martes, 6 de diciembre de 2011

Enseñar exige alegría y esperanza

¿El futuro es inexorable? ¿Existe una historia? ¿Un porvenir? Si somos actores de un presente ¿Debemos tener esperanza? ¿A quién favorece el fatalismo? Las respuestas las da Paulo Freire.



Mi involucramiento con la práctica educativa, sabidamente política, moral, gnoseológica, nunca dejó de realizarse con alegría, lo que no quiere decir que haya podido fomentarla siempre en los educandos. Pero, en cuanto clima o atmósfera del espacio pedagógico, nunca dejé de estar preocupado por ella.

Hay una relación entre la alegría necesaria para la actividad educativa y la esperanza. La esperanza de que profesor y alumnos podemos juntos aprender, enseñar, inquietarnos, producir y juntos igualmente resistir a los obstáculos que se oponen a nuestra alegría. En verdad, desde el punto de vista de la naturaleza humana, la esperanza no es algo que se yuxtaponga a ella. La esperanza forma parte de la naturaleza humana. Sería una contradicción si, primero, inacabado y consciente del inacabamiento, el ser humano no se sumara o estuviera predispuesto a participar en un movimiento de búsqueda constante y, segundo, que se buscara sin esperanza. La desesperanza es la negación de la esperanza. La esperanza es una especie de ímpetu natural posible y necesario, la desesperanza es el aborto de este ímpetu. La esperanza es un condimento indispensable de la experiencia histórica. Sin ella no habría Historia, sino puro determinismo. Sólo hay Historia donde hay tiempo problematizado y no pre-dado. La inexorabilidad del futuro es la negación de la Historia.

Es necesario que quede claro que la desesperanza no es una manera natural de estar siendo del ser humano, sino la distorsión de la esperanza. Yo no soy primero un ser de la desesperanza para ser convertido o no por la esperanza. Yo soy, por el contrario, un ser de la esperanza que, por "x" razones, se volvió desesperanzado. De allí que una de nuestras peleas como seres humanos deba dirigirse a disminuir las razones objetivas de la desesperanza que nos inmoviliza.

Por todo eso me parece una enorme contradicción que una persona progresista, que no le teme a la novedad, que se siente mal con las injusticias, que se ofende con las discriminaciones, que se bate por la decencia, que lucha contra la impunidad, que rechaza el fatalismo cínico e inmovilizante, no esté críticamente esperanzada.

La desproblematización del futuro por una comprensión mecanicista de la Historia, de derecha o de izquierda, lleva necesariamente a la muerte o a la negación autoritaria del sueño, de la utopía, de la esperanza. Es que, en el entendimiento mecanicista y por lo tanto determinista de la Historia, el futuro ya es conocido. La lucha por un futuro así a priori conocido prescinde de la esperanza.

La desproblematización del futuro, no importa en nombre de qué, es una ruptura violenta con la naturaleza humana social e históricamente en proceso de constitución. Recientemente, en Olinda, en una mañana como sólo los trópicos conocen, entre lluviosa y llena de sol, tuve una conversación, que llamaría ejemplar, con un joven educador popular que a cada instante, a cada palabra, a cada reflexión, reflejaba la coherencia con que vive su opción democrática y popular. Caminábamos, Danilson Pinto y yo, con el alma abierta al mundo, curiosos, receptivos, por las sendas de una favela donde temprano se aprende que sólo a costa de mucha testarudez se consigue tejer la vida con su casi ausencia -negación-, con carencia, con amenazas, con desesperación, con ofensa y dolor. Mientras andábamos por las calles de ese mundo maltratado y ofendido yo me iba acordando de experiencias de mi juventud en otras favelas de Olinda o de Recife, de mis diálogos con favelados y faveladas de alma desgarrada. Tropezando en el dolor humano, nos preguntábamos acerca de un sinnúmero de problemas. ¿Qué hacer, en cuanto educadores, trabajando en un contexto como ése? ¿Hay realmente algo qué hacer? ¿Cómo hacer lo que hay que hacer? ¿Qué necesitamos saber nosotros, los llamados educadores, para hacer viables incluso nuestros primeros encuentros con mujeres, hombres y niños cuya humanidad es negada y traicionada, cuya existencia es aplastada? Nos detuvimos en medio de un camino estrecho que permitía la travesía de la favela por una parte menos maltratada del barrio popular. Abajo, veíamos un brazo de río contaminado, sin vida, cuya lama, y no agua, empapa los mocambos que están casi sumergidos en ella. "Más allá de los mocambos -me dijo Danilson- hay algo peor: un gran terreno donde se deposita la basura pública. Los habitantes de toda esa área «hurgan» en la basura algo que comer, algo que vestir, algo que los mantenga vivos."

Fue en ese horror donde hace dos años una familia encontró, entre la basura de un hospital, pedazos de un seno amputado con los que preparó su comida dominguera. La prensa dio a conocer el hecho que cito, horrorizado y lleno de justa rabia, en mi libro, À sombra desta mangueira. Es posible que la noticia haya provocado en los pragmáticos neoliberales su reacción habitual y fatalista siempre en favor de los poderosos. "Es triste, pero ¿qué se puede hacer? Ésta es la realidad." La realidad, sin embargo, no es inexorablemente ésta. Es ésta como podría ser otra y para que sea otra es que los progresistas necesitamos luchar. Yo me sentiría, más que triste, desolado y sin encontrarle sentido a mi presencia en el mundo, si fuertes e indestructibles razones me convencieran de que la existencia humana se da en el dominio de la determinación. Dominio en el que difícilmente se podría hablar de opciones, de decisión, de libertad, de ética. "¿Qué hacer? La realidad es así", sería el discurso universal. Discurso monótono, repetitivo, como la propia existencia humana. En una historia así determinada las posiciones rebeldes no tienen cómo volverse revolucionarias.

Tengo derecho de sentir rabia, de manifestarla, de tenerla como motivación para mi pelea tal como tengo el derecho de amar, de expresar mi amor al mundo, de tenerlo como motivación para mi pelea porque, histórico, vivo la Historia como tiempo de posibilidad y no de determinación. Si la realidad fuera así porque estuviera dicho que así debe ser no habría siquiera por qué sentir rabia. Mi derecho a la rabia presupone que, en la experiencia histórica de la cual participo, el mañana no es algo pre-dado, sino un desafío, un problema.

Mi rabia, mi justa ira, se funda en mi rebelión frente a la negación del derecho de "ser más" inscrito en la naturaleza de los seres humanos. Por eso no puedo cruzar los brazos fatalistamente ante la miseria, eximiéndome, de esa manera, de mi responsabilidad en el discurso cínico y "tibio" que habla de la imposibilidad de cambiar porque la realidad es así. El discurso de la adaptación o de su defensa, el discurso de la exaltación del silencio impuesto del que resulta la inmovilidad de los silenciados, el discurso del elogio de la adaptación considerada como hado o sino es un discurso negador de la humanización de cuya responsabilidad no podemos eximimos. La adaptación a situaciones negadoras de la humanización sólo puede ser admitida como consecuencia de la experiencia dominadora, o como ejercicio de resistencia, como táctica en la lucha política. Doy la impresión de que acepto hoy la condición de silenciado para mejor luchar, cuando me sea posible, contra la negación de mí mismo. Esta cuestión, la de la legitimidad de la rabia contra la docilidad fatalista de cara a la negación de las personas fue un tema que estuvo implícito en toda nuestra conversación aquella mañana.

Fuente
Pedagogía de la autonomía
Titulo original Pedagogia da autonomia
Autor: Paulo Freire

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