lunes, 3 de septiembre de 2012

Las posiciones sociales y las oportunidades en la justicia educativa

¿Qué significa “igualdad de posiciones sociales”? ¿E “igualdad de oportunidades? ¿Qué políticas educativas son necesarias para su logro? ¿Funciona la “igualdad de oportunidades”?



Dubet, avanzando tesis planteadas ya en otros trabajos anteriores, en su libro Repensar la justicia social propone poner fin al mito de la “igualdad de oportunidades” y criticarlo desde la “igualdad de posiciones” (a la que otros llaman igualdad “real”). En efecto, aplicada a la escuela, las concepciones de la justicia social se pueden reducir a dos: la igualdad de posiciones sociales dentro de los lugares que organizan la estructura social y la igualdad de oportunidades. Una y otra conllevan dos políticas sociales y educativas diferentes: la primera buscaría reducir las distancias entre las diversas posiciones sociales, propio de las políticas socialdemócratas europeas; la segunda, predominante en el ámbito anglosajón, manteniendo intacto el marco social, pretende permitir a cada cual alcanzar las mejores posiciones al término de una “competición justa”.


Las sociedades democráticas han sólido afirmar la igualdad fundamental de todos los individuos en la educación, compartida entre dos concepciones amplias de la justicia social: la primera es reducir las desigualdades entre las posiciones sociales, mientras que la segunda busca promover la igualdad de oportunidades mediante el acceso a todas las posiciones sociales. Las dos concepciones de justicia social tienen su lado atractivo: las personas tendrían razones para desear vivir en una sociedad que fuera relativamente igualitaria y relativamente meritocrática. Pero esto no nos exime de elegir nuestras prioridades. De hecho, en términos prácticos de políticas sociales y programas políticos, no es exactamente lo mismo optar prioritariamente los posiciones en los lugares que las oportunidades.


De acuerdo con la igualdad de oportunidades cada uno debe poder elegir su porvenir y acceder a los mejores puestos gracias a sus esfuerzos y a su exclusivo mérito. De este modo, las inequidades resultantes serán justas, puesto que todas las posiciones o lugares están abiertos a todos. A veces quedamos hipnotizados, máxime en estos tiempos de individualización y personalización, por las historias de éxito individual en detrimento del análisis global del sistema. La causa del fracaso solo cabe atribuirla a los actores mismos, dado que todos tienen inicialmente las mismas oportunidades en la carrera competitiva. Los perdedores en la competición son percibidos, no como víctimas de una injusticia, sino como responsables de su fracaso, dado que se supone la escuela le ha dado las mismas oportunidades. El ideal, comenta Dubet, “es el de una sociedad en la cual cada generación debería ser redistribuida equitativamente en todas las posiciones sociales en función de los proyectos y de los méritos de cada uno”. Como tal, esta concepción de la igualdad de oportunidades no cuestiona las diferencias sociales. Este tipo de filosofía espontánea (mejor, ideología inconsciente) del mérito personal, muy presente en el profesorado, hace que cada uno sea el único responsable de su propio fracaso, más allá de la pérdida de confianza que induce a los jóvenes.



En los años 60 aparecen, desde diferentes frentes (Informe Coleman en Estados Unidos, Bernstein en el Reino Unido, Bourdieu y Passeron en Francia), aparecen diversos estudios coincidentes en que el principio de igualdad de oportunidades no funciona: los alumnos de medios desfavorecidos tenían menos oportunidades de tener éxito en la escuela. No sólo porque la escuela no pueda neutralizar las desigualdades sociales y culturales, sino porque la propia cultura escolar favorece a la clase dominante. Por eso, dado que ninguna acción permitirá reducir significativamente las desigualdades iniciales, los defensores de la igualdad real resaltan que la política debe luchar contra las desigualdades sociales existentes (la desigualdad ingresos, las condiciones de vida), ya que los juegos de competencia están amañados desde el principio. Los programas especiales para permitir un cierto “trampolín”, como vamos a ver después, estadísticamente, no conducen muy lejos. Así los intentos de compensación educativa, como en el caso francés (y otros países) de establecer “zonas de educación prioritaria”, creyendo “dar más a quienes menos tienen”, están en bancarrota.



Pero las condiciones iniciales de la competencia escolar son injustas, dado que los niños de clases populares disponen de un capital mucho menor que los niños de medios favorecidos. Esto conduce a una sociedad cruel para los más débiles, además, el principio del mérito personal resulta cuestionable porque olvida el peso del medio socio-cultural que ninguna instancia puede borrar, ni siquiera la escuela, y que reproduce la desigualdad social. Por su parte, la igualdad de posiciones intenta reducir la brecha entre lugares (clases) sociales, aún a costa de que la movilidad social de los individuos no sea una prioridad. La justicia social es una legítima redistribución de la riqueza que se orienta a compensar a los más débiles. Si la igualdad de posiciones está vinculada a una representación de la sociedad más relacionada con las clases sociales; la igualdad de oportunidades refiere a la idea de grupos sociales desaventajados, en general minoritarios. El modelo de igualdad de oportunidades es meritocrático y de competencia, y cuanto más igualitariamente estén repartidas las oportunidades, más se convierte cada uno en responsable de su propio éxito o fracaso.



Dada esta situación, Dubet aboga –un tanto a contracorriente– por una igualdad de posiciones en lugar de una igualdad de oportunidades, dado que “es el más favorable para los más débiles y porque hace más justicia al modelo de las oportunidades que ese mismo modelo” . Incluso permite establecer la igualdad de oportunidades: de hecho, es más fácil atreverse a escapar de su posición original si se tiene una “red de seguridad” socioeconómica. Como señala el autor:

“cuando más se reducen las desigualdades entre las posiciones, más se eleva la igualdad de oportunidades: en efecto, la movilidad social se vuelve mucho más fácil… la movilidad social, que es uno de los indicadores objetivos de la igualdad de oportunidades, es más fuerte en las sociedades más igualitarias” .



Si se reduce la brecha entre las posiciones sociales, si se abandona la idea de competición, que acrecienta y refuerza las desigualdades de partida, la movilidad social es más fácil y las oportunidades se incrementan para todos. Por último, la igualdad de posiciones conduce a que cada quien no olvide nunca su deuda con la sociedad, mientras que la concepción del solo mérito desarrolla el sentido de no deberle nada a nadie. Si las políticas conservadoras continúan exaltando la igualdad de oportunidades, el pensamiento de una izquierda reformista en unos casos ha quedado seducido por él; en otros, sin tener nada que oponerle. Ha llegado el momento de que “la igualdad de posiciones podría ser uno de los elementos a someter a una reconstrucción ideológica” progresista, defiende Dubet. Por tanto, el viejo camino y aspiración de reducir las distancias sociales continua siendo válido y una vía más segura para la “igualdad de oportunidades”.



En definitiva, el modelo de posiciones permite reducir las desigualdades, mientras que el modelo de igualdad de oportunidades desenmascara las discriminaciones escondidas detrás del orden de las posiciones. Defender la prioridad de la igualdad de posiciones no es negar cualquier legitimidad a la igualdad de oportunidades y de mérito. Al revés, como advierte Dubet al final de su libro:

Desde que nos consideramos como fundamentalmente libres e iguales, la igualdad de posiciones no tiene ninguna superioridad normativa o filosófica sobre la igualdad de oportunidades. En el horizonte de un mundo perfectamente justo, no habría incluso ninguna razón para distinguir entre estos modelos de justicia. Pero en el mundo tal como es, la prioridad dada a la igualdad de posiciones se debe a que ella provoca menos “efectos perversos” que su competidora y, por sobre todo, a que es la condición previa para una igualdad de oportunidades mejor lograda. La igualdad de posiciones acrecienta más la igualdad de oportunidades que muchas políticas que se dirigen directamente a ese objetivo”.



Esto da lugar a algunas conclusiones. La primera es que la igualdad de posiciones, invitando al fortalecimiento de la estructura social, es “buena” para los individuos y para su autonomía, incrementa su confianza y la cohesión social en la medida de los actores no se involucran en una competencia continúa. El segundo argumento de la prioridad de la igualdad de las posiciones es que probablemente es la mejor manera de lograr la igualdad de oportunidades. Si las oportunidades se definen como la posibilidad de moverse en la estructura social, de franquear los niveles, para remontarlos o para descender a partir del mérito y valor de cada uno, parece claro que la fluidez aumenta a medida que la distancia del espacio es más estrecha, que los que suben no tienen muchos obstáculos que superar y que los que bajan no arriesgan perderlo todo. De hecho, en su formulación misma, la llamada a la igualdad de oportunidades no dice nada de las desigualdades sociales que separan a los interlocutores sociales y que puede ser tan grande que la gente no puede cruzar, con la excepción de algunos héroes.



Dicho de otra manera, tenemos buenas razones para pensar que el viejo proyecto de reducción de las desigualdades entre categorías sociales, la distribución equitativa de puestos, permanece como la mejor manera de promover indirectamente la igualdad de oportunidades. En educación esto se cifra en cambiar de objetivo: en lugar de la selección y evaluación de los estudiantes más talentosos, la inclusión de los colectivos más desfavorecidos e incrementar el nivel general de la población. “Romper el vínculo entre reconocimiento y redistribución”, como dice Nancy Fraser; o “separar las esferas de justicia” como propone Michael Walzer, es lo que hace optar por la igualdad de posiciones. En una situación de desigualdad inicial de las posiciones, la igualdad de la igualdad de oportunidades hace ilegible la superposición de los dispositivos que ligan ambas dimensiones.



Y, sin embargo, la igualdad meritocrática no puede ser del todo rechazada, como reconocen tanto Duru-Bellat como Dubet. Aparece como un medio para salir de la reproducción social de las desigualdades. Por un lado, una sociedad democrática proclama, en principio, la igualdad de todos los individuos; por otro, las posiciones sociales son desiguales, por lo que el mérito personal aparece como la única manera de construir “desigualdades justas”, es decir inequidades legítimas, mientras que otras desigualdades, por ejemplo las basadas en la herencia o familia de origen, son cuestionadas. El problema es que resulta incompleta y perniciosa, por sus efectos, cuando todo se confía en ella. Las críticas, pues, se dirigen a que tenga una posición hegemónica. Con todo, como dice Benadusi en un excelente comentario a ambos libros:

una teoría de la justicia capaz de combinar ambos tipos de igualdad, igualitarismo y meritocracia, continua siendo una teoría incompleta. Como Amartya Sen no cesa de recordar, hay otros puntos de vista normativos “razonables” –el primero se centra en la libertad, pero también el que mira a la eficacia– que deben tenerse en cuenta en la evaluación comparativa, en términos de justicia, entre varios posibles “ordenamientos de elección social”, o entre las diferentes políticas públicas. Además, en segundo lugar, hay una necesidad de contextualización cuidadosa.



En efecto, en relación con lo segundo, depende de la situación de cada país. Así cuando en un país hay grandes diferencias en ingresos altos y bajos niveles de movilidad social, la meritocracia juega un papel más pequeño. Como muestran los estudios sociológicos o económicos existe una fuerte correlación inversa estadísticamente significativa entre los indicadores de igualdad de oportunidades y movilidad social, por un lado y los de la desigualdad de ingresos o de otras condiciones materiales de vida.



A gran escala, la cuestión es saber si las desigualdades son evitables, si se puede razonablemente esperar suprimirlas. Junto a una igualdad de oportunidades puramente meritocrática, han existido intentos emancipadores dirigidos a remover las estructuras sociales que impiden a las personas la equidad escolar, como han sido las políticas de discriminación positiva. Bien vale revisar críticamente los esfuerzos de redistribución realizados bajo esta política contra la determinación social de los aprendizajes, aún cuando progresivamente se hayan visto agotados.







Extraído de
Justicia social y equidad escolar. una revisión actual
Antonio Bolívar
REVISTA INTERNACIONAL DE EDUCACIÓN PARA LA JUSTICIA SOCIAL
VOLUMEN 1, NÚMERO 1
Justicia social y equidad escolar. Una revisión actual, 2012, pp. 9-45
http://www.rinace.net/riejs/numeros/vol1-num1/art1.pdf


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