Los
términos de la Economía de mercado han invadido numerosos ámbitos, y entre
ellos el de la Educación ¿Se trata de un hecho inocente? ¿Qué dificultades
genera?
El
ámbito de la educación tampoco escapa a la contaminación general del lenguaje.
La realidad se desvirtúa en términos más sutiles, menos brutales, que en la
esfera de la guerra. Así, la diferencia entre el derecho básico a la educación
y su mercantilización se diluye a través de la fórmula “acceso a la educación”.
El lenguaje de los derechos se utiliza para hablar de inversiones y acuerdos
comerciales. Es como si se hablara del derecho de acceso a la vida.
El
cambio lingüístico en el ámbito de la educación corre paralelo al efectuado en
los años 90 en otros campos de la actividad humana. Así, los problemas
agrícolas y alimentarios se convirtieron en “desarrollo agrícola”, la deuda
mundial, en “finanzas del desarrollo global”. Por otro lado, la violación del
derecho público a estar informado sobre las asignaciones presupuestarias
facilita que se priorice el gasto militar en detrimento del civil.
K.
Tomasevski ha estudiado este fenómeno del cambio lingüístico en la política
educativa en su libro El asalto a la educación: cómo los términos de la
economía de mercado se han impuesto en los servicios públicos, cómo han
impregnado el principio de educación general y gratuita, tan arraigado en
Europa.
La
educación ha pasado del derecho público al privado. De este modo, un bien
público como la educación se convierte en mercancía negociable, en objeto de
compraventa. En los años 80, la educación pasó de servicio público gratuito a
formar parte del sistema de “costes compartidos”. En los años 90 se incluyó en
el derecho mercantil. El resultado de la mercantilización ha llevado a que los
centros privados operen como empresas comerciales y hasta se coticen en la
bolsa.
La
oferta de MBA (Maestría en Administración de Negocios), y de cualquier tipo que
imaginarse pueda, se ha convertido en una verdadera industria. No queda ya
institución pública ni privada que no pugne por el negocio. Por Internet
circulan ofertas de diplomas digitales y títulos universitarios, incluido el de
doctor, que no requieren siquiera certificados de selectividad ni de haber
terminado la enseñanza secundaria. Tan sólo hay que pagar el importe
correspondiente y se recibe el título deseado. A estos niveles de degradación
ha llegado la mercantilización de la enseñanza.
Es
cierto que la difusión de las tecnologías de la información y la comunicación,
y muy en particular Internet, facilita la propagación de las informaciones y
eleva el nivel de conocimientos de quienes pueden acceder a ellas. De ahí que
la euforia de los tecnófilos los haya llevado a calificar la sociedad actual
como “sociedad del conocimiento”. La
ingeniosidad comercial yanqui, la american ingenuity, se ha puesto
inmediatamente manos a la obra para hacerla realidad. He aquí cómo entiende la
formación universitaria este anuncio distribuido por Internet.
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No
es sino lógico que donde, como en los Estados Unidos de América, la educación
primaria gratuita no se reconoce como un derecho humano, como un bien público,
sino como mercancía, la privatización de la enseñanza se lleve a estos
extremos. Aquí termina el abandono de la concepción de la educación como
servicio público, concepto tan arraigado en Europa y que tan dispuestos se
encuentran nuestros políticos a abandonar. ¿A esto quieren llevarnos los
defensores de la escuela y de las universidades privadas con su campaña
denigratoria de la enseñanza pública? Todo apunta en este sentido, por mucho
que digan los con capa y los sin ella.
En
España, esta tendencia encuentra el campo abonado con la tradición de los
colegios privados, casi todos regidos por órdenes religiosas. La privatización
ha disparado la proliferación de instituciones y universidades privadas.
Los
costes de la educación, antes en los presupuestos públicos, se trasladan así a
los estudiantes y sus familias. Y como los costes aumentan y cada vez resulta
más difícil hacer frente a ellos, hay que recurrir a los préstamos. Las
instituciones bancarias han encontrado aquí una nueva fuente de ingresos.
El
lenguaje comercial oculta que la educación es un derecho humano fundamental.
Camufla la precariedad laboral y la angustia por encontrar un trabajo digno con
el señuelo de los diplomas y títulos ofertados por esta industria del
autoengaño.
La
privatización afecta los contenidos. La enseñanza de la historia, e incluso de
la ciencia, puede verse muy afectada. La visión que se dé de nuestra guerra
civil o de la democracia, por ejemplo, puede discrepar muchísimo en función de
que se imparta en los colegios religiosos privados o en los públicos laicos.
Son los dueños de las instituciones privadas quienes fijan las materias y los
libros de texto.
En
los EEUU son también numerosos los estados que prohíben doctrinas científicas,
como la teoría de la evolución, e imponen el creacionismo literal de la Biblia.
Los tribunales estadounidenses se han visto obligados a intervenir en numerosos
juicios para decidir si los niños reciben una enseñanza acorde con los
conocimientos científicos o con la letra de la Biblia.
Como
se sabe, no existe ninguna enseñanza que no esté determinada por la economía.
La manera en que un pueblo satisface sus necesidades vitales marca su poesía,
su música, sus casas, sus ciudades, su vida cotidiana. Sin embargo, nada se
aprende en la escuela acerca de cómo funciona la economía. La materia más
vinculada a nuestros intereses permanece oculta. Y la ignorancia de los
maestros en cuestiones económicas suele ser tan grande como la de sus alumnos.
Las escuelas que frecuentaron nuestros padres y nuestro abuelos, igual que las
de nuestros hijos, no les enseñaron a preguntar en todos los acontecimientos de
vital importancia para ellos: ¿quién se beneficia? Lo único que les enseñó todo
el sistema educativo fue a obedecer, a ser sumisos y esperar mejor suerte en la
otra vida, a ser carne de matadero con ciertas habilidades. Y la producción de
ganado no es ningún logro cultural, aunque recite poesías. En una encuesta se
le pedía a la gente su opinión de la fidelidad. El resultado fue que cuanto
mayores eran los ingresos, tanto menor era la consideración de la fidelidad, y
viceversa.
Quien
pida una respuesta a la pregunta de por qué se enseña una materia y no otra
tiene que averiguar antes quién determina lo que se enseña. A este conocimiento
se puede llegar por inferencias. Las informaciones con las que se elabora lo
que vamos a ser en la vida son seleccionadas por personas cuya ocupación más
importante estriba en producir mercancías y en obtener una ganancia con su
venta.
La
realización de intenciones ajenas es inevitable cuando se nos excluye de la
elaboración de los planes de estudio. Por eso hay que modificarlos de manera
que en las escuelas no se puedan formar esclavos. Si no nos defendemos contra
el plan de estudios de las escuelas, los medios de comunicación y los programas
de la TV, nuestros pensamientos seguirán siendo los de nuestros enemigos. La
mayoría de la gente cree que sus pensamientos provienen del interior de sus
cabezas. No saben que el camino de las ideas discurre de afuera hacia adentro.
El
espíritu de la competitividad, dominante en la economía, se ha transferido a la
educación. La cooperación, la solidaridad y la emulación se sustituyen por la
ley del más fuerte, más listo, más rico...
Pero
la solidaridad, aunque la derecha se haya apropiado de este término tradicional
de la izquierda, no tiene cabida en este sistema. Entendida como respeto y
ayuda al prójimo, permanece ajena a él desde la misma infancia. El verticalismo
de las clases, de arriba y abajo, dentro y fuera, claro y oscuro, etc., impera
también en la organización escolar. El principio de competitividad se aplica en
la enseñanza con la misma dureza que en la economía. Triunfan los que consiguen
las mejores notas. Quienes, por cualesquiera razones, son segregados reciben un
“tratamiento especial”, expresión prohibida por el mismo Himmler en 1943.
Entre
este grupo de estigmatizados, se cuentan cada vez más los niños de los
inmigrantes con problemas de lengua y de aprendizaje. En vez de llevar la
escuela pública a un nivel que permita integrarlos, se financia y fomenta el
negocio de los colegios privados, donde los padres prefieren llevar a sus
retoños con el argumento de que los niños inmigrantes rebajan el nivel y
perjudican la competitividad futura de sus hijos.
Sin
embargo, es bien sabida la importancia que tienen los compañeros de escuela en
el desarrollo de la vida subjetiva. Desde el punto de vista de la solidaridad,
este sistema escolar agudiza las diferencias sociales. Sí, el ascenso a la
cumbre requiere una especialización temprana. Pero, ¿cómo va a tomar
responsabilidad política una persona que no ha aprendido en las escuelas a
aceptar a otros, más débiles, y sólo se siente obligado para con su esquema de
ascenso? se pregunta Pross. Los niños y jóvenes de la actual sociedad
neoliberal, instruidos y adiestrados en las fechas y las cifras, están muy
lejos de experimentar la solidaridad, edificada sobre la comunidad de
intereses.
Es
en las discusiones, en la dicción y contradicción, donde se puede descubrir que
otros también piensan como yo y que también tienen los mismos intereses. En la
sociedad actual, donde el personal está instruido en la competitividad, en el
verticalismo, las instituciones educativas pasan de la solidaridad porque
producen siempre nuevos conflictos entre grupos. Las manifestaciones de
solidaridad se reducen a meras expresiones verbales.
La
solidaridad no es una relación vertical, sino siempre horizontal. Si los niños
no aprenden lo que se oculta realmente tras el lenguaje metafísico, ¿cómo van a
entender que una palabra puede herir, que una mirada puede llevar a la
desgracia? ¿Cómo van a comprender lo que se tiene en común con los demás si no
se experimenta?
De
ahí que si se quiere educar en la solidaridad, hay que enseñar la coexistencia
real, no la superposición y sumisión abstractas. La enseñanza de la solidaridad
parte de la coexistencia, de la horizontalidad, y no de la verticalidad de los
valores. El primer principio de esta educación para la solidaridad sería
reconocer la verdad de que cada persona ve las cosas de distinta manera. El
segundo implicaría el llamado a lo común que subyace en esta diferencia.
Reducir la desigualdad significa, pues, desmontar la violencia simbólica que ejerce
sobre nosotros.
Extraído
de
La
Intoxicación Lingüística
El
uso perverso de la lengua
Vicente
Romano
Colección
TILDE
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