martes, 30 de octubre de 2012

Educación desde y para la Justicia Social


Para que una sociedad pueda desenvolverse en un marco de una verdadera democracia, es imprescindible que exista equidad, tanto en el plano económico como en el cultural. En ese concepto ¿Qué características debe reunir su Educación? ¿Puede hacer aportes para este tipo de estructura social?



La búsqueda de una Justicia Social que oriente y promueva sociedades cohesionadas, igualitarias e inclusivas, con sistemas, instituciones y mecanismos que aseguren el acceso a ciertos bienes primarios, la plena participación, la adquisición y desarrollo de capacidades y la libertad de los sujetos para optar y concretar un estilo o forma de vida, se fundamenta en una educación que sea el soporte y el aval de tal realización. Lo anterior nos lleva a profundizar y reconceptualizarla a partir de las perspectivas, principios y criterios implicados en los tres planteamientos anteriormente revisados. En coherencia con ello, es posible destacar los siguientes principios:



                                          Calidad alta y justa distribución. Una educación pertinente, relevante e igual en objetivos para todos, pero en la que se le dedique más esfuerzo y recursos a aquellos que por origen, cultura, lengua materna o capacidades más lo necesitan.



                                          Reconocimiento e identidad. Una educación que no sólo instala condiciones, sino que promueve el reconocimiento, respeto y valoración de las diferencias individuales, sociales y culturales de los y las estudiantes.



                                          Plena participación. Una educación que fomente y asegure no sólo el aprendizaje, sino la participación de todos y todas en un ambiente de libertad y sana convivencia.



Ciertamente se requiere mucho más que “claridad” respecto de criterios y principios para que nuestras sociedades organicen sus sistemas y ordenen centros y escuelas, con el propósito de responder a una educación que trabaje desde y para la Justicia Social. Ponernos de acuerdo en redefinir el sentido y prioridad de la educación parece ser el primer y más cuerdo paso en esta necesaria búsqueda.



Sin consenso social y claridad en el “para qué de la educación”, volvemos a quedar en manos de las intenciones o prioridades de las autoridades políticas de turno, a merced de las propias visiones, voluntades y capacidades de administradores, directivos y docentes en los distintos sistemas y escuelas desde sus condiciones, recursos, especificidades y particularidades. A avanzar y retroceder como consecuencia de aciertos y fallos, de ensayo y error. Sólo entonces, y como resultado del debate, establecido y consensuando el fin último de la educación, será tiempo de reflexionar respecto de qué espacios, sistemas y regulaciones lo harán más viable y realizable en distintos contextos y realidades.



El giro o cambio de sentido ha de afectar la esencia o núcleo mismo desde donde se ha asumido y aceptado por ya demasiado tiempo. Desde nuestra mirada, una educación desde y para la Justicia Social exige superar su actual condición de ser un servicio ofrecido, orientado y regulado desde criterios y principios de mercado, para pasar a aprehenderse y levantarse como un derecho ejercido en plenitud por todo niño, niña o joven en formación. Derecho a la inclusión, la libertad y la deliberación. Es tiempo de transitar desde una educación cuya preocupación central ha sido la formación de “capital humano” (competitividad y productividad básicamente), hacia una que ponga en el centro el desarrollo de ciudadanos libres, autónomos, reflexivos, democráticos, tolerantes, deliberantes, competentes, sensibles ante las injusticias y dispuestos a denunciarlas para trabajar por una sociedad justa. Es decir, sujetos capaces de ser y hacer con otros, de mirarse, reconocerse y respetarse desde esos otros, iguales en dignidad, capacidad y libertad.



Desde este marco, su prioridad entonces será la formación ciudadana/cívica, no entendida como una simple asignatura sino como un enfoque transversal dinamizador que nutre y transita por todos los elementos del currículo e irradia a todas las materias que lo estructuran. Son así, los aprendizajes, las habilidades, los principios y valores propios de la formación cívica, los que darán sentido y en torno a los cuales se debiera ordenar el currículo escolar; el resto de las disciplinas, los saberes, relaciones y procedimientos, así como el conjunto de los aprendizajes y capacidades buscadas desde cada grado y nivel. Una educación ciudadana pertinente y significativa resulta vital para construir y convivir en una sociedad que respete y promueva la participación, que apueste por el colectivo y no sólo por el individuo, que priorice relaciones de reciprocidad y responsabilidad mutua, por sobre la competencia o el mercado.



Sin embargo, lo anterior no basta; una educación para la Justicia Social requiere además preparar rigurosamente a los sujetos, fortaleciendo en ellos aquellas capacidades y habilidades que les permitirán actuar, desarrollarse y desempeñarse en los ámbitos cotidianos, familiares, laborales y productivos, de acuerdo con lo deseado y optado por ellos. Se trata así de una educación que desarrolla y distribuye un conjunto de capacidades o posibilidades para que los individuos puedan efectivamente poner en juego fuera de la escuela, las que han de asegurar entre otros, el permanente acceso al conocimiento, la plena participación, la movilidad, desarrollo humano integral.



Desde esta reconceptualización de la educación, no es posible obviar que su tarea ha de acompañar el ciclo vital de los individuos. Es decir, la educación es un derecho que se vive y ejerce a lo largo de las distintas etapas del desarrollo de las personas. La educación así entendida, es un proceso que está permanentemente al servicio del aprendizaje, de la apropiación y manejo de competencias para la vida, de la incorporación plena e igualitaria de principios y valores éticos y ciudadanos de todos. Bajo tal demanda y, al igual que durante la escolaridad obligatoria (primaria y secundaria), se debe esperar que la educación temprana amplíe no sólo las capacidades y habilidades cognitivas de los niños y niñas de temprana edad, sino que fortalezca y propicie el desarrollo de las dimensiones social, emocional, cívica, ética y moral de ellos, promoviendo la dignidad humana a través del respeto de los derechos y libertades fundamentales de los niños y las niñas.



Esta educación ha de poder moverse y transitar en sistemas educativos que se sostengan en normativas, políticas y regulaciones que reduzcan la segregación de los estudiantes. Una educación que aporte en la reducción y eliminación de las injusticias sociales, requiere una mayor integración y menos segregación escolar, en tanto condiciones y medios para que los estudiantes manejen y se apropien de los aprendizajes y puedan alcanzar los desempeños y resultados necesarios.

Calidad y Justicia Social no serán la exclusiva consecuencia de mejorar la oferta educativa para los más pobres o excluidos. La evidencia es contundente e inapelable: la calidad y equidad en educación requiere mucho más que políticas focalizadas, afirmativas o de discriminación positiva. En otras palabras, la heterogeneidad social y cultural de los estudiantes en cada escuela y mixtura social debe ser el pilar de una educación de calidad con igualdad de oportunidades para todos y todas. La Calidad y Justicia en Educación es, sin duda alguna, resultante del consenso social y por ende, aval de sus resultados y logros esperados. La falta de consenso y la ineficacia actual de los sistemas perjudican a los sectores más desaventajados y convierten la desigualdad en un problema de oportunidad individual más que un problema de ética y de justicia de la sociedad.



Desde el espacio escolar, la educación ha de promover y dar prioridad a la participación plena e igualitaria de los estudiantes en su proceso de aprender y ser. Esto supone trabajar estrechamente con ellos, sus familias y comunidades (sobre todo en contextos rurales y con poblaciones indígenas), desde sus expectativas, particularidades y características culturales. La educación que necesitamos debe ser capaz de reducir la fragmentación y debilitamiento del vínculo social que nos atraviesa y nos caracteriza. Estamos así apuntando a escuelas de calidad y justas, integradas socialmente, organizadas y enfocadas para formar desde la diversidad. Espacios de socialización y formación académica, cultural y ética en donde se entrega una educación capaz de incorporar a una sociedad democrática posibilitando una trayectoria y experiencia de inclusión igualitaria para todos. Una escuela en donde todos aprenden, desarrollan y fortalecen sus capacidades al máximo para poder concretar sus genuinos y válidos proyectos de vida. En la que se reconocen los valores y las capacidades que cada uno de los escolares tiene y puede desarrollar.



Estas escuelas reclaman y necesitan docentes competentes y motivados, líderes promotores de la Justicia Social, con claridad a la hora de reconocer el papel que juega la escuela en sus procesos y prácticas, así como para asumir y reparar las eventuales injusticias en su propia práctica; referentes para el ejercicio y respeto de los derechos de los niños, niñas y jóvenes, así como capaces de centrar su tarea en la formación de ciudadanos reflexivos, deliberantes, éticos y portadores de los aprendizajes y capacidades necesarias para actuar y cambiar las sociedades (sus problemas e injusticias). Los múltiples y nuevos desafíos anteriores afectan a la formación inicial y continua de los profesores, para dar allí también un profundo giro de sentido y foco de atención. Pero también demanda que los Estados y las sociedades fortalezcan la profesión docente, cuidando y mejorando las condiciones para el ejercicio (salarios, recursos, clima institucional), así como el reconocimiento y valorización social de los maestros y maestras.



Los docentes que trabajan en y para la Justicia Social son capaces de reconocer las injusticias y de denunciarlas, y trabajan desde la escuela para que la transformación contribuya a suprimir esas injusticias. Deben concienciar a colegas y estudiantes del papel que tienen, de su capacidad de promover y reivindicar cambios reales en la sociedad para que ésta sea más justa y equitativa.



Del mismo modo, la conducción y gestión de los centros y escuelas de calidad desde y para la Justicia Social necesitan de líderes directivos que enmarcan su tarea desde la misión última de formar ciudadanos capaces, libres e iguales. Personas soñadoras y comprometidas, capaces de identificar y articular una visión de la escuela centrada en la Justicia Social; ocupados y preocupados por desarrollar a las personas -estudiantes, docentes y familias-, que colaboran en la construcción de una cultura para la Justicia Social, no suponiendo en ningún caso, no estar centrados en la mejora de los procesos de enseñanza y aprendizaje, en las competencias básicas, que fomentan la creación de comunidades profesionales de aprendizaje y la colaboración entre la familia y la escuela.



Por último, una educación desde y para la Justicia Social requiere de escuelas generadoras de una cultura escolar de confianza y altas expectativas. Mantener y reproducir la desigualdad se explica también por la validación de un discurso que asume limitaciones y problemas en los estudiantes, sus familias y el contexto para alcanzar mejores resultados, pero que en esa misma realidad y condición, atribuye a la escuela los logros y avances. Los centros educativos, sus docentes y directivos han de caracterizarse por una confianza plena en la capacidad de aprender de los estudiantes y en responsabilizarse por lo que ellos logran y rinden, especialmente en aquellas escuelas de contextos de mayor pobreza y exclusión social histórica.







Extraído de
Evaluación Educativa para la Justicia Social
Autores
F. Javier Murillo, Marcela Román y Reyes Hernández Castilla
En
Revista Iberoamericana de Evaluación Educativa 2011 - Volumen 4, Número 1


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