El Liberalismo clásico prometía “Libertad, fraternidad e igualdad”, la educación era la vía para superar las diferencia de partida ¿Se cumplen estas promesas? ¿Qué nos muestra la realidad latinoamericana?
Como es sabido, el
liberalismo clásico se construyó sobre los presupuestos de igualdad, libertad y
fraternidad proclamados por los revolucionarios franceses. El liberalismo
político, ligado a la construcción de regímenes democráticos, tuvo a la educación
como un instrumento para el control del conocimiento y para el desarrollo del
proyecto de construcción de identidad ligado al surgimiento de los estados
nacionales modernos. La educación era parte del proyecto “civilizatorio” de la
modernidad en la medida en que debía contribuir al cumplimiento de la promesa de
una sociedad de hombres libres e iguales. En este sentido también fue heredera
de los planteamientos de la Ilustración francesa. La educación debía actuar
sobre la desigualdad no natural, moral o política de la que hablaba Rousseau,
para cumplir la meta de igualdad propuesta como fin social.
El Estado asumió
la responsabilidad de concretar estos ideales de igualdad, entendidos como
punto de llegada, no como punto de partida, dando origen a la idea del “Estado
de Bienestar”. En el campo educativo, introdujo reformas que llevaron a la
consolidación de sistemas de instrucción pública que garantizaran el acceso
gratuito a la vida escolar, la liberación de la tutela de la Iglesia, la
garantía de la libertad de pensamiento y expresión, y el progresivo avance a la
obligatoriedad y la
universalidad. En este esquema, la educación se concibió como
un mecanismo de ascenso social que permitiría alcanzar la expectativa de
igualdad y en instrumento clave del proyecto “civilizador” en el campo ético y
moral. En este marco, en la mayoría de los países se produjeron logros
importantes en materia de escolarización. Desde la segunda mitad del siglo XX
se produjo una expansión de la matrícula que implicó la llegada a los sistemas
educativos de niños, niñas y jóvenes hasta entonces por fuera de la Escuela y,
auque más despacio y con mayores dificultades, también se avanzó en materia de alfabetización.
Como describe
Gentili: “En 1950, la tasa de matrícula
(neta) en el nivel primario no alcanzaba a la mitad de la población en edad
escolar, mientras que, a comienzos de los setenta, era de 71%; en lo noventa,
de 87% y, en 2000, de 95%. El nivel medio, por su parte, también tuvo un
extraordinario crecimiento en el período. Mientras que en los años 50 la tasa
de matrícula de este nivel no alcanzaba a 30% de la población entre 12 y 17
años de edad, en los sesenta era casi del 50% y, en el año 2000, de casi 70%.
En el nivel terciario, a mediados del siglo XX, menos del 5% de los jóvenes
entre 18 y 23 años estudiaban en una institución superior (universitaria o no
universitaria). En el noventa los hacían más del 25%, a pesar de las grandes
disparidades nacionales… Las tasas de analfabetismo, por su parte, disminuyeron
significativamente durante las últimas décadas… Actualmente, el 89.7% de la
población adulta y el 96% de la población juvenil de América Latina y el Caribe
están alfabetizados (datos de 2004)”.
Sin embargo,
Gentili también señala como este proceso de expansión educativa se dio al
tiempo en que América Latina y el Caribe se convertían en la región más injusta
y desigual del planeta. Al lado del crecimiento cuantitativo de los sistemas escolares
y del aumento de oportunidades de acceso a la escuela por parte de las mujeres,
los grupos étnicos y las llamadas poblaciones vulnerables, se amplió la diferencia
entre ricos y pobres. Muchas personas vieron ampliadas sus oportunidades
educativas y, por esta vía, la expectativa de un mejoramiento de sus condiciones
de vida, al tiempo que sus condiciones de vida se tornaban cada vez peores. La
conclusión de Gentili es categórica a este respecto: “La expansión de la escolaridad se produjo en un contexto de
intensificación de la injusticia social y tuvo, de hecho, muy poco impacto para
disminuir los efectos de la crisis social producida por un modelo de desarrollo
excluyente y desigual”.
Un estudio
reciente del Banco Mundial y la Universidad de Salamanca, Milanovic y Muñoz
Bustillo, confirma estas aseveraciones: “América
Latina, dicen, es… la región del mundo donde la desigualdad de la renta (y de
otros ámbitos) se da con mayor crudeza. Tal es así que fuera de este continente
hay que dirigirse a Sudáfrica (un país hasta hace poco más de una década
gobernado bajo los principios del apartheid, que entre otras restricciones
excluía a la población negra del libre ejercicio de actividades productivas y
acceso a la propiedad de la tierra, así como del ejercicio del voto, limitando
su capacidad de generación de ingresos) para encontrar un país con niveles
superiores de desigualdad”. El estudio muestra como la renta media de
América Latina pasó de estar un 13% por encima de la renta media global, en
1988, a un 11% por debajo en 2002.
En relación con el
aporte de la educación a la reducción de la desigualdad, el estudio reconoce la
expansión educativa pero afirma que “no
parece que esa mejora en el acceso a la educación se haya traducido en una
reducción de la desigualdad”, básicamente por problemas de calidad, falta de
financiación, mala organización del sistema y segmentación entre educación
pública y privada. Citando a Beccaría y otros (2005), concluye que “todos estos
factores hacen compatible que la desigual distribución de la educación explique
el alto grado de desigualdad existente en el pasado, al tiempo que la mejora en
su distribución no implique reducción de la desigualdad en el presente”.
A estas mismas
conclusiones llega el Informe Sobre las Tendencias Sociales y Educativas
en América Latina, 2008, de SITEAL. El estudio, que tiene como población objetivo
a los adolescentes, reconoce “avances
significativos en la escolarización de los adolescentes y en la inclusión de
sectores sociales históricamente excluidos –no solo de la escuela- como las
comunidades indígenas o los pueblos afro descendientes”, concluye que “la
información analizada revela un panorama educativo de los adolescentes en la
región que dista aún de ser satisfactorio. Si bien en un balance global la
proporción de escolarizados es relativamente alta, los niveles de retraso son
muy significativos y van deteriorando las trayectorias educativas al punto de
que poco menos de la mitad de los adolescentes logra completar el nivel
secundario de educación”.
Estos hechos
muestran que la promesa liberal de igualdad no solo no se ha alcanzado sino que
parece cada vez más lejos e imposible de cumplir. Así lo indica el lento avance
y la preocupación creciente por las dificultades detectadas para dar cumplimiento
a las metas del milenio propuestas por UNESCO para el 2015, tendientes a
erradicar la pobreza extrema y el hambre, garantizar la educación primaria
universal, la igualdad de géneros, reducir la mortalidad de los niños, mejorar
la salud materna, combatir el VIH/SIDA, garantizar la sostenibilidad del medio
ambiente y fomentar la asociación mundial.
Ahora bien, lo que
debe quedar claro es que la apuesta liberal viene asociada a la construcción de
regímenes democráticos, en el marco de relaciones capitalistas de producción; y
la articulación de estos tres elementos hace imposible la sociedad igualitaria.
La democracia capitalista se estrella contra el límite impuesto por la generación
social de la riqueza y su apropiación privada. De allí el resultado ya demostrado
de una sociedad que produce cada vez más riqueza pero que incrementa también
cada vez más el número de pobres. En el seno mismo de estas sociedades que
pregonan la libertad, la igualdad, la democracia, surgen como productos la
exclusión, la discriminación, la humillación, la violencia, la pobreza.
Autor
Orlando
Pulido Chaves
Coordinador FLAPE
Colombia
Instituto Nacional
Superior de Pedagogía
Universidad
Pedagógica Nacional
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