclusiones, las competencias necesarias para el ejercicio de una ciudadanía integral. Ello implica dotar a los futuros ciudadanos de las condiciones requeridas para pugnar por una participación plena tanto en el mundo de la política como en el del trabajo y los derechos sociales. Estamos haciendo referencia, en cierto sentido, a lo que el documento de CEPAL-Unesco (1992: 157) denominó «códigos de la modernidad»: «[...] el conjunto de conocimientos y destrezas necesarios para participar en la vida pública y desenvolverse productivamente en la sociedad moderna».


a) Una educación hacia la gobernabilidad democrática debe abarcar, en lo que se refiere a los aspectos políticos, las tres dimensiones en las que, según C. Offe (1990), se constituye la relación entre los ciudadanos y la autoridad estatal. Siguiendo los lineamientos planteados en un trabajo anterior (Filmus, 1994), la primera de estas dimensiones hace referencia a la propia esencia del Estado liberal y recoge el concepto original de «libertad negativa». Se trata de que la escuela debe capacitar a los ciudadanos para hacer valer sus garantías frente a la arbitrariedad política o contra la fuerza y la coacción organizada estatalmente. Esta formación debe permitir el dominio del marco protector, principalmente legal, que tiene como objetivo «[...] contrarrestar eficazmente los amenazadores medios administrativos, fiscales, militares e ideológicos de control que ha acumulado el Estado moderno» (Offe, 1990: 169). La dolorosa experiencia iberoamericana en torno a la conculcación de los derechos humanos más básicos por parte del Estado en la historia del actual siglo, exige prestar especial atención a esta problemática.

La segunda de las dimensiones está vinculada al concepto positivo de libertad, que es el que está expresado en la idea de la condición ciudadana como soberana de la autoridad estatal. Estamos haciendo referencia al papel de la educación en la formación para la participación política, entendida no sólo como el derecho universal a ejercer el voto, sino también en el conjunto de las instituciones sociales. Estamos hablando del ciudadano como sujeto activo en los partidos políticos, en las organizaciones sindicales, empresariales, confesionales, vecinales, estudiantiles, etc., que conforman la red que permite el ejercicio cotidiano e inmediato de la participación democrática. El aporte de la escuela a la gobernabilidad democrática en este punto presenta dos vertientes. La primera hace referencia al desarrollo de las competencias que permiten comprender la complejidad de los procesos sociales de fin de siglo (Ibarrola y Gallart, 1994). Esta comprensión es tan importante para poder elegir entre programas, proyectos y candidatos cuando se presenta la oportunidad, como para poder verse como protagonista de los procesos políticos y sociales. La segunda vertiente tiene que ver con el desarrollo del pensamiento crítico, el respeto al pluralismo y al disenso y con la formación de una actitud participativa. Estos elementos, tan vinculados a los contenidos como a los modos de gestión y a las prácticas escolares, son determinantes de la posibilidad de los ciudadanos de participar en el debate político público.

Por último, y en el marco de un Estado que no se puede desentender de las políticas sociales, la escuela debe desempeñar un papel fundamental en la dimensión de la ciudadanía, que está vinculada a la participación social como «[...] cliente que depende de servicios, programas y bienes colectivos suministrados estatalmente para asegurar sus medios materiales, sociales y culturales de supervivencia y bienestar» (Offe, 1990: 143). Estamos haciendo referencia a la formación de los futuros ciudadanos en la capacidad de organizarse para demandar aquellos bienes que, como la educación, la justicia, la seguridad y la sustentabilidad ambiental, dan lugar a la posibilidad de una verdadera igualdad de oportunidades en pos de alcanzar una mejor calidad de vida (Filmus, 1996).

b) Por otra parte, resulta evidente que no podemos hablar de ciudadanía plena si no se contempla la posibilidad de integración social a partir del acceso al trabajo en condiciones dignas. En el marco de las fuertes tendencias a la expulsión de trabajadores y a una mayor selectividad del mercado laboral, el papel de la educación deviene fundamental. En este aspecto, las nuevas condiciones socioeconómicas indican que debemos renunciar a la omnipotencia educativa que signó la década de los años 60, época en la que se adjudicaba linealmente a la educación la capacidad de garantizar el acceso al puesto de trabajo. Desde el punto de vista de la gobernabilidad democrática, el principal aporte de la educación debe realizarse en dirección a crear condiciones de empleabilidad para todos los ciudadanos, sin excepción. Dicho en otros términos: si bien la educación ya no puede asegurar el acceso al trabajo, sí debe producir las condiciones para que todos los ciudadanos puedan estar en igualdad de condiciones (en cuanto a competencias) para ingresar en los sectores modernos del mercado laboral (Filmus, 1996).

Pero al mismo tiempo que la educación desempeña un rol fundamental en la posibilidad de integración individual de los ciudadanos, también realiza un aporte a otros dos elementos centrales del concepto de gobernabilidad democrática: la competitividad y la justicia social. Como señalan F. Calderón, M. Hopenhayn y E. Ottone (1996) en un reciente artículo, la construcción de una ciudadanía plena no tiene sólo un «fin ético» .

El efecto sistémico de una mayor socialización de los códigos de modernidad entre la ciudadanía implica un sensible incremento de la competitividad global de la sociedad. Este aumento de la productividad se constituye en un requisito necesario (aunque por supuesto no suficiente) para el mejoramiento de los niveles de igualdad en la distribución de los bienes que la sociedad produce ahora en mayor escala. Por un lado, porque la existencia de mayores excedentes produce mejores condiciones para la puja distributiva. Por otro, porque la aplicación masiva de nuevas tecnologías también puede ser utilizada a los efectos de resolver, en el marco de la escasez de recursos, problemas sociales de larga data en áreas tan sensibles como la vivienda, la salud, el transporte, el hábitat, etc.

El autor de la nota es, Daniel Filmus, actual Senador Nacional y ex Ministro de Educación de la Argentina. Director de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, Argentina.
Resulta de interés el documento ya que se da en un marco de fuerte lucha social en torno a la distribución de bienes económicos y culturales en toda América Latina (o tal vez se de a nivel planetario)


Fuente
http://www.rieoei.org/oeivirt/rie12a01.htm

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