viernes, 17 de febrero de 2012

Enseñar exige saber escuchar

¿Enseñar es transmitir conocimiento? ¿Alguien puede aprender por mí? ¿Yo puedo aprender por mis alumnos? ¿Educar es simplemente “hablar de arriba hacia abajo? ¿Aceptar fatalismos? Paulo Freire se refiere a estos interrogantes.



Recientemente, platicando con un grupo de amigas y amigos, una de ellas, la profesora Olgair Garcia, me dijo que, en su experiencia pedagógica de profesora de niños y de adolescentes pero también de profesora de profesoras, venía observando cuán importante y necesario es saber escuchar. Si, en verdad, el sueño que nos anima es democrático y solidario, no es hablando a los otros, desde arriba, sobre todo, como si fuéramos los portadores de la verdad que hay que transmitir a los demás, como aprendemos a escuchar, pero es escuchando como aprendemos a hablar con ellos. Sólo quien escucha paciente y críticamente al otro, habla con él, aun cuando, en ciertas ocasiones, necesite hablarle a él. Lo que nunca hace quien aprende a escuchar para poder hablar con es hablar impositivamente. Incluso cuando, por necesidad, habla contra posiciones o concepciones del otro, habla con él como sujeto de la escucha de su habla crítica y no como objeto de su discurso. El educador que escucha aprende la difícil lección de transformar su discurso al alumno, a veces necesario, en un habla con él.

Hay una señal de los tiempos, entre otras, que me asusta: la insistencia con la que, en nombre de la democracia, de la libertad y de la eficiencia, se viene asfixiando la propia libertad y, por extensión, la creatividad y el gusto de la aventura del espíritu. La libertad de movernos, de arriesgarnos viene siendo sometida a una cierta uniformidad de fórmulas, de maneras de ser, en relación con las cuales somos evaluados.

Claro está que ya no se trata de la asfixia truculentamente producida por el rey despótico sobre sus súbditos, por el seño feudal sobre sus vasallos, por el colonizador sobre los colonizados, por el dueño de la fábrica sobre los obreros, por el Estado autoritario sobre los ciudadanos, sino por el poder invisible de la domesticación enajenante que alcanza una eficacia extraordinaria en lo que vengo llamando "burocratización de la mente". Un estado refinado de extrañeza, de "autosumisión" de la mente, del cuerpo consciente, de conformismo del individuo, de resignación ante situaciones consideradas fatalmente como inmutables. Es la posición de quien encara los hechos como algo consumado, como algo que sucedió porque tenía que suceder en la forma en que sucedió, es la posición, por eso mismo, de quien entiende y vive la Historia como determinismo y no como posibilidad. Es la posición de quien se asume como fragilidad total ante el todopoderosismo de los hechos que no sólo acontecieron porque tenían que acontecer sino que no pueden ser "reorientados" o alterados. En esta manera mecanicista de comprender la Historia no hay lugar para la decisión
humana.

Así como en la desproblematización del tiempo, de la que resulta que el porvenir ora es la perpetuación del hoy, ora algo que será porque está dicho que será, no hay lugar para elección, sino para el acomodamiento bien adaptado a lo que está allí o a lo que vendrá. No es posible hacer nada contra la globalización que, realizada porque tenía que ser realizada, debe continuar su destino, porque así está misteriosamente escrito que debe ser. La globalización que refuerza el mando de las minorías poderosas y despedaza y pulveriza la presencia impotente de los dependientes, haciéndolos todavía más impotentes, es un destino manifiesto. Frente a ella no hay otra salida más que cada uno baje dócilmente la cabeza y agradezca a Dios por continuar vivo. Agradecer a Dios o a la propia globalización.

Siempre rechacé los fatalismos. Prefiero la rebeldía que me confirma como persona y que nunca dejó de probar que el ser humano es mayor que los mecanicismos que lo minimizan.

La proclamada muerte de la Historia que significa, en última instancia, la muerte de la utopía y de los sueños, refuerza, indiscutiblemente, los mecanismos de asfixia de la libertad. De allí que la pelea por el rescate del sentido de la utopía, de la cual no puede dejar de estar impregnada la práctica educativa humanizante, tenga que ser una constante de ésta.

Cuanto más me dejo seducir por la aceptación de la muerte de la Historia, tanto más admito que la imposibilidad de un mañana diferente implica la eternidad del hoy neoliberal que está allí, y la permanencia del hoy mata en mí la posibilidad de soñar. Una vez desproblematizado el tiempo, la llamada muerte de la Historia decreta el inmovilismo que niega al ser humano.

La total desconsideración por la formación integral del ser humano y su reducción a puro adiestramiento fortalece la manera autoritaria de hablar desde arriba hacia abajo. En ese caso, hablar a, que, en la perspectiva democrática es un momento posible de hablar con, no es ni siquiera ensayado. La total desconsideración por la formación integral del ser humano, su reducción a puro adiestramiento fortalecen la manera autoritaria de hablar desde arriba hacia abajo, a la que le falta, por eso mismo, la intención de su democratización en el hablar con.

Los sistemas de evaluación pedagógica de alumnos y de profesores se vienen asumiendo cada vez más como discursos verticales, desde arriba hacia abajo, pero insisten en pasar por democráticos. La cuestión que se nos plantea, en cuanto profesores y alumnos críticos y amantes de la libertad, no es, naturalmente, ponernos contra la evaluación, a fin de cuentas necesaria, sino resistir a los métodos silenciadores con que a veces viene siendo realizada. La cuestión que se nos plantea es luchar en favor de la comprensión y de la práctica de la evaluación en cuanto instrumento de apreciación del quehacer de sujetos críticos al servicio, por eso mismo, de la liberación y no de la domesticación. Evaluación en que se estimule el hablar a como camino del hablar con.

En el proceso del habla y de la escucha la disciplina del silencio que debe ser asumido con rigor y en su momento por los sujetos que hablan y escuchan es un sine qua de la comunicación dialógica. La primera señal de que el individuo que habla sabe escuchar es la demostración de su capacidad de controlar no sólo la necesidad de decir su palabra, que es un derecho, sino también el gusto personal, profundamente respetable, de expresarla. Quien tiene algo que decir tiene igualmente el derecho y el deber de decirlo. Sin embargo, es preciso que quien tiene algo que decir sepa, sin sombra de duda, que no es el único o la única que tiene algo que decir. Aún más, que lo que tiene que decir no es necesariamente, por más importante que sea, la verdad auspiciosa esperada por todos. Es preciso que quien tiene algo que decir sepa, sin duda alguna, que, sin escuchar lo que quien escucha tiene igualmente que decir, termina por agotar su capacidad de decir por mucho haber dicho sin nada o casi nada haber escuchado.

Es por eso por lo que, agrego, quien tiene algo que decir debe asumir el deber de motivar, de desafiar a quien escucha, en el sentido de que, quien escucha diga, hable, responda. El derecho que se otorga a sí mismo el educador autoritario, de comportarse como propietario de la verdad de la que se adueña y del tiempo para discurrir sobre ella, es intolerable. Para él quien escucha no tiene siquiera tiempo propio pues el tiempo de quien escucha es el suyo, el tiempo de su habla. Por eso mismo, su habla se da en un espacio silenciado y no en un espacio con o en silencio. Al contrario, el espacio del educador democrático, que aprende a hablar escuchando, se ve cortado por el silencio intermitente de quien, hablando, calla para escuchar a quien, silencioso, y no silenciado, habla.
La importancia del silencio en el espacio de la comunicación es fundamental.

Él me permite, por un lado, al escuchar el habla comunicante de alguien, como sujeto y no como objeto, procurar entrar en el movimiento interno de su pensamiento, volviéndome lenguaje; por el otro, torna posible a quien habla, realmente comprometido con comunicar y no con hacer comunicados, escuchar la indagación, la duda, la creación de quien escuchó. Fuera de eso, la comunicación perece.

Volvamos a un punto ya referido, pero sobre el cual es preciso insistir. Una de las características de la experiencia existencial en el mundo en comparación con la vida en el soporte es la capacidad que fuimos creando, mujeres y hombres, de entender el mundo sobre el que y en el que actuamos, lo que se dio simultáneamente con la comunicabilidad de lo entendido. No hay entendimiento de la realidad sin la posibilidad de su comunicación.

Uno de los problemas serios que tenemos es cómo trabajar el lenguaje oral o escrito asociado o no a la fuerza de la imagen, para hacer efectiva la comunicación que se encuentra en la propia comprensión o entendimiento del mundo. La comunicabilidad de lo entendido es la posibilidad que éste tiene de ser comunicado, pero todavía no es su comunicación.

Así, seré tanto mejor profesor cuanto más eficazmente consiga provocar al educando en el sentido de que prepare o refine su curiosidad, que debe trabajar con mi ayuda, buscando que produzca su entendimiento del objeto o del contenido de que hablo. En verdad, mi papel como profesor, al enseñar el contenido a o b, no es solamente esforzarme por describir con máxima claridad la sustantividad del contenido para que el alumno lo grabe. Mi papel fundamental, al hablar con claridad sobre el objeto, es incitar al alumno para que él, con los materiales que ofrezco, produzca la comprensión del objeto en lugar de recibirla, integralmente, de mí. Él necesita apropiarse del entendimiento del contenido para que la verdadera relación de comunicación entre él, como alumno, y yo, como profesor, se establezca.

Es por eso por lo que, repito, enseñar no es transferir contenidos a alguien, así como aprender no es memorizar el perfil del contenido transferido en el discurso vertical del profesor. Enseñar y aprender tienen que ver con el esfuerzo metódicamente crítico del profesor por desvelar la comprensión de algo y con el empeño igualmente crítico del alumno de ir entrando como sujeto en aprendizaje, en el proceso de desvelamiento que el profesor o profesora debe desatar. Eso no tiene nada que ver con la transferencia de contenidos y se refiere a la dificultad pero, al mismo tiempo, a la belleza de la docencia y de la discencia.

Así, no es difícil comprender que una de mis tareas centrales como educador progresista sea apoyar al educando para que él mismo venza sus dificultades en la comprensión o en el entendimiento del objeto y para que su curiosidad, compensada y gratificada por el éxito de la comprensión alcanzada, sea mantenida y, así, estimulada a continuar en la búsqueda permanente que implica el proceso de conocimiento. Que se me perdone la reiteración, pero es preciso enfatizar una vez más: enseñar no es transferir el entendimiento del objeto al educando sino instigarlo para que, como sujeto cognoscente, sea capaz de entender y comunicar lo entendido. Es en este sentido como se me impone escuchar al educando en sus dudas, en sus temores, en su incompetencia provisional. Y al escucharlo, aprendo a hablar con él.

Escuchar es obviamente algo que va más allá de la posibilidad auditiva de cada uno. Escuchar, en el sentido aquí discutido, significa la disponibilidad permanente por parte del sujeto que escucha para la apertura al habla del otro, al gesto del otro, a las diferencias del otro. Eso no quiere decir, evidentemente, que escuchar exija que quien realmente escucha se reduzca al otro que habla. Eso no sería escucha, sino autoanulación. La verdadera escucha no disminuye en nada mi capacidad de ejercer el derecho de discordar, de oponerme, de asumir una posición. Por el contrario, es escuchando bien como me preparo para colocarme mejor o situarme mejor desde el punto de vista de las ideas. Como sujeto que se da al discurso del otro, sin prejuicios, el buen escuchador dice y habla de su posición con desenvoltura. Precisamente porque escucha al otro, su habla discordante, afirmativa, no es autoritaria.

No es difícil percibir que hay varias cualidades que la escucha legítima demanda de su sujeto. Cualidades que van siendo constituidas en la práctica democrática de escuchar. Discutir cuales son estas cualidades indispensables debe formar parte de nuestra preparación, aun sabiendo que ellas necesitan ser creadas por nosotros, en nuestra práctica, si nuestra opción político-pedagógica es democrática o progresista y si somos coherentes con ella. Es necesario que sepamos que, sin ciertas cualidades o virtudes como el amor, el respeto a los otros, la tolerancia, la humildad, el gusto por la alegría, por la vida, la apertura a lo nuevo, la disponibilidad al cambio, la persistencia en la lucha, el rechazo a los fatalismos, la identificación con la esperanza, la apertura a la justicia, no es posible la práctica pedagógico- progresista, que no se hace tan sólo con ciencia y técnica.

Aceptar y respetar la diferencia es una de esas virtudes sin las cuales la escucha no se puede dar. Si discrimino al niño o a la niña pobre, a la niña o al niño negro, al niño indio, a la niña rica; si discrimino a la mujer, a la campesina, a la obrera, no puedo evidentemente escucharlas y, si no las escucho, no puedo hablar con ellas, sino hablarles a ellas, desde arriba hacia abajo. Sobre todo, me prohíbo entenderlas. Si me siento superior al que es diferente, no importa quien sea, me niego a escucharlo o a escucharla. El diferente no es el otro que merece respeto, es un esto o aquello, mal tratable o despreciable.

Si la estructura de mi pensamiento es la única correcta, irreprochable, no puedo escuchar a quien piensa y elabora su discurso de una manera que no es la mía. Tampoco escucho a quien habla o escribe fuera de los patrones de la gramática dominante. ¿Y cómo estar abiertos a las formas de ser, de pensar, de valorar, de otra cultura, consideradas por nosotros demasiado extrañas y exóticas?

Vemos cómo el respeto a las diferencias y obviamente a los diferentes exige de nosotros la humildad que nos advierte de los riesgos de exceder los límites más allá de los cuales nuestra autoestima necesaria se convierte en arrogancia y falta de respeto a los demás. Es preciso afirmar que nadie puede ser humilde por puro formalismo como si cumpliera una obligación burocrática. Al contrario, la humildad expresa una de las raras certezas de las que estoy seguro: la de que nadie es superior a nadie. La falta de humildad, revelada en la arrogancia y en la falsa superioridad de una persona sobre otra, de una raza sobre otra, de un género sobre otro, de una clase o de una cultura sobre otra, es una transgresión de la vocación humana del ser más.

Lo que la humildad no puede exigir de mí es mi sumisión a la arrogancia y a la rudeza de quien me falta el respeto. Lo que la humildad exige de mí, cuando no puedo reaccionar como debería a la afrenta, es enfrentarla con dignidad. La dignidad de mi silencio y de mi mirada que transmiten mi protesta posible.

Es obvio que no puedo batirme físicamente con un joven, a quien no es necesario agregar vigor ni cualidades de luchador. Pero ni así, sin embargo, debo humillarme ante su falta de respeto y su agravio, y lIevármelos para casa sin al menos un gesto de protesta. Es necesario que, al asumir con seriedad mi impotencia en la relación de poder entre él y yo, su cobardía se haga patente. Es necesario que él sepa que yo sé que su falta de valor ético lo inferioriza. Es preciso que sepa que, si bien puede golpearme físicamente y sus golpes causarme daño, no tiene, sin embargo, la fuerza suficiente para doblegarme a su arbitrio.

Aun sin pegarle físicamente, el profesor puede golpear al educando, provocarle disgustos y perjudicarlo en el proceso de su aprendizaje. La resistencia del profesor, por ejemplo, a respetar la "lectura de mundo" con la que el educando llega a la escuela, obviamente condicionada por su cultura de clase y revelada en su lenguaje, también de clase, se convierte en un obstáculo a la experiencia de conocimiento del alumno. Como he insistido en este y en otros trabajos, saber escucharlo no significa, ya lo dejé claro, concordar con su lectura del mundo, o conformarse con ella y asumirla como propia.

Respetar la lectura de mundo del educando tampoco es un juego táctico con el que el educador o la educadora busca volverse simpático al alumno. Es la manera correcta que tiene el educador de intentar, con el educando y no sobre él, la superación de una manera más ingenua de entender el mundo con otra más crítica. Respetar la lectura de mundo del educando significa tomarla como punto de partida para la comprensión del papel de la curiosidad, de modo general, y de la humana, de modo especial, como uno de los impulsos fundadores de la producción del conocimiento. Es preciso que, al respetar la lectura del mundo del educando para superarla, el educador deje claro que la curiosidad fundamental al entendimiento del mundo es histórica y se da en la historia, se perfecciona, cambia cualitativamente, se hace metódicamente rigurosa. Y la curiosidad así metódicamente rigorizada hace hallazgos cada vez más exactos. En el fondo, el educador que respeta la lectura de mundo del educando reconoce la historicidad del saber, el carácter histórico de la curiosidad, y así, rechazando la arrogancia cientificista, asume la humildad crítica propia de la posición verdaderamente científica.

La falta de respeto a la lectura de mundo del educando revela el gusto elitista, por consiguiente antidemocrático, del educador que, de esta manera, sin escuchar al educando, no habla con él. Deposita en él sus comunicados.

Hay todavía algo de verdadera importancia por discutir en torno de la reflexión sobre el rechazo o el respeto a la lectura de mundo del educando por parte del educador. La lectura de mundo revela, como es evidente, el entendimiento del mundo que se viene constituyendo cultural y socialmente. También revela el trabajo individual de cada sujeto en el propio proceso de asimilación del entendimiento del mundo.

Una de las tareas esenciales de la escuela, como centro de producción sistemática de conocimiento, es trabajar críticamente la inteligibilidad de las cosas y de los hechos y su comunicabilidad. Por eso es imprescindible que la escuela incite constantemente la curiosidad del educando en vez de "ablandarla" o "domesticarla". Es necesario mostrar al educando que el uso ingenuo de la curiosidad altera su capacidad de hallar y obstaculiza la exactitud del hallazgo. Por otro lado y sobre todo, es preciso que el educando vaya asumiendo el papel de sujeto de la producción de su entendimiento del mundo y no sólo el de recibidor de la que el profesor le transfiera.

Cuanto más capaz me vuelvo de afirmarme como sujeto que puede conocer tanto mejor desempeño mi aptitud para hacerlo.

Nadie puede conocer por mí así como yo no puedo conocer por el alumno. Desde la perspectiva progresista en que me encuentro, lo que puedo y debo hacer es, al enseñarle cierto contenido, desafiarlo a que se vaya percibiendo, en y por su propia práctica, como sujeto capaz de saber. Mi papel de profesor progresista no es sólo enseñar matemáticas o biología sino, al tratar la temática que es, por un lado, objeto de mi enseñanza, y por el otro, del aprendizaje del alumno, ayudar a éste a reconocerse como arquitecto de su propia práctica cognoscitiva.

Toda enseñanza de contenidos demanda de quien se encuentra en la posición de aprendiz que, a partir de cierto momento, comience a asumir también la autoría del conocimiento del objeto. El profesor autoritario, que se niega a escuchar a los alumnos, se cierra a esa aventura creadora. Niega a sí mismo la participación en este momento de belleza singular: el de la afirmación del educando como sujeto de conocimiento. Es por eso por lo que la enseñanza de los contenidos, realizada críticamente, implica la apertura total del profesor o de la profesora a la tentativa legítima del educando por tomar en sus manos la responsabilidad del sujeto que conoce. Más aún, implica la iniciativa del profesor que debe estimular esa tentativa en el educando, ayudándolo para que la realice.

Es en este sentido como se puede afirmar que es tan erróneo separar práctica de teoría, pensamiento de acción, lenguaje de ideología, como separar la enseñanza de contenidos del llamado al educando para que se vaya haciendo sujeto del proceso de aprenderlos. Desde una perspectiva progresista lo que debo hacer es experimentar la unidad dinámica entre la enseñanza del contenido y la enseñanza de lo que es, y de cómo aprender. Al enseñar matemáticas enseño también cómo aprender y cómo enseñar, cómo ejercer la curiosidad epistemológica indispensable a la producción del conocimiento.


Extraído de
Título: Pedagogía de la autonomía
Autor: Paulo Freire
Año de la publicación: 2004

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