Una
escuela crítica debe sacar a luz todos los aspectos de nuestra vida, en
especial a los que permiten mejorar la convivencia ¿Qué significa “tiempo
libre”? ¿Qué sentido tiene?
El
dominio del tiempo se manifiesta también como necesidad imperiosa para el siglo
XXI. Entre las numerosas coacciones a las que está sometido el ser humano se
cuenta también la del tiempo. ¿Quién no se queja hoy de la falta de tiempo, de
lo que le gustaría hacer si tuviera tiempo, es decir, si el tiempo fuera suyo?
Una de las paradojas de la sociedad industrial desarrollada, o postindustrial,
como también se dice, consiste precisamente en que a medida que se ha reducido
la jornada laboral, el tiempo de trabajo, parece que la gente tiene menos
tiempo libre, esto es, menos tiempo de libre disposición para hacer lo que le
gustaría. De ahí que el dominio del tiempo constituya hoy día parte esencial de
todo proyecto emancipador, de todo proyecto político que pretenda transformar
las actuales condiciones de vida y de trabajo en el sentido de mejorar la
calidad de vida de todos y no sólo de una minoría. Cualquier ideal de progreso,
o sea, de perfeccionamiento de la organización social, debe, por tanto, tomar
en consideración la valoración del tiempo, o mejor dicho, de los diferentes
tiempos.
La
conciencia de las necesidades humanas exige también prestar atención al modo de
vida como instrumento de la lucha ideológica. Para las grandes masas de la
población, el modo de vida actual está marcado por la relación recíproca entre
trabajo y descanso, o sea, entre producción y reproducción. Se da como elemento
sustancial una radical separación entre tiempo de trabajo y tiempo libre.
Desde
una perspectiva tradicional, muy arraigada en la conciencia de las masas, se
considera tiempo libre el que queda a diario después de descontar la jornada de
trabajo y el tiempo dedicado al descanso, restauración de fuerzas y
reproducción social, o tiempo de mantenimiento. A este planteamiento
tradicional habría que hacerle una primera matización.
La
cantidad de tiempo libre no es igual para todos, es una función del género y de
la clase social. Ahora bien, esta variación de disponibilidades no es un
problema estrictamente cuantitativo, sino que también interviene en calidad y
forma de empleo, que guardan también una relación directa con los ingresos y el
nivel de educación, que es a su vez función de esos ingresos. Por lo tanto,
estos aspectos cualitativos están, asimismo, estrechamente relacionados con la
clase social de pertenencia.
Ahora
bien, la matización clasista indicada no es suficiente. Hay que ir más lejos,
hasta poner en cuestión la propia definición y preguntarse si existe realmente
tiempo libre, no en una u otra minoría (elites económicas y/o culturales), sino
en la mayoría de la población.
Desde
luego, aceptando la definición tradicional, es más que evidente que el tiempo
libre existe para todos, si bien con mayor o menor extensión y cubierto de
forma diferente. Pero si se parte de una concepción más precisa, que vea en el
tiempo libre aquel que está bajo dominio y control propios, por oposición al
tiempo de trabajo (organizado por el empresario, privado o estatal), al tiempo
de mantenimiento, indispensable para cubrir el anterior y que, dentro de
ciertos límites, no puede ser modificado, y la parte de tiempo de ocio que
forma parte de la definición dada de tiempo libre y que es organizada y
manipulada por otros en beneficio suyo, sin apenas posibilidades reales de
participación, entonces resulta absolutamente legítimo preguntarse si existe
realmente tiempo libre (al menos para una gran parte de los miembros de la
sociedad, encabezada especialmente por las mujeres).
La
mencionada separación radical entre tiempo de trabajo y tiempo de ocio, en el
tiempo, en el espacio y en la conciencia, lleva a una dicotomía que, al
plantear la cuestión en términos de opuestos no conciliables y no en términos
de polos de una realidad única en tensión dialéctica, es aberrante y
limitativa. Las actividades del ser humano, múltiples en un ente que no tiene
que ser reducido a la unidimensionalidad, no aparecen en forma complementaria y
dirigida al desarrollo máximo y equilibrado de sus capacidades (de ocio y de
trabajo, ambos creadores), sino como contrapuestas, cerradas y en absoluto
relacionadas.
A
su vez, esta situación empuja lógicamente a una escisión dentro del propio
individuo, creándose en su interior unas pautas culturales para el trabajo y
otras, completamente distintas, para el asueto. En realidad, el tiempo libre se
presenta como liberación (en teoría, claro está) del trabajo, mientras que,
consecuentemente, el tiempo de trabajo se ve como maldición (incluso como
maldición bíblica).
Pero
si se mira más de cerca y se observa en qué actividades o cómo ocupa su tiempo
libre la inmensa mayoría de la población trabajadora y sus familias, resulta
que también está lleno de coacciones, de determinaciones ajenas, de angustias,
en suma, de la inseguridad social que caracteriza a los asalariados y a las
amas de casa. Reparación del coche, lavado y cosido de la ropa, cuidado de los
niños, mantenimiento de la vivienda, etc., son actividades efectuadas durante
el tiempo libre y destinadas a conservar el nivel de vida y a sobrevivir. El
tiempo libre no sólo es cada vez más pobre y limitado, sino que también sigue
dominado por el capital, o por quienes dominan lo que eufemísticamente se llama
“sociedad libre de mercado”. Si, además, se tiene en cuenta que las horas que
quedan libres se pasan mayoritariamente ante el televisor, se tendrá un cuadro
más preciso de esta pobreza espiritual. Desaparece así la dicotomía entre
tiempo de trabajo y tiempo libre, pues también éste es tiempo alienado, de
otros, dominado por otros, y no tiempo propio, autodeterminado. Desde una
perspectiva emancipadora, sólo acabando con esta doble alienación será posible
acabar con la escisión a nivel social y a nivel interno del individuo, y
comenzar a sentar las bases materiales y espirituales para la autorrealización
plena, ni escindida ni alienada, del género humano.
Parece
como si el desarrollo de las nuevas tecnologías vaya a convertir en realidad el
“derecho a la pereza”, título del libro de Paul Lafargue, escrito hace ya más
de un siglo y recuperado ahora ante las posibilidades emancipadoras que ofrecen
esas nuevas tecnologías.
El
desarrollo multilateral y armónico de la personalidad no sólo exige la
apropiación del tiempo de trabajo, sino también una cantidad de tiempo libre
socialmente necesario. Un cambio en el empleo del tiempo pasa, finalmente, por
una definición de la cultura
a
partir de la práctica de las masas y de un nuevo concepto del ser humano.
Habría que crear una cultura cotidiana en la que el tiempo fuese propio y no
alienado y alienante, de otros, de los pocos que se enriquecen con las
carencias de los muchos. Crear una nueva cultura significa ante todo liberar el
potencial creador y organizativo de las masas, empezando por devolverles el
habla, hacer que el pueblo (el populicus, público) sea el protagonista activo y
no el consumidor y (“pagano”) pasivo. Si la cultura enriquecedora ha sido y es
prerrogativa de una minoría de “conocedores”, habría que “ampliar el círculo de
conocedores”, como decía Brecht, cuyo centenario se celebra este año. Y para
todo esto, el dominio del tiempo parece requisito imprescindible en la visión
humanista del siglo XXI.
Finalmente,
el desarrollo tecnológico vivido en el siglo XX está llevando a plantearse la
cuestión de si es socialmente conveniente todo lo que es tecnológicamente
posible. La actual glorificación de las nuevas tecnologías, a las que se
califica incluso de “inteligentes”, como si los seres humanos estuvieran de
sobra, no es nada nuevo. El fascismo y el nazismo las ensalzaron en su momento
(recuérdese a Marinetti) y las aplicaron hasta donde pudieron. Aunque no
precisamente para fomentar el progreso social, humano, sino para la
deshumanización.
Conviene,
pues, hacer una reevaluación de los conceptos de desarrollo y progreso para el
siglo XXI. La idea del progreso es indudablemente uno de los lo gros más viejos
de la burguesía. Si no se entiende únicamente como mera acumulación de medios
técnicos, el progreso significa también superación de prejuicios, producción de
juicio crítico, aumento de la emancipación, extensión de la autodeterminación
en menoscabo de la heterodeterminación, en suma, de la libertad del ser humano.
Es evidente que no se trata entonces de un continuo proceso en ascenso y hacia
adelante, sino que avanza en zigzag. Progreso y regreso, avances y vuelta de lo
viejo, son los aspectos condicionantes de una cultura que parece haber perdido
la capacidad de descubrir y supe rar sus propias contradicciones. El verdadero
progreso parece consistir hoy en la conservación de lo viejo, olvidado y
desplazado, de una naturaleza no mutilada, de la dignidad humana, de la
participación.
Frente
al pesimismo y escepticismo que dominan hoy la esfera intelectual y que niegan
el progreso social (fin de la historia, de las ideologías, de la utopía, etc.),
no cabe duda de que si se mide éste por el criterio del perfeccionamiento de la
organización social, aún queda mucho camino por recorrer. Dado que la sociedad
persigue la consecución de bienes para sus miembros, a primera vista podría
tomarse como índice de su progreso la eficacia de la organización social
productiva y medida por la capacidad social de obtener bienes per cápita. Pero
es un criterio estático, que no habla de cómo se obtienen los bienes ni se
refiere al modo de producirse el progreso.
Ante
la creciente complejización y dinamización de la sociedad, ante la creciente
sucesión y densidad de los acontecimientos, la acelerada masificación de los
medios de in formación y de los transportes hace que el aluvión de estímulos
sociales afecte a un número rápidamente creciente de personas y, a este
respecto, la humanidad parece uniformarse con rapidez. Si, irreflexivamente, se
pensara que la abundancia de estímulos sociales que inciden sobre las personas
ofrece un índice significativo del progreso de su acción y experiencia
individual, uno podría sentirse inclinado a aceptar que la organización social
moderna es satisfactoriamente progresiva.
El
criterio de progresividad de una sociedad no puede medirse por su mera
capacidad de producir bienes per capita, sino por su adecuación para fomentar
el desarrollo de la acción y experiencia de sus individuos de modo que
repercuta sobre la organización social, haciéndola más apropiada para favorecer,
a su vez, el desarrollo de la acción y experiencia individual, y así
sucesivamente.
Sirva
esta lista de valores para una cultura alternativa como base para completar de
manera colectiva una visión más solidaria y libre, esto es, más humana, de esta
sociedad para el siglo XXI.
Extraído
de
La
Intoxicación Lingüística
El
uso perverso de la lengua
Vicente
Romano
Colección
TILDE
No hay comentarios:
Publicar un comentario