En tiempos de pandemia, la desinformación como (otro) virus
fatal
¿Cómo se cocinan las fake news?
Las noticias falsas
tienen una fisonomía concreta e incorporan datos para confundir al público. ¿En
dónde radican las claves de la viralización? ¿Por qué algunos engaños se
propagan más que otros? Leonardo Murolo entrega pistas para mantenerse bien
despiertos.
Leonardo Murolo es
doctor en Comunicación por la Universidad Nacional de La Plata y director de la
Licenciatura en Comunicación Social de la Universidad Nacional de Quilmes. En
2019 escribió el artículo “La posverdad es mentira. Un aporte conceptual sobre fake
news y periodismo” en el que revela cómo algunos periodistas “productores de
trampas” cocinan las mentiras en los medios, engaños que luego se amplifican y
desperdigan a partir de las redes sociales. Las noticias falsas y las prácticas
de desinformación no representan ninguna novedad sino que, por el contrario,
acompañaron el origen y la consolidación del trabajo periodístico, primero de
la prensa gráfica en el siglo XIX y luego de la radio y la TV en el XX. Si bien
muchos periodistas, detalla, ya vendían “pescado podrido” desde hace cientos de
años; el signo distintivo de esta era radica en la capacidad disponible para
viralizar contenidos “En el siglo XXI, a los mass media se sumaron los social
media, es decir, las redes sociales. Existe una abundancia de información que
cuesta más diferenciar por las características propias de las noticias falsas”,
señala Murolo.
Además, no todo el
pescado podrido huele de la misma forma. Existe, a grandes rasgos, una
diferencia entre las noticias falsas y la desinformación. Desde la perspectiva
del especialista, por un lado, las fake news corresponden a contenidos “falsos
de toda falsedad” que, potencialmente, pueden circular por redes sociales o
mensajería instantánea –desde audios de WhatsApp hasta un tweet que toma
notoriedad y se comparte entre miles–. A diferencia de una mera equivocación en
el quehacer periodístico, se caracteriza por una intencionalidad manifiesta que
puede radicar en la defensa subyacente de determinados intereses políticos en
detrimento de otros. Esto es: la información falsa se siembra a conciencia. La
desinformación, por otra parte, refiere más una responsabilidad de los medios
como instituciones de referencia y de socialización modernas. “En algunas notas
aparecen datos que no fueron comprobados ni son comprobables. Se camuflan con
la información en titulares que afirman algo que luego el propio cuerpo de la
nota desmiente, o bien, con titulares que utilizan verbos en potencial para
generar una información con la que no se cuenta todavía”, explica. “Serían
sospechosos”; “Trabajarían para el gobierno”; “Habrían fugado miles de
dólares”; “La estrategia China representaría la cura definitiva para el nuevo
virus”. Verbos en potencia que anticipan acciones que no son y que quizás nunca
serán.
En conjunto, las fake
news y las prácticas de desinformación se despliegan en un escenario de
posverdad, que se constituye a partir de un conjunto de imaginarios y en el que
los engaños tienen efectividad y pueden propagarse de manera exponencial. “Se
sofisticaron las formas mediante las cuales nos llegan las noticias falsas o la
desinformación mezclada con información. Está de moda este asunto del
periodismo de datos, algo que debemos mirar con muchos ojos al mismo tiempo
porque la aparición de datos no asegura nada, deberíamos saber de dónde
provienen. Y, una vez que chequeemos ello, ver si efectivamente confiamos en la
fuente”, apunta. A veces con apariciones bizarras, aunque la mayoría con
escenografías bien asentadas, las noticias falsas son presentadas al público
con el envoltorio de los géneros periodísticos.
La fisonomía de las fake news
“Existe una
estructura y una fisonomía de las noticias falsas. En primera instancia, se
sostienen en base a los géneros discursivos del periodismo. Tienen la forma de
la nota periodística, del informe o la crónica, por ello, cuando las leemos
entran más fácil en nuestro consumo de información. En segunda instancia, (en
sus contenidos) acuden a aspectos emocionales, a la ‘sentimentalización de la
comunicación’ que apunta a determinadas ideas, sentimientos y emociones que
tienen las audiencias sobre algún tema”, plantea Murolo. Así es como, en
efecto, se asemejan a las noticias convencionales e interpelan a los públicos a
partir del componente emotivo más que al racional. Las fake news actúan sobre
sentidos y razones ideológicas ya cimentadas previamente en el barro que
configura al sentido común de la población.
Refuerzan prejuicios
y activan miedos ancestrales reciclados que vuelven más agresiva la chance de
la viralización; proceso que se explica por los algoritmos pero también por
variables sociales. “El odio y la indignación, por ejemplo, son mechas muy
fáciles de encender. Uno quiere salir a contar; es como spoilear, cuando ves
una serie y querés contársela a todos. Cuando te indignás también querés
compartirlo con otros. En la presencialidad lo hacés con dos o tres personas,
pero en las redes se traduce en el retweet que, potencialmente, puede llegar a
500 o miles de personas”, describe. Los algoritmos no tamizan la veracidad de
los contenidos y, por lo tanto, se alimenta el esquema: “porque todo el mundo
lo vio, también lo deberías ver”.
Ello se combina,
algunas veces de manera explosiva, con el modo de consumir información que los
humanos desarrollan hoy en día. Una manera fragmentada, veloz y ubicua que se
condensa en la práctica del “escroleo”. Desde este punto de vista, lo destaca Murolo:
“Actualmente nos informamos mucho más por titulares que por notas completas.
Leemos los zócalos de los noticieros que emiten información las 24 horas. En el
bar, en el gimnasio, están en mute y no sabemos si la propia persona que está
siendo entrevistada está diciendo lo que figura o no, frases que aparecen en
letras catástrofe. Esa dinámica para embarrar la cancha se utiliza mucho desde
el periodismo profesional”.
Bajo esta premisa se
requiere de un ejercicio ciudadano de otras características. El derecho a
informarse de manera adecuada no se condice con la pobre –o nula– formación en
consumo mediático de los adolescentes en edad de secundario. “Pienso que en los
colegios debería haber una mayor formación en medios porque, en definitiva,
participan con nosotros de la textura general de la experiencia. Con los
medios, al igual que sucede con las demás instituciones (la escuela, el
trabajo, la familia, el mercado) tomamos decisiones sobre qué compramos, a
quién votamos y qué consumos culturales realizamos. La comunicación es un
problema que deberíamos ver desde la educación”, asume Murolo.
La desinformación, ese virus fatal
Entre otros grandes
relatos, Gabriel García Márquez ha escrito el cuento corto “Algo muy grave va a
suceder en este pueblo”. Allí –con el perdón de la síntesis– el Nobel
colombiano narra la historia de una madre que comunica un mal presentimiento a
sus hijos sobre el futuro del lugar. La mala noticia circula entre todos los
habitantes y esa intuición primitiva, en poco tiempo, deviene en una alarma
real: las personas queman sus casas y las abandonan. El pánico, así, brota de
un teléfono descompuesto. Un comportamiento similar sucede, algunas veces, con
la información que se comparte acerca de lo desconocido, hoy el coronavirus. De
boca en boca, los datos –en general poco precisos– se transmiten entre la
ciudadanía y, casi sin advertirlo, el resultado discursivo es tan desastroso
que todo forma parte de una gran bola imposible de manejar. Las redes sociales
se llevan una gran parte de la torta en el reparto de responsabilidades. Además
del Covid-19 está el virus de la desinformación que viaja de manera veloz a
través de las insondables rutas de internet y en menos de un suspiro alcanza la
razón y –lo que es peor– las emociones de los humanos.
Las noticias falsas y
la desinformación actúan sobre la base del miedo. En “Los miedos contemporáneos:
sus laberintos, sus monstruos y sus conjuros” (2006), la investigadora mexicana
Rossana Reguillo afirma que el temor se experimenta individualmente, se
construye socialmente y se comparte culturalmente. Y que, lo que aún significa
más, los medios son los encargados de distribuir las esporas del miedo para que
llegue de manera eficaz a las poblaciones. Con la pandemia, las noticias que
infunden alarma y horror parten de la negación ideológica de la evidencia
científica. “Ante la multiplicación de la información en los últimos años
tenemos una enorme responsabilidad como ciudadanos. El pánico protagoniza el
estado de excepcionalidad que nos toca vivir, que no tiene antecedentes para
nuestra generación. Nos paraliza y quizás no sabemos qué hacer con la información
que nos llega”, narra. Y, continúa con su razonamiento: “Lo que en primera
instancia podríamos hacer es desconfiar, un acto saludable en momentos como
este.
Debemos rastrear el
origen de la información, ver qué fuentes se citan, chequear si efectivamente
existen los medios en los que la leemos. No debemos compartir algo que no nos
conste su veracidad”.
El Gobierno, a través
de su sitio oficial (https://www.argentina.gob.ar ), comparte
la definición de infodemia. El concepto, originalmente difundido por la
Organización Mundial de la Salud, remite a “una práctica que consiste en
difundir noticias falsas sobre la pandemia y aumentar el pánico en las
sociedades”. Ante este diagnóstico, en el portal se proponen algunos consejos
para combatir la circulación de las fake news:
1) no creas todo lo
que circula en redes sociales, chequeá la información (¿Tiene sustento? ¿Es
verificable?);
2) no compartas
cadenas ni audios si no conocés la fuente original o llegan a grupos que
compartís con mucha gente;
3) si lo que recibís
apela al miedo o busca generar pánico, desconfía. Se usan esos recursos para
aumentar el impacto;
4) elegí y confiá
solo en las fuentes oficiales para mantenerte informado;
5) las fuentes más
confiables son la OMS, el Ministerio de Salud de la Nación y la web
Argentina.gob.ar. Hoy, más que nunca, informarse bien es saludable.
Por Pablo
Esteban
Fuente
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