sábado, 14 de marzo de 2009

TRABAJAR POR CONSTRUIR CAPITAL SOCIAL

La teoría del «capital social» empleada en los últimos veinte años en Ciencias Sociales y surgida en el ámbito de la sociología de la educación (Coleman, Bourdieu), proporciona un marco relevante para explicar las causas y ventajas de la participación asociativa y ciudadana, así como sugerencias para establecer programas de desarrollo comunitario.

En este sentido, el concepto de «capital social», en su versión comunitaria, provee de un marco útil para pensar tanto el aislamiento interno y externo de las escuelas como para renovar el tejido social de las mismas, dentro de una movilización de la sociedad civil por una mejora de educación para todos (Warren, 2005).

Además del capital económico y del capital humano (habilidades o recursos con que cuenta una persona), el «capital social», son los recursos con que cuenta una persona, grupo o comunidad, fruto de la confianza entre los miembros y de la formación de redes de apoyo mutuo y que, como los otros capitales, es –a su nivel– productivo por los efectos beneficiosos para que la comunidad y sus miembros puedan conseguir determinados fines. Este capital es producto de la interacción en la comunidad, no pudiendo ser producido por un individuo ni tampoco su uso está restringido individualmente. Unos autores (Coleman, 2001, Bourdieu, 2001) subrayan una dimensión estructural (como un aspecto de determinadas estructuras sociales, más que de los individuos), mientras que otros (Putnam, 2002) destacan la dimensión cultural o de actitud, como la confianza entre la gente o la virtud cívica.

Bourdieu (2001b, p. 84) ha definido el capital social como el conjunto de recursos actuales o potenciales vinculados a la posesión de una red duradera de relaciones más o menos institucionalizadas de reconocimiento mutuo, como consecuencia de la pertenencia a un grupo, unidos por vínculos permanentes y útiles. Con esta forma de capital nos referimos, pues, al conjunto de recursos disponibles por los individuos como consecuencia de su participación en redes sociales, que promueven la confianza y cooperación entre la gente. Importan, pues, «aquellos aspectos de la organización social, tales como confianza, normas y redes que pueden mejorar la eficiencia de una sociedad a través de las acciones coordinadas», según la formulación de Putnam et al. (1994, p. 212). Además de la confianza, expresada en normas de reciprocidad, las redes comunitarias de intercambio social son origen y expresión del desarrollo del capital social, al tiempo que un medio para el compromiso cívico, donde los ciudadanos aprenden a colaborar y a actuar democráticamente.

Coleman (1987) demostró, en el caso americano, cómo el alumnado de las escuelas privadas tenía niveles de logro notablemente más altos, en la mayoría de las materias, que el alumnado de las escuelas estatales. Llegó a la conclusión de que esta diferencia en las escuelas religiosas no era resultado de unas mayores demandas curriculares o de cualquier otro aspecto perteneciente al interior de la escuela, sino a la diferente relación que se establecía entre la escuela y las familias. El éxito (menos abandono, mejores resultados) se debía a la estructura social del entorno de la escuela, donde había un mayor capital social por la red de relaciones sociales. Las escuelas religiosas estaban vinculadas por un sistema de creencias y valores compartidos sobre la naturaleza y el papel de la educación, inexistente en las escuelas públicas. Por el contrario, éstas tendían a ser más plurales y carecían, por tanto, de esa unificación en torno a los valores centrales, propio de las escuelas católicas. De tal manera que dos alumnos con el mismo background, podrían diferir en función de la influencia de estas relaciones, redes o vínculos, elementos constituyentes del capital social y, por consiguiente, en la obtención de logro educativo.

La densidad de vinculaciones sociales existentes en una escuela tiene un efecto marcado sobre los buenos rendimientos de los estudiantes, porque: allí donde existe un elevado compromiso cívico con los asuntos comunitarios en general, los profesores hablan de la existencia de unos niveles superiores de apoyo de los padres y de menos actos de mala conducta entre los estudiantes. [Por tanto] la correlación entre la infraestructura comunitaria, por un lado, y el compromiso de estudiantes y padres con las escuelas, por otro, es fundamental, (Putnam, 2005, p. 405)

Así, trabajar de modo conjunto, dentro de la escuela y con las familias y otros actores de la comunidad, facilita que la escuela pueda mejorar la educación de los alumnos, al tiempo que se promocione un reconocimiento mutuo entre familias y profesorado.

Como dicen los teóricos del capital social, si no hay redes de participación, las posibilidades de la acción colectiva son escasas. La teoría del capital social proporciona, de este modo, un marco para que las diversas instituciones en una comunidad puedan colaborar unas con otras para el desarrollo de los alumnos. Los centros educativos pueden ser, al tiempo, agentes de creación de dicho capital, mediante el desarrollo de unas relaciones comunitarias, y beneficiarios del establecimiento de dicha comunidad (Driscoll y Kerchner, 1999). El capital social se desarrolla a través de la confianza, en la familia y en la educación, por medio de redes comunitarias que comparten y refuerzan valores comunes. Como dice Redding (2000, cap.10), apoyándose en las investigaciones de Coleman, «cuando las familias de los niños de un centro escolar se relacionan entre sí, el capital social se incrementa; los niños son atendidos por un número mayor de adultos que están pendientes de ellos; y los padres comparten pautas, normas y experiencias de educación».

Invertir en crear capital social comunitario es, pues, el compromiso de un colectivo de personas que desean generar procesos de relación y cooperación. Este capital social comunitario tiene –entre otras– estas características:
• creación de altos niveles confianza recíproca entre los miembros de un grupo, en nuestro caso entre escuela y familias;
• consenso en un conjunto de normas compartidas;
• movilización y gestión de recursos comunitarios y;
• generación de ámbitos y estructuras de trabajo en equipo, en una cooperación coordinada.

A su vez, el capital social puede tener diversas formas: unas obligaciones y expectativas recíprocas de ayuda entre los miembros de un grupo social; un potencial para la información que es inherente a las relaciones sociales; y un conjunto de normas y sanciones sobre los comportamientos de los miembros del grupo, derivadas de la relación de confianza.

Dado el reducido «capital social» comunitario que, en general, suelen tener los centros escolares, en un contexto de creciente necesidad de cooperación, trabajar por incrementar dicho capital social se convierte en un objetivo de primer orden.

Por razones históricas, partimos en España de un bajo nivel de confianza social e interpersonal (Torcal y Montero, 2000), como expresa el bajo nivel de tejido asociativo. Ello explica, como reflejo, también el bajo nivel de participación real en las asociaciones de padres de alumnos, la escasa participación en la elección de los Consejos Escolares y, como consecuencia, el funcionamiento, más bien formal o burocrático, de éstos (Torres Sánchez, 2004). Debilitados los vínculos de los centros educativos con sus respectivas comunidades, se debe apostar –en palabras de Putnam (2002, p. 544)– por retejer la tela de las respectivas comunidades, restableciendo las redes entre escuelas, familias e instituciones municipales.

La acción educativa, de este modo, mejorará al tender puentes entre los diversos agentes e instituciones de su zona, contribuyendo a incrementar el volumen y reservas de capital social en sus respectivos contextos. Establecer confianza entre familias, centros y ciudadanos en general, promover el intercambio de información y consolidar dichos lazos en redes sociales, son formas de incrementar el tejido social y la sociedad civil. Conseguir una mejora de la educación para todos, en los tiempos actuales, es imposible si no se movilizan las capacidades sociales de la escuela. Como concluye Putnam en su libro (1994): «construir capital social no es fácil, pero es la llave para hacer funcionar la democracia».

¿Qué se puede hacer para crear capital social? De acuerdo con Coleman tres factores pueden tener un impacto positivo en su creación: grado de cierre en las relaciones entre distintos tipos de actores en una misma organización; la estabilidad es un factor crítico; y identidad entre los miembros. En lugar de un poder jerárquico se requiere un «poder relacional», como capacidad para llevar a la gente a hacer cosas colectivamente mediante unas relaciones de confianza y cooperación.

Para Putnam, las «redes densas de interacción social» que impulsen la reciprocidad generalizada y el compromiso cívico o comunitario, incrementan la confianza mutua, además de implicar compromisos y obligaciones solidarias. Las redes son importantes para el capital social porque generan normas que favorecen la cooperación y reciprocidad. Por lo demás, además de un bien público mantienen una estrecha relación con lo que llamamos virtudes cívicas. Como mantiene Putnam (2002): El capital social está estrechamente relacionado con lo que algunos han llamado «virtud cívica». La diferencia reside en que el capital social atiende al hecho de que la virtud cívica posee su mayor fuerza cuando está enmarcada en una red densa de relaciones sociales recíprocas. Una sociedad compuesta por muchos individuos virtuosos pero aislados no es necesariamente rica en capital social (p. 14).

La relación entre capital social y compromiso cívico está mediada, entonces, de forma muy importante por el carácter denso de las redes sociales o las asociaciones. Este capital social se ve potenciado cuando hay flujo de la información y contacto entre los miembros relevantes en la organización, lo que refuerza la identidad y el reconocimiento. Al respecto, en lugar de pretender establecer redes «verticales», basadas en relaciones asimétricas de jerarquía y dependencia entre centros escolares y familias, que provocan escasa participación, las redes «horizontales» agrupan en un plano de igualdad, por lo que promueven más fácilmente la confianza y la cooperación en beneficio mutuo.

Por eso, más allá de la mera representación en órganos formales, para hacer que la democracia funcione, se precisa crear una comunidad cívica entre familias y centros escolares. Mejor aún, estos últimos funcionan si tienen como contexto ecológico dicha comunidad. A su vez, el capital social es un recurso acumulable que crece en la medida en que se hace uso de él. Dicho a la inversa, el capital social se devalúa si no es renovado. Una comunidad cívica, con fuertes dosis de capital social, está caracterizada por: compromiso cívico, que se traduce en la participación de la gente en los asuntos públicos; relaciones de igualdad, es decir, relaciones horizontales de reciprocidad y cooperación, que dotan de un poder relacional en lugar de jerárquico; Solidaridad, confianza y tolerancia entre los ciudadanos, lo que posibilita trabajar por objetivos comunes y apoyarse mutuamente; y asociacionismo civil, que contribuye a la efectividad y estabilidad del gobierno democrático.

En fin, todo induce a pensar que construir la capacidad para desarrollar una implicación de las familias con los centros y que éstos incrementen su capital social requiere alterar la estructura tradicional de las escuelas. Así, el aislamiento de los colegas, las limitaciones de tiempo, estructuras fragmentadas o aisladas para coordinar actividades o intercambiar aprendizajes, y la falta de conexión entre escuela y comunidad, limitan gravemente el desarrollo de una comunidad. La participación no puede oponerse a la efectividad, además de ser un mecanismo de legitimidad basado en los principios democráticos, se justifica por ser un dispositivo para incrementar dicha efectividad, como pone de manifiesto el capital social.

Si la participación de padres y profesores promueve una profundización de la democracia escolar, también es preciso resaltar que se requiere pasar de una concepción de la democracia meramente representativa a una democracia deliberativa.

Pero ello también supone, más ampliamente, la reconstrucción del espacio público para la participación ciudadana en la deliberación sobre los asuntos que le conciernen (Gutmann y Thompson, 1996). Cuando en lugar de una ciudadanía activa se promueven la existencia de unos «clientes» que exigen mejores servicios educativos para sus hijos, el modelo participativo entra en una grave crisis. Su revitalización pasa, entonces, por crear formas de participación auténtica que, en la formulación de Anderson (2002), «debe ser resultado tanto del fortalecimiento de los hábitos de participación en formas de democracia directa como del logro de mejores resultados de aprendizaje y justicia social para todos los participantes» (p. 154).



Extraído de:
Familia y escuela: dos mundos llamados a trabajar en común
Antonio Bolívar
Universidad de Granada
Re339.pdf http://www.revistaeducacion.mec.es/

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