La estrecha
asociación entre origen social del alumno y su éxito o fracaso escolar es una
manifestación empírica del proceso de reproducción de la desigualdad social ¿Qué
papel desempeña el sistema educativo? ¿Es neutral la cultura escolar?
La estrecha asociación entre origen social del alumno y su
éxito o fracaso escolar es una manifestación empírica del proceso de
reproducción de la desigualdad social. La teoría de la reproducción cultural
formulada originalmente por Bourdieu pretende explicar las desigualdades a
través de una compleja trama de interacciones entre los condicionantes
económicos y culturales y las prácticas del sistema educativo. Mediante la
socialización familiar, el niño hereda cierto capital cultural acorde con su
pertenencia de clase.
El capital cultural socialmente más valorado (dominante) es
más probable que aparezca entre los núcleos de mayor nivel socioeconómico
(background familiar); al mismo tiempo, la escuela tiende a valorar
precisamente ese capital. Entonces, el niño de origen social alto tiene mayor
probabilidad de éxito porque posee cierto capital cultural, heredado de sus
padres y valorado por la escuela, que le ayuda a dominar el currículo escolar,
a diferencia del procedente de familia con menor estatus social. El capital
cultural juega, entonces, un papel de factor intermediario entre el “origen
social” del alumno (background familiar) y su aprendizaje.
Según Bourdieu, la realidad social es un conjunto de
relaciones invisibles, un espacio de posiciones mutuamente externas, definidas
por la distancias relativas entre unas y otras, de acuerdo con los recursos de
que disponen y que pueden invertir. Las clases sociales refieren a ese espacio
social, entendido como externalidades recíprocas, cuya estructura es definida “por la distribución de las propiedades que
están activas al interior del universo en estudio”, es decir, el capital, “trabajo acumulado, bien en forma de materia,
bien en forma interiorizada”, capaz de conferir “fuerza, poder y beneficios a sus poseedores” en sus diversas formas:
capital económico —aquello que es “directa e inmediatamente convertible en
dinero” —, social —recursos basados en conexiones y pertenencias a grupos o
“relaciones” sociales— y cultural.
La sociedad entonces, es concebida como un espacio
multidimensional, estructurado con base en diversos principios de
estratificación, cuya operación y resultado pueden ser conocidos empíricamente.
Para particularizar las diferentes posiciones en el espacio social sólo se
necesitan tres coordenadas: “volumen
global de capital, composición del capital y trayectoria social”
(Bourdieu). Sobre esta base, los agentes son asignados en posiciones relativas
de acuerdo con un sistema multidimensional de coordenadas, donde cada posición
expresa valores concretos de las diferentes variables intervinientes. Por lo
tanto, tales principios permiten reagrupar a los individuos en clases, donde los
agentes son lo más similar posible en el mayor número posible de respectos y lo
más distinto posible de los agentes de otras clases: “la mayor separación posible entre clases de la mayor homogeneidad
posible”. Desde esta perspectiva, la clase social es un:
[…] conjunto de
agentes que, por el hecho de ocupar posiciones similares en el espacio social
(es decir, en la distribución de poderes) están sujetos a condiciones de
existencia y factores condicionantes similares y, como resultado, están dotados
de disposiciones similares que los dirigen a desarrollar prácticas similares.
Todo comportamiento del agente social está situado en un
campo de acción particular, con un sistema de evaluación y prácticas que lo
definen, es decir, con determinadas reglas del juego. Todos los individuos que
interactúan en una campo tienen una posición relativa, de acuerdo con los
recursos de que disponen y que pueden invertir, pero en cada campo de
interacción, éstos pueden tener valores diversos y de diferentes formas.
La estructura de las relaciones objetivas “se presenta a sí misma como un mundo
simbólico” (Bourdieu), es decir, como sistema simbólico (arbitrario
cultural), con una doble función: estructurar la realidad fenoménica, práctica
y, al mismo tiempo, imponer o legitimar la dominación de una clase sobre otras
(Bourdieu); es decir, funciona como “instrumentos
estructurados y estructurantes de comunicación y conocimiento” que producen
el “desconocimiento” de las relaciones de dominación sobre la cual descansa su
propio poder simbólico.
En cualquier sociedad con clases existen “arbitrarios
culturales” relacionados con tal configuración y los conflictos sociales tienen
como objetivo principal la apropiación del poder simbólico, es decir, la
capacidad de definir simbólicamente a la realidad social. Pero esto último es
posible sólo a condición de una autonomía relativa del sistema simbólico, con
su propia estructura y lógica interna. En la sociedad capitalista, dichos
sistemas, es decir, las diferentes formas de capital cultural están
relacionados jerárquicamente, de manera paralela pero no homóloga, a la
jerarquía del capital económico. Los capitales culturales son producidos,
distribuidos y consumidos a través de relaciones sociales relativamente
autónomas de aquellas que producen otras formas de capital, como el económico.
Si bien esto no implica independencia total de la estructura de clases, lo
cierto es que existe una división del trabajo entre los que poseen capital
político y económico o cultural. Si el capital económico asegura la dominación,
esto no implica el control de los circuitos de producción y distribución del
capital cultural. La teoría distingue, entonces, al menos dos fracciones de las
clases dominantes: aquellas que poseen el capital económico y las que poseen el
lingüístico y cultural. Son dos distribuciones diferentes, es decir, quienes
cuentan con más capital económico no son quienes necesariamente tienen más
capital cultural.
Por otro lado, el sistema educativo tiene e impone su propio
arbitrario cultual, que es compatible y concordante, con el de las clases
dominantes -simbólicamente dominante-, o sea, se lo puede considerar como una
de sus variantes. Así, la educación consiste en imponer arbitrarios culturales
de las clases culturalmente dominantes sobre los niños que vienen de otras
culturas (violencia simbólica). De esta forma, sólo a un conjunto de códigos y
comportamientos conexos se los reconocerá como legítimos, se los universalizará
como válidos para el conjunto de la sociedad. Dado la convergencia entre el
arbitrario cultural de la educación y el de las clases dominantes, éstas
determinarán cuáles son los límites de la educación legítima, no a través de
una conspiración o voluntad concertada sino, más bien, por la dominación
cultural que la propia imposición del sistema educativo posibilita.
Asimismo, el modo de inculcación y los criterios de
evaluación empleados por el sistema son más cercanos al tipo de interacción
observado en las familias de las clases dominantes que las propias de las
dominadas. Así pues, la aparente neutralidad de la cultura escolar oculta,
enmascara su propia contribución a la reproducción y legitimación de las
desiguales relaciones entre las clases sociales, haciendo que para todos y cada
uno, la cultura de la clase dominante se muestre superior al resto. La
consecuencia es que los alumnos provenientes de las clases dominantes estarán
aventajados en la escuela porque ya han incorporado ciertas relaciones con el
lenguaje y la cultura que les ayudarán a encontrar las actividades educativas
más inteligibles y familiares, es decir, traen a la escuela todo lo que ella
requiere y, por lo tanto, su éxito dentro de ella será más probable. En cambio,
los niños de las clases dominadas sufren la “violencia simbólica”, dado que se
les impone la cultura dominante y, por lo tanto, estarán más cerca del fracaso
que del éxito escolar.
Extraído de:
Desigualdades en el logro académico y reproducción cultural
en Argentina.
Un modelo de tres niveles
RUBÉN CERVINI
Revista Mexicana de Investigación Educativa septiembre-diciembre
2002, vol. 7, núm. 16 pp. 445-500
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