martes, 3 de mayo de 2011

La educación como estrategia de reproducción

La educación como estrategia de reproducción
Cuando hablamos de reproducción de la sociedad nos estamos refiriendo tanto a la reproducción biológica de sus integrantes como a la reproducción simbólica de los principios de estratificación que permiten clasificarlos. Desde el punto de vista de los miembros de una sociedad, la reproducción equivale al mantenimiento de la posición que ocupan en el espacio social. Para mantener su posición, los actores sociales deben desarrollar estrategias que les permitan, al menos, conservar y, en lo posible, acrecentar el valor de los capitales que poseen. Los vehículos fundamentales de estas estrategias son la transmisión familiar o herencia y la institución escolar.

A través de las prácticas educativas intencionales y de los resultados educativos de otras prácticas hogareñas, el capital cultural familiar se transmite de padres a hijos. Las presentaciones en sociedad, los ritos de iniciación, las fiestas y ceremonias familiares, entre otras estrategias intencionales y no intencionales sirven para conservar, a través de la transmisión, el capital social de las familias. Finalmente, el capital económico se transmite a través de la herencia y otras instituciones legalmente sancionadas.

Si los mecanismos de transmisión familiar cumplieran su función de conservación del capital con perfecta eficacia, no habría reproducción sino repetición social: la división de bienes que correspondiera a un determinado momento, se repetiría idénticamente en el momento siguiente. El resultado de este proceso sería una sociedad prácticamente inmóvil y unas jerarquías sociales con límites fijos. Esta reproducción perfecta no existe ni ha existido en ninguna sociedad, en primer lugar, porque habitualmente los bienes familiares deben distribuirse entre varios hijos y esta división, en la medida en que los hijos constituyan unidades familiares separadas y aunque no sea en partes iguales, supone alguna forma de reducción de la masa original de capital familiar. Las dotes, el sistema de mayorazgo y otras instituciones familiares antiguas están destinadas, precisamente, a minimizar esta reducción. Pero el obstáculo fundamental a la reproducción del capital resulta de la naturaleza misma del acto de transmisión. Al transmitirse una posesión de una persona a otra vuelve a ponerse en cuestión la legitimidad de la posesión original, al transmitir sus posesiones, el poseedor debe revalidar y, por así decir, reforzar sus títulos respecto de lo que posee. La institución escolar colabora con la reproducción de las posiciones en el espacio social y, por consiguiente, con la reproducción de la estructura de ese espacio social, reduciendo la pérdida de valor y legitimando la transmisión familiar. ¿Cómo opera esta colaboración?

Como se ha indicado en unidades anteriores, el capital cultural tiene tres formas de existencia. El capital cultural existe como disposición o habilidad incorporada, en la forma de saberes y aptitudes; el capital cultural existe como propiedad objetivada, en la forma de textos, herramientas, máquinas, y objetos de arte; finalmente, el capital cultural existe como insignia institucionalizada, en la forma de títulos, credenciales, licencias y habilitaciones. Así como debemos invertir trabajo para apropiarnos de capital económico y debemos invertir energías afectivas y morales para proveernos de capital social o de “relaciones”, la incorporación del capital cultural requiere de una significativa inversión de tiempo y esfuerzo personal (además de la inversión monetaria requerida para adquirir las herramientas necesarias para realizar esa apropiación). Cuanto mayor es el beneficio que podríamos esperar por la inversión de este tiempo en otras actividades productivas, mayor es la privación relativa que supone el esfuerzo de incorporación del capital cultural. Esta privación resulta menos onerosa en la medida en que pueda ser solventada por colaboraciones familiares. Las familias que disponen de mayores volúmenes de capital económico son quienes están en mejores condiciones para “comprar” el tiempo necesario para prolongar la educación de sus hijos. De este modo, la transformación del capital económico en capital colabora en la reducción de los costos de transmisión para las familias mejor ubicadas. Al consagrar el capital cultural en la forma de títulos, diplomas y distinciones, la institución escolar valida y legitima esta transmisión.

Ahora, como ocurre con otras formas de capital, el costo de apropiación de una unidad adicional de capital cultural es menor cuanto mayor sea el volumen de capital cultural que ya poseemos. Las mismas dos o tres horas que empleamos hoy para estudiar un capítulo para un curso universitario, nos servían en la escuela secundaria solamente para incorporar el puñado de páginas necesario para que nos fuera bien en la prueba y es algo parecido a lo que invertíamos en la escuela primaria para completar la hoja de cuentas que nos daba la maestra. Del mismo modo, una primera lectura del Ulysses de James Joyce será mejor aprovechada por un estudiante familiarizado con los clásicos de la literatura contemporánea que por un lector curioso, por competente o inteligente que éste pueda ser. La aptitud escolar, vemos, no consiste en otra cosa que en capacidad para incorporar capital cultural. Típicamente, la institución escolar distribuye recompensas de acuerdo con los resultados del aprendizaje, independientemente de las distintas combinaciones de aptitud y esfuerzo involucradas en estos resultados. Puesto que la capacidad de incorporar capital cultural depende del volumen de este capital previamente acumulado, y dado que la capacidad de acumular capital cultural es mayor para quienes disponen de mecanismos domésticos de transmisión de este capital, la distribución de recompensas de la institución escolar colabora con la reproducción de las diferencias de posición social de las familias.

Esta inclinación reproductiva se acentúa a través de la operación de mecanismos de “cierre” o exclusión social. Estos mecanismos toman la forma de limitación de la oferta, creación de subsistemas cerrados y escuelas “de elite” o, para los niveles en los que la escolaridad es universal o cuasi universal, políticas de difusión, admisión, y financiamiento; limitación de vacantes o exámenes de ingreso. Paradójicamente, estos mecanismos son percibidos como tanto más legítimos cuanto más valiosa es la credencial que otorga la institución. Por ejemplo, en nuestro país, la institución de políticas de “cierre” en instituciones de educación básica o media sería, en general, inaceptable, aunque el valor de distinción de los títulos primario y secundario en el mercado de trabajo es, en el primer caso, casi nulo y, en el segundo, muy bajo. Las políticas de restricción del ingreso de los estudios universitarios de grado públicos encuentran, como sabemos, fuertes resistencias, y, sin embargo, distintos representantes de la comunidad han defendido públicamente su conveniencia; todo esto, aún cuando el valor de mercado de los estudios de grado ha descendido significativamente respecto de lo que ocurría, tan sólo, hace una generación. En cambio, la restricción en las políticas de admisión en los programas de posgrado, aún los públicos, que son los que entregan las credenciales educativas de mayor poder de distinción en el mercado de trabajo, son aceptadas como perfectamente válidas.

Para evaluar la validez de lo argumentado hasta el momento es importante subrayar que las instituciones escolares son una herramienta que los distintos grupos esgrimen en sus estrategias de defensa de su posición social. Esto no quiere decir que la escuela sea garantía de inmovilidad social o que no haya podido servir, como ha servido en el caso argentino, al menos en el origen, para avanzar políticas democratizantes e igualitarias. En efecto, las instituciones educativas son, por un lado, una entre varias estrategias que los actores sociales llevan adelante en su disputa por la apropiación de los bienes sociales y, por otro lado, pueden a veces convertirse en el terreno en el cual se desarrollan esas disputas. Tal es lo que ha ocurrido en varios países latinoamericanos con el conflicto entre sectores católicos y sectores laicos en diversos momentos del presente siglo.

Autor
Emilio Tenti Fanfani
Licenciatura en Ciencias Políticas y Sociales en la Facultad de Ciencias Políticas y
Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 1968 (Medalla de oro al mejor
promedio de la promoción).
Post Grado:
Diplôme Supérieur d'Etudes et Recherches Politiques: Diploma del Tercer Ciclo de la
Fondation Nationale des Sciences Politiques de Paris. Dos años de escolaridad y defensa pública de tesis, aprobada con mención "Très bien". Paris, 1968-1971.

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