jueves, 26 de mayo de 2011

Escuela y reproducción social

Escuela y reproducción social. Dos videos en los cuales el "Patrono del blog" explica con claridad, conceptos fundamentales de su teoría.

Sobre la escuela. ¿Por qué le interesa tanto este campo? ¿Qué cree haber descubierto?
Un lugar de reproducción de las estructuras sociales.
¿El sociólogo no está obligado, a partir de un hecho masivo y evidente, que es la desigualdad de oportunidades en el sistema?
Desigualdad de oportunidades en la escuela y el capital cultural.
“Escolar”, una apreciación escolar peyorativa.
Las apreciaciones escolares: Juicios sociales que se niegan como tales.




Las apreciaciones escolares: Juicios sociales que se niegan como tales.
“Usted no tiene dotes para…”
¿Tenemos un sistema que disimula activamente buena parte de sus estructuras?
Mecanismos, no voluntades.
Conocer este mecanismo y frenar su eficacia.


miércoles, 18 de mayo de 2011

La reproducción social

La Reproducción Social de Pierre Bourdieu
Violencia simbólica.
Capital cultural es el que se adquiere en el seno de una familia, libros, títulos, diplomas.
Toda acción pedagógica ejerce violencia simbólica.
La acción pedagógica impuesta es aquella que se corresponde con los intereses de las clases dominantes.
PODER: Lucha que se genera tanto entre clases, individuos, ideologías, para conservar el mismo y acrecentar algún capital.
La arbitrariedad cultural es una necesidad sociológica de la perpetuación.
HABITUS: gestos, gustos, lenguaje que comparten determinadas clases sociales.
La doble arbitrariedad de la acción pedagógica oculta, de esta forma, una única arbitrariedad, que es la de la dominación.
Poder arbitrario, y arbitrariedad cultural son funciones el uno del otro.
Sistema escolar reproductor del sistema establecido.

martes, 10 de mayo de 2011

Justificación de la Pedagogía del Oprimido

Justificación de la pedagogía del oprimido.
Reconocemos la amplitud del tema que nos proponemos tratar en este ensayo, con lo cual pretendemos, en cierto sentido, profundizar algunos de los puntos discutidos en nuestro trabajo anterior La educación como práctica de la libertad. De ahí que lo consideremos como una mera introducción, como simple aproximación al asunto que nos parece de importancia fundamental.
 
Una vez más los hombres, desafiados por la dramaticidad de la hora actual, se proponen a sí mismos como problema. Descubren qué poco saben de sí, de su “puesto en el cosmos”, y se preocupan por saber más. Por lo demás, en el reconocimiento de su poco saber de sí radica una de las razones de esa búsqueda. Instalándose en el trágico descubrimiento de su poco saber de sí, hacen de sí mismos un problema. Indagan. Responden y sus respuestas los conducen a nuevas preguntas.

El problema de su humanización, a pesar de haber sido siempre, desde un punto de vista axiológico, su problema central, asume hoy el carácter de preocupación ineludible.

Comprobar esta preocupación implica reconocer la deshumanización no sólo como viabilidad ontológica, sino como realidad histórica. Es también y quizás básicamente, que a partir ele esta comprobación dolorosa, los hombres se preguntan sobre la otra viabilidad — la de su humanización. Ambas, en la raíz de su inconclusión, se inscriben en un permanente movimiento de búsqueda. Humanización y deshumanización, dentro de la historia, en un contexto real, concreto, objetivo, son posibilidades de los hombres como seres inconclusos y conscientes de su inconclusión.

Sin embargo, si ambas son posibilidades, nos parece que sólo la primera responde a lo que denominamos “vocación de los hombres”. Vocación negada, más afirmada también en la propia negación. Vocación negada en la injusticia, en la explotación, en la opresión, en la violencia de los opresores. Afirmada en el ansia de libertad, de justicia, de lucha de los oprimidos por la recuperación de su humanidad despojada.

La deshumanización, que no se verifica sólo en aquellos que fueron despojados de su humanidad sino también, aunque de manera diferente, en los que a ellos despojan, es distorsión de la vocación de SER MÁS. Es distorsión posible en la historia pero no es vocación histórica.

La violencia de los opresores, deshumanizándolos también, no instaura otra vocación, aquella de ser menos. Como distorsión del ser más, el ser menos conduce a los oprimidos, tarde o temprano, a luchar contra quien los minimizó. Lucha que sólo tiene sentido cuando los oprimidos, en la búsqueda por la recuperación de su humanidad, que deviene una forma de crearla, no se sienten idealistamente opresores de los opresores, ni se transforman, de hecho, en opresores de los opresores sino en restauradores de la humanidad de ambos. Ahí radica la gran tarea humanista e histórica de los oprimidos: liberarse a si mismos y liberar a los opresores. Estos, que oprimen, explotan y violentan en razón de su poder, no pueden tener en dicho poder la fuerza de la liberación de los oprimidos ni de sí mismos. Sólo el poder que renace de la debilidad de los oprimidos será lo suficientemente fuerte para liberar a ambos. Es por esto por lo que el poder de los opresores, cuando pretende suavizarse ante la debilidad de los oprimidos, no sólo se expresa, casi siempre, en una falsa generosidad, sino que jamás la sobrepasa. Los opresores, falsamente generosos, tienen necesidad de que la situación de injusticia permanezca a fin de que su “generosidad” continúe teniendo la posibilidad de realizarse. El “orden” social injusto es la fuente generadora, permanente, de esta “generosidad” que se nutre de la muerte, del desaliento y de la miseria.

De ahí la desesperación de esta generosidad ante cualquier amenaza que atente contra su fuente. Jamás puede entender este tipo de “generosidad” que la verdadera generosidad radica en la lucha por la desaparición de las razones que alimenta el falso amor. La falsa caridad, de la cual resulta la mano extendida del “abandonado de la vida”, miedoso e inseguro, aplastado y vencido. Mano extendida y trémula de los desharrapados del mundo, de los “condenados de la tierra”. La gran generosidad sólo se entiende en la lucha para que estas manos, sean de hombres o de pueblos, se extiendan cada vez menos en gestos de súplica. Súplica de humildes a poderosos. Y se vayan haciendo así cada vez más manos humanas que trabajen y transformen el mundo. Esta enseñanza y este aprendizaje tienen que partir, sin embargo, de los “condenados de la tierra”, de los oprimidos, de los desharrapados del mundo y de los que con ellos realmente se solidaricen. Luchando por la restauración de su humanidad, estarán, sean hombres o pueblos, intentando la restauración de la verdadera generosidad.

¿Quién mejor que los oprimidos se encontrará preparado para entender el significado terrible de una sociedad opresora?

¿Quién sentirá mejor que ellos los efectos de la opresión? ¿Quién más que ellos para ir comprendiendo la necesidad de la liberación? Liberación a la que no llegarán por casualidad, sino por la praxis de su búsqueda; por el conocimiento y reconocimiento de la necesidad de luchar por ella. Lucha que, por la finalidad que le darán los oprimidos, será un acto de amor, con el cual se opondrán al desamor contenido en la violencia de los opresores, incluso cuando ésta se revista de la falsa generosidad a que nos hemos referido.

Nuestra preocupación, en este trabajo, es sólo presentar algunos aspectos de lo que nos parece constituye lo que venimos llamando “la pedagogía del oprimido”, aquella que debe ser elaborada con él y no para él, en tanto hombres o pueblos en la lucha permanente de recuperación de su humanidad. Pedagogía que haga de la opresión y sus causas el objeto de reflexión de los oprimidos, de lo que resultará el compromiso necesario para su lucha por la liberación, en la cual esta pedagogía se hará y rehará.

El gran problema radica en cómo podrán los oprimidos, como seres duales, inauténticos, que “alojan” al opresor en sí, participar de la elaboración de la pedagogía para su liberación. Sólo en la medida en que descubran que “alojan” al opresor podrán contribuir a la construcción de su pedagogía liberadora. Mientras vivan la dualidad en la cual ser es parecer y parecer es parecerse con el opresor, es imposible hacerlo. La pedagogía del oprimido, que no puede ser elaborada por los opresores, es un instrumento para este descubrimiento crítico: el de los oprimidos por sí mismos y el de los opresores por los oprimidos, como manifestación de la deshumanización.

Sin embargo, hay algo que es necesario considerar en este descubrimiento, que está directamente ligado a la pedagogía liberadora. Es que, casi siempre, en un primer momento de este descubrimiento, los oprimidos, en vez de buscar la liberación en la lucha y a través de ella, tienden a ser opresores también o subopresores. La estructura de su pensamiento se encuentra condicionada por la contradicción vivida en la situación concreta, existencial, en que se forman. Su ideal es, realmente, ser hombres, pero para ellos, ser hombres, en la contradicción en que siempre estuvieron y cuya superación no tienen clara, equivale a ser opresores. Estos son sus testimonios de humanidad.

Esto deriva, tal como analizaremos más adelante con más amplitud, del hecho de que, en cierto momento de su experiencia existencial, los oprimidos asumen una postura que llamamos de “adherencia” al opresor. En estas circunstancias, no llegan a “admirarlo”, lo que los llevaría a objetivarlo, a descubrirlo fuera de sí.

Al hacer esta afirmación, no queremos decir que los oprimidos, en este caso, no se sepan oprimidos. Su conocimiento de sí mismos, como oprimidos, sin embargo, se encuentra perjudicado por su inmersión en la realidad opresora. “Reconocerse”, en antagonismo al opresor, en aquella forma, no significa aún luchar por la superación de la contradicción. De ahí esta casi aberración: uno de los polos de la contradicción pretende, en vez de la liberación, la identificación con su contrario.

En ente caso, el “hombre nuevo” para los oprimidos no es el hombre que debe nacer con la superación de la contradicción, con la transformación de la antigua situación, concretamente opresora, que cede su lugar a una nueva, la de la liberación. Para ellos, el hombre nuevo son ellos mismos, transformándose en opresores de otros. Su visión del hombre nuevo es una visión individualista. Su adherencia al opresor no les posibilita la conciencia de si como personas, ni su conciencia como clase oprimida.

En un caso específico, quieren la reforma agraria, no para liberarse, sino para poseer tierras y, con éstas, transformarse en propietarios o, en forma más precisa, en patrones de nuevos empleados.

Son raros los casos de campesinos que, al ser “promovidos” a capataces, no se transformen en opresores, más rudos con sus antiguos compañeros que el mismo patrón. Podría decirse —y con razón— que esto se debe al hecho de que la situación concreta, vigente, de opresión, no fue transformada. Y que, en esta hipótesis, el capataz, a fin de asegurar su puesto, debe encarnar, con más dureza aún, la dureza del patrón. Tal afirmación no niega la nuestra —la de que, en estas circunstancias, los oprimidos tienen en el opresor su testimonio de “hombre”.

Incluso las revoluciones, que transforman la situación concreta de opresión en una nueva en que la liberación se instaura como proceso, enfrentan esta manifestación de la conciencia oprimida. Muchos de los oprimidos que, directa o indirectamente, participaron de la revolución, marcados por los viejos mitos de la estructura anterior, pretenden hacer de la revolución su revolución privada. Perdura en ellos, en cierta manera, la sombra testimonial del antiguo opresor. Este continúa siendo su testimonio de “humanidad”.

El “miedo a la libertad, del cual se hacen objeto los oprimidos, miedo a la libertad que tanto puede conducirlos a pretender ser opresores también, cuanto puede mantenerlos atados al status del oprimido, es otro aspecto que merece igualmente nuestra reflexión.

Uno de los elementos básicos en la mediación opresores-oprimidos es la prescripción. Toda prescripción es la imposición de la opción de una conciencia a otra. De ahí el sentido alienante de las prescripciones que transforman a la conciencia receptora en lo que hemos denominado como conciencia que “aloja” la conciencia opresora. Por esto, el comportamiento de los oprimidos es un comportamiento prescrito. Se conforma en base a pautas ajenas a ellos, las pautas de los opresores.

Los oprimidos, que introyectando la “sombra” de los opresores siguen sus pautas, temen a la libertad, en la medida en que ésta, implicando la expulsión de la “sombra”, exigiría de ellos que “llenaran” el “vacío” dejado por la expulsión con “contenido” diferente: el de su autonomía. El de su responsabilidad, sin la cual no serían libres. La libertad, que es una conquista y no una donación, exige una búsqueda permanente. Búsqueda que sólo existe en el acto responsable de quien la lleva a cabo. Nadie tiene libertad para ser libre, sino que al no ser libre lucha por conseguir su libertad. Ésta tampoco es un punto ideal fuera de los hombres, al cual, inclusive, se alienan. No es idea que se haga mito, sino condición indispensable al movimiento de búsqueda en que se insertan los hombres como seres inconclusos.

De ahí la necesidad que se impone de superar la situación opresora. Esto implica el reconocimiento crítico de la razón de esta situación, a fin de lograr, a través de una acción transformadora que incida sobre la realidad, la instauración de una situación diferente, que posibilite la búsqueda del ser más.

Sin embargo, en el momento en que se inicie la auténtica lucha para crear la situación que nacerá de la superación de la antigua, ya se está luchando por el ser más. Pero como la situación opresora genera una totalidad deshumanizada y deshumanizante, que alcanza a quienes oprimen y a quienes son oprimidos, no será tarea de los primeros, que se encuentran deshumanizados por el sólo hecho de oprimir, sino de los segundos, los oprimidos, generar de su ser menos la búsqueda del ser más de todos.

Los oprimidos, acomodados y adaptados, inmersos en el propio engranaje de la estructura de dominación, temen a la libertad, en cuanto no se sienten capaces de correr el riesgo de asumirla. La temen también en la medida en que luchar por ella significa una amenaza, no sólo para aquellos que la usan para oprimir, esgrimiéndose como sus “propietarios” exclusivos, sino para los compañeros oprimidos, que se atemorizan ante mayores represiones.

Cuando descubren en sí el anhelo por liberarse perciben también que este anhelo sólo se hace concreto en la concreción de otros anhelos.

En tanto marcados por su miedo a la libertad, se niegan a acudir a otros, a escuchar el llamado que se les haga o se hayan hecho a sí mismos, prefiriendo la gregarización a la convivencia auténtica, prefiriendo la adaptación en la cual su falta de libertad los mantiene a la comunión creadora a que la libertad conduce.

Sufren una dualidad que se instala en la “interioridad” de su ser. Descubren que, al no ser libres, no llegan a ser auténticamente. Quieren ser, mas temen ser. Son ellos y al mismo tiempo son el otro yo introyectado en ellos como conciencia opresora. Su lucha se da entre ser ellos mismos o ser duales. Entre expulsar o no al opresor desde “dentro” de sí. Entre desalienarse o mantenerse alienados. Entre seguir prescripciones o tener opciones. Entre ser espectadores o actores. Entre actuar o tener la ilusión de que actúan en la acción de los opresores. Entre decir la palabra o no tener voz, castrados en su poder de crear y recrear, en su poder de transformar el mundo.

Este es el trágico dilema de los oprimidos, dilema que su pedagogía debe enfrentar.

Por esto, la liberación es un parto. Es un parto doloroso. El hombre que nace de él es un hombre nuevo, hombre que sólo es viable en y por la superación de la contradicción opresores-oprimidos que, en última instancia, es la liberación de todos.

La superación de la contradicción es el parto que trae al mundo a este hombre nuevo; ni opresor ni oprimido, sino un hombre liberándose.

Liberación que no puede darse sin embargo en términos meramente idealistas. Se hace indispensable que los oprimidos, en su lucha por la liberación, no conciban la realidad concreta de la opresión como una especie de “mundo cerrado” (en el cual se genera su miedo a la libertad) del cual no pueden salir, sino como una situación que sólo los limita y que ellos pueden transformar. Es fundamental entonces que, al reconocer el límite que la realidad opresora les impone, tengan, en este reconocimiento, el motor de su acción liberadora.

Vale decir que el reconocerse limitados por la situación concreta de opresión, de la cual el falso sujeto, el falso “ser para si”, es el opresor, no significa aún haber logrado la liberación. Corno contradicción del opresor, que en ellos tiene su verdad, como señalara Hegel, solamente superan la contradicción en que se encuentran cuando el hecho de reconocerse como oprimidos los compromete en la lucha por liberarse.

No basta saberse EN una relación dialéctica con el opresor —su contrario antagónico— descubriendo, por ejemplo, que sin ellos el opresor no existiría (Hegel) para estar de hecho liberados.

Es preciso, recalquémoslo, que se entreguen a la praxis liberadora.


Autor
Paulo Freire
Extraído de “La Pedagogía del oprimido”


martes, 3 de mayo de 2011

La educación como estrategia de reproducción

La educación como estrategia de reproducción
Cuando hablamos de reproducción de la sociedad nos estamos refiriendo tanto a la reproducción biológica de sus integrantes como a la reproducción simbólica de los principios de estratificación que permiten clasificarlos. Desde el punto de vista de los miembros de una sociedad, la reproducción equivale al mantenimiento de la posición que ocupan en el espacio social. Para mantener su posición, los actores sociales deben desarrollar estrategias que les permitan, al menos, conservar y, en lo posible, acrecentar el valor de los capitales que poseen. Los vehículos fundamentales de estas estrategias son la transmisión familiar o herencia y la institución escolar.

A través de las prácticas educativas intencionales y de los resultados educativos de otras prácticas hogareñas, el capital cultural familiar se transmite de padres a hijos. Las presentaciones en sociedad, los ritos de iniciación, las fiestas y ceremonias familiares, entre otras estrategias intencionales y no intencionales sirven para conservar, a través de la transmisión, el capital social de las familias. Finalmente, el capital económico se transmite a través de la herencia y otras instituciones legalmente sancionadas.

Si los mecanismos de transmisión familiar cumplieran su función de conservación del capital con perfecta eficacia, no habría reproducción sino repetición social: la división de bienes que correspondiera a un determinado momento, se repetiría idénticamente en el momento siguiente. El resultado de este proceso sería una sociedad prácticamente inmóvil y unas jerarquías sociales con límites fijos. Esta reproducción perfecta no existe ni ha existido en ninguna sociedad, en primer lugar, porque habitualmente los bienes familiares deben distribuirse entre varios hijos y esta división, en la medida en que los hijos constituyan unidades familiares separadas y aunque no sea en partes iguales, supone alguna forma de reducción de la masa original de capital familiar. Las dotes, el sistema de mayorazgo y otras instituciones familiares antiguas están destinadas, precisamente, a minimizar esta reducción. Pero el obstáculo fundamental a la reproducción del capital resulta de la naturaleza misma del acto de transmisión. Al transmitirse una posesión de una persona a otra vuelve a ponerse en cuestión la legitimidad de la posesión original, al transmitir sus posesiones, el poseedor debe revalidar y, por así decir, reforzar sus títulos respecto de lo que posee. La institución escolar colabora con la reproducción de las posiciones en el espacio social y, por consiguiente, con la reproducción de la estructura de ese espacio social, reduciendo la pérdida de valor y legitimando la transmisión familiar. ¿Cómo opera esta colaboración?

Como se ha indicado en unidades anteriores, el capital cultural tiene tres formas de existencia. El capital cultural existe como disposición o habilidad incorporada, en la forma de saberes y aptitudes; el capital cultural existe como propiedad objetivada, en la forma de textos, herramientas, máquinas, y objetos de arte; finalmente, el capital cultural existe como insignia institucionalizada, en la forma de títulos, credenciales, licencias y habilitaciones. Así como debemos invertir trabajo para apropiarnos de capital económico y debemos invertir energías afectivas y morales para proveernos de capital social o de “relaciones”, la incorporación del capital cultural requiere de una significativa inversión de tiempo y esfuerzo personal (además de la inversión monetaria requerida para adquirir las herramientas necesarias para realizar esa apropiación). Cuanto mayor es el beneficio que podríamos esperar por la inversión de este tiempo en otras actividades productivas, mayor es la privación relativa que supone el esfuerzo de incorporación del capital cultural. Esta privación resulta menos onerosa en la medida en que pueda ser solventada por colaboraciones familiares. Las familias que disponen de mayores volúmenes de capital económico son quienes están en mejores condiciones para “comprar” el tiempo necesario para prolongar la educación de sus hijos. De este modo, la transformación del capital económico en capital colabora en la reducción de los costos de transmisión para las familias mejor ubicadas. Al consagrar el capital cultural en la forma de títulos, diplomas y distinciones, la institución escolar valida y legitima esta transmisión.

Ahora, como ocurre con otras formas de capital, el costo de apropiación de una unidad adicional de capital cultural es menor cuanto mayor sea el volumen de capital cultural que ya poseemos. Las mismas dos o tres horas que empleamos hoy para estudiar un capítulo para un curso universitario, nos servían en la escuela secundaria solamente para incorporar el puñado de páginas necesario para que nos fuera bien en la prueba y es algo parecido a lo que invertíamos en la escuela primaria para completar la hoja de cuentas que nos daba la maestra. Del mismo modo, una primera lectura del Ulysses de James Joyce será mejor aprovechada por un estudiante familiarizado con los clásicos de la literatura contemporánea que por un lector curioso, por competente o inteligente que éste pueda ser. La aptitud escolar, vemos, no consiste en otra cosa que en capacidad para incorporar capital cultural. Típicamente, la institución escolar distribuye recompensas de acuerdo con los resultados del aprendizaje, independientemente de las distintas combinaciones de aptitud y esfuerzo involucradas en estos resultados. Puesto que la capacidad de incorporar capital cultural depende del volumen de este capital previamente acumulado, y dado que la capacidad de acumular capital cultural es mayor para quienes disponen de mecanismos domésticos de transmisión de este capital, la distribución de recompensas de la institución escolar colabora con la reproducción de las diferencias de posición social de las familias.

Esta inclinación reproductiva se acentúa a través de la operación de mecanismos de “cierre” o exclusión social. Estos mecanismos toman la forma de limitación de la oferta, creación de subsistemas cerrados y escuelas “de elite” o, para los niveles en los que la escolaridad es universal o cuasi universal, políticas de difusión, admisión, y financiamiento; limitación de vacantes o exámenes de ingreso. Paradójicamente, estos mecanismos son percibidos como tanto más legítimos cuanto más valiosa es la credencial que otorga la institución. Por ejemplo, en nuestro país, la institución de políticas de “cierre” en instituciones de educación básica o media sería, en general, inaceptable, aunque el valor de distinción de los títulos primario y secundario en el mercado de trabajo es, en el primer caso, casi nulo y, en el segundo, muy bajo. Las políticas de restricción del ingreso de los estudios universitarios de grado públicos encuentran, como sabemos, fuertes resistencias, y, sin embargo, distintos representantes de la comunidad han defendido públicamente su conveniencia; todo esto, aún cuando el valor de mercado de los estudios de grado ha descendido significativamente respecto de lo que ocurría, tan sólo, hace una generación. En cambio, la restricción en las políticas de admisión en los programas de posgrado, aún los públicos, que son los que entregan las credenciales educativas de mayor poder de distinción en el mercado de trabajo, son aceptadas como perfectamente válidas.

Para evaluar la validez de lo argumentado hasta el momento es importante subrayar que las instituciones escolares son una herramienta que los distintos grupos esgrimen en sus estrategias de defensa de su posición social. Esto no quiere decir que la escuela sea garantía de inmovilidad social o que no haya podido servir, como ha servido en el caso argentino, al menos en el origen, para avanzar políticas democratizantes e igualitarias. En efecto, las instituciones educativas son, por un lado, una entre varias estrategias que los actores sociales llevan adelante en su disputa por la apropiación de los bienes sociales y, por otro lado, pueden a veces convertirse en el terreno en el cual se desarrollan esas disputas. Tal es lo que ha ocurrido en varios países latinoamericanos con el conflicto entre sectores católicos y sectores laicos en diversos momentos del presente siglo.

Autor
Emilio Tenti Fanfani
Licenciatura en Ciencias Políticas y Sociales en la Facultad de Ciencias Políticas y
Sociales de la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, 1968 (Medalla de oro al mejor
promedio de la promoción).
Post Grado:
Diplôme Supérieur d'Etudes et Recherches Politiques: Diploma del Tercer Ciclo de la
Fondation Nationale des Sciences Politiques de Paris. Dos años de escolaridad y defensa pública de tesis, aprobada con mención "Très bien". Paris, 1968-1971.
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