En
este artículo, el autor se pregunta ¿Para qué sirve aprender? ¿Qué es una
ciudad? ¿Cómo cambiar al mundo que nos rodea? ¿Qué es educar en una sociedad?
¿Para qué pensar críticamente? ¿Cuál es el rol de la educación en la ciudad?
¿Cuál es el papel del maestro en ese contexto? Sus respuestas seguramente
aportarán a la comprensión de nuestra cotidianidad.
¿Para
qué sirve el conocimiento? En primera instancia el conocimiento sirve para
autoconocernos, tanto a nosotros mismos como a todas nuestras circunstancias;
sirve para conocer el mundo, también para que adquiramos las habilidades y las
competencias del mundo laboral, para participar en la toma de decisiones de la
vida en general, en lo social, en lo político, en lo económico. Sirve para
entender el pasado y proyectar el futuro. Sirve para comunicarnos, para
comunicar lo que sabemos, para conocer mejor lo que ya sabemos y para seguir
aprendiendo. Pero el conocimiento también sirve para cambiar el mundo.
El
centro de la obra de Paulo Freire es el proceso de humanización. Su principal
preocupación era “cambiar el mundo a
través de la educación, de la educación política”. Sólo una educación
política puede ser emancipadora. Por defender esa tesis, la derecha lo expulsó
del país y la izquierda lo tildó de “ingenuo” y dijo que primero había que
conquistar el poder del estado, dominar el poder económico, y que sólo después
se podría hacer la reforma educativa. La educación no podría cambiar a la
sociedad que la mantiene. La educación sería, en esencia, la reproductora de la
sociedad.
Es
cierto, mecánicamente la educación no cambia a la sociedad, pero sí a los seres
humanos, quienes a su vez pueden cambiar sus vidas y sus estructuras políticas,
sociales y económicas. Los seres humanos no son determinados. Fue con esta
convicción, “cambiar es difícil, pero es posible y urgente”, que Paulo Freire
asumió la Secretaría Municipal de Educación de São Paulo. Sobre esta
experiencia Freire escribió un libro titulado La educación en la ciudad. La ciudad no sólo es un espacio físico
para la reproducción de las relaciones económicas de producción. Es un lugar de
relaciones sociales, un lugar de encuentro y de fiesta. La ciudad es el espacio
de la vida social y política, el espacio del conocimiento. Por eso es necesario
hablar de un “derecho a la ciudad” (Lefebvre) para todos, que va más allá de la
conquista de los servicios urbanos de primera necesidad (agua, electricidad,
gas, vivienda y servicios). El derecho a la ciudad tiene más que ver con un
derecho a los espacios-tiempos de la ciudad, a su uso como espacios de
encuentro. Es el derecho a la calle como lugar de encuentro, el derecho a tener
tiempo para disfrutar de la ciudad, para hacer ejercicios. Es el derecho al
compañerismo, a encontrarme con los vecinos de mi barrio.
¿Qué
es educar en la ciudad?
—
Henri Lefebvre (1969) hace una distinción entre el hábitat —como el lugar en
que se vive—y el habitar — definido como la acción de participar de una
comunidad. Distingue lo cotidiano como la vida subordinada a la norma del día a
día, a la vida cotidiana que escapa de esa determinación. Lo cotidiano del
trabajador estaría subordinado a los tiempos de producción de la mercancía, una
rutina diaria de ir y venir del trabajo. Es lo cotidiano programado que se
extiende a todos los habitantes de la ciudad. Lo cotidiano del trabajador no
deja tiempo para la vida cotidiana, para socializar, para una vida en
comunidad. Lo cotidiano no nos permite pensar críticamente en nuestra realidad.
Todo el tiempo está dedicado a la mercancía, al consumo, y no a la creación
artística, a lo simbólico, a lo lúdico.
La
ciudad crea un descompás entre lo económico y lo social. En la ciudad falta el
tiempo para lo humano, para la humanización. Lo económico predomina sobre lo
humano.
Predomina
el consumo como modo de vida e imperativo histórico y existencial. El ciudadano
pasa a ser el consumidor, que sólo se siente incluido si puede participar en la
ciudad como consumidor. El consumo es el valor dominante. Esto también sucede
con los niños, educados más para el consumo, para relacionarse con objetos, que
para relacionarse con personas.
Para
Lefebvre es necesario “desprogramar” lo cotidiano, dirigido por la
racionalización y por la normatización, rescatando la dimensión lúdica en
nuestra vida cotidiana. En este sentido, Lefebvre va más allá que Marx, quien
no había considerado la dimensión de la alegría, de la fiesta, en la vida
cotidiana del trabajador. A Marx se le había escapado la dimensión “dionisíaca”
del ser humano, tan bien retratada por Nietzsche, una dimensión que no está
comandada por la racionalización y que tiene un gran potencial revolucionario.
La educación tiene un papel importante en esto. La obra de Lefebvre arroja luz
sobre el futuro de la ciudad como ciudad educadora, en la cual el ser humano se
coloca como sujeto de su deber, apropiándose de la ciudad y no sujetándose a
ella, no perteneciendo a ella como objeto, sino siendo “dueño” de ella,
propietario, sujeto. El derecho a la ciudad sería el derecho a producir cultura
en ella, el derecho al “esparcimiento saludable y creativo”.
Para
mí, el pensamiento de Lefebvre coincide con la visión que Paulo Freire tenía
sobre el papel de la educación en la ciudad. En 1990, cuando fue invitado a
participar en la primera reunión de las Ciudades Educadoras, en Barcelona,
inmediatamente aceptó la invitación y escribió un hermoso texto sobre el tema.
La ciudad dispone de innumerables posibilidades educadoras. La vivencia en la
ciudad constituye un espacio cultural de aprendizaje permanente en sí misma, “espontáneamente”:
“hay un modo espontáneo, casi como si las
ciudades gesticularan, o como si caminaran o se movieran o como si hablaran de
sí mismas; es casi como si las ciudades proclamaran hechos vividos en ellas por
mujeres y hombres que pasaron por ellas y que se quedaron; es un modo
espontáneo, como decía, que tienen las ciudades para educar” (Freire).
Pero
la ciudad puede ser “intencionalmente” educadora. Una ciudad puede ser
considerada como una ciudad que educa cuando, además de sus funcione tradicionales
—económica, social, política y de prestación de servicios— también ejerce una
nueva función cuyo objetivo es la formación para y por la ciudadanía. Para que
una ciudad pueda ser considerada educadora tiene que promover y desarrollar el
protagonismo de todos y de todas —niños, jóvenes, adultos, ancianos— en busca
de un nuevo derecho, el derecho a la ciudad educadora: “mientras es educadora, la Ciudad es también educanda. Mucho de su tarea
educativa implica nuestra posición política y, obviamente, la manera como
ejerzamos el poder en la Ciudad y el sueño o la utopía con que impregnemos la
política, al servicio de lo que y de quienes la hacemos”.
Podemos
hablar de ciudad que educa cuando esta última busca instaurar, con todas sus
fuerzas, la ciudadanía plena, activa, cuando establece canales permanentes de
participación, incentiva la organización de las comunidades para que tomen en
sus manos, de forma organizada, el control social de la ciudad. Ésta no es una
tarea “espontánea” de las Ciudades. Necesitamos voluntad política y una
perspectiva histórica. “La tarea
educativa de las Ciudades se realiza también a través del tratamiento de su
memoria y en su memoria no sólo guarda, sino que también reproduce, extiende, y
se comunica con las generaciones que llegan. Sus museos, sus centros de
cultura, de arte, son el alma viva del ímpetu creador, de las señales de la
aventura del espíritu”. La ciudad no educa sin la voluntad del ciudadano. “Por eso es importante afirmar que no basta
reconocer que la Ciudad es educativa, independientemente de lo que queramos o
deseemos. La Ciudad se vuelve educativa por la necesidad de educar, de
aprender, de enseñar, de conocer, de crear, de soñar, de imaginar con que todos
nosotros, mujeres y hombres, impregnamos sus campos, sus montañas, sus valles,
sus ríos; impregnamos sus casas, sus edificios, dejando en todas partes el
sello de cierto tiempo, el estilo, el gusto de cierta época. La Ciudad es
cultura, creación, no sólo por lo que hacemos en ella y de ella, sino por lo que
creamos en ella y con ella; y también es cultura por la propia mirada estética
o de espanto, gratuita, que le damos. La Ciudad somos nosotros y nosotros somos
la Ciudad”.
—
¿Cuál es el papel del maestro en la ciudad que educa?
—
La ciudad violenta e insostenible nos sumerge en un clima de miedo y de falta
de esperanza. Nuestra fuerza como educadores y educadoras es limitada. Nuestras
escuelas también son producto de la sociedad. A pesar de esto, la esperanza,
para el maestro, para la maestra, no es algo vacío, de quien espera que algo
suceda. Al contrario, la esperanza para el maestro encuentra sentido en su
propia misión, la de transformar personas, la de darle nueva forma a las
personas y alimentar, por su parte, la esperanza de éstas para que logren construir
una realidad diferente, una ciudad nueva, “más humana, menos fea, menos
malvada”, como solía decir Paulo Freire. Una educación sin esperanza no es
educación emancipadora.
La
educación, en la ciudad que educa, se confunde con el propio proceso de
humanización. Respondiendo a la pregunta “¿cómo puede el maestro convertirse en
intelectual en la sociedad contemporánea?”, el gran geógrafo brasileño Milton
Santos, fallecido en el año 2001, respondió: “cuando consideramos la historia posible, y no sólo la historia
existente, pasamos a creer que otro mundo es posible. Y no hay intelectual que
trabaje sin la idea de futuro. Para ser digno del hombre, de cualquier hombre,
del hombre visto como proyecto, el trabajo intelectual y educativo tiene que
estar basado en el futuro. De esta manera los profesores pueden convertirse en
intelectuales: viendo hacia el futuro”.
Para
esto necesitamos una pedagogía de la ciudad, como la propuesta por Paulo
Freire.
En
primer lugar tenemos que aprender sobre la ciudad. Paulo Freire decía que el
primer libro de lectura es el mundo. Para aprender sobre la ciudad tenemos que
leer el mundo. En general, ignoramos la ciudad, tenemos una visión tan estrecha
que no la vemos, y algunas veces hasta la escondemos, le damos la espalda para
no ver ciertas cosas que suceden en ella. No queremos ver ciertas cosas de la
ciudad para no comprometernos con ellas, pues al verlas nos comprometemos.
Veamos nuestro comportamiento en los semáforos cuando se nos acerca algún niño
o niña de la calle: nuestra defensa es no verlos a los ojos. En la ciudad
tratamos de hacer que muchos seres sean invisibles; hasta en nuestras propias
casas, cuando tenemos visitas y les estamos mostrando la casa, no les
presentamos a la empleada doméstica o a la asistente de limpieza que allí
trabaja. Les pasamos por el lado como si fuesen transparentes.
Necesitamos
una pedagogía de la ciudad que nos enseñe a ver, a descubrir la ciudad para
poder aprender con ella, de ella, para aprender a convivir con ella. La ciudad
es el espacio de las diferencias. La diferencia no es una deficiencia. Es una
riqueza. Existe una práctica de la ocultación de las diferencias, también
resultado del miedo a ser tocados por ellas, sean diferencias sexuales,
culturales, etc. En general, nuestra pedagogía se dirige a un alumno promedio,
que es una abstracción. Sin embargo, nuestro alumno real, el alumno concreto,
es único. Cada uno de ellos es diferente y debe ser tratado dentro de su propia
individualidad, dentro de su subjetividad. Una pedagogía de la ciudad también
sirve para que la escuela construya el proyecto político-pedagógico de una
educación en la ciudad.
En
la ciudad que educa, el ciudadano camina sin miedo, observando todos los espacios.
Tenemos
que aprender a movernos en la ciudad, a caminar mucho por sus rutas, dejar el
carro en casa y caminar, no ver la ciudad sólo en fotos y videos. Para eso es
importante una educación ciudadana para el tránsito y para la movilidad.
Necesitamos mapas, guías. Necesitamos saber dónde está la gente. Como sujetos
de la ciudad, necesitamos sentirnos como ciudadanos. La ciudad nos pertenece y
porque nos pertenece participamos de su permanente construcción y
reconstrucción.
Necesitamos
conocer el aparato cultural de la ciudad. Cualquier programa que pretenda
interconectar los espacios y las instalaciones de la ciudad es fundamental,
pues desconocemos nuestra propia ciudad o subutilizamos su potencial.
Necesitamos darle poder desde el punto de vista educativo a todo el aparato
cultural. La ciudad es el espacio de la cultura y de la educación. Existen
muchas energías sociales transformadoras que aún están adormecidas por falta de
un enfoque educativo de la ciudad. Ese es el objeto de la pedagogía de la
ciudad.
Autor
Moacir
Gadotti
La
Escuela y el Maestro
Paulo
Freire y la pasión de enseñar
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