jueves, 21 de julio de 2016

Modelo usamericano de propaganda

Una escuela crítica no permanece indiferente ante lo que sucede en el mundo ¿Cuál es el modelo de propaganda que circula en los grandes medios? ¿Qué efectos pretende producir?


Ningún parecido de la propaganda nazi con la actual de Washington es casual. Tras la Segunda Guerra Mundial, la CIA, el Departamento de Estado y el Servicio de Inteligencia Militar contrataron a miles de criminales de guerra nazis y sus colaboradores expertos en propaganda, guerra psicológica y armas avanzadas. Los gobernantes estadounidenses esperaban obtener así ventaja en la lucha contra la URSS. El resultado fue la contaminación de toda la propaganda yanqui con los valores, conceptos y lenguaje de estos expertos.

Con la mundialización introducida por el capitalismo tras el derrumbe del campo socialista a comienzos de la década de los 90, también se han mundializado las técnicas del dominio de las conciencias. Incluso se han perfeccionado con el tiempo. Si los nazis aprovecharon los principios del ecumenismo de la Iglesia para desarrollar su propaganda totalitaria, hoy día es el mismo fundamentalismo yanqui el que se ha instalado en la Administración de Washington, en perfecta connivencia y cooperación con el capitalismo más salvaje que imaginarse pueda. El síndrome nazi no sólo está donde se pintan cruces gamadas. Es un complejo de hacerse valer, de temores burgueses, de desprecio humano.

Si Hitler aprovechó los servicios de la cineasta Leni Riefenstal, Bush dispone de los expertos venales de Hollywood. Basta con echar un ligero vistazo a la escenificación de sus apariencias públicas, por ejemplo. Así, mientras su país se hallaba en guerra y el mundo apenas empezaba a recuperarse del desastre del tsunami, La señora Laura Bush se gastó 40 millones de dólares en diez fiestas para celebrar la inauguración del segundo mandato de su marido. A quienes cuestionaron semejante extravagancia les respondió que eso formaba parte del ritual de su gobierno.

La agitación de los sentimientos patrióticos mediante el símbolo nacional se ha exarcebado tras los atentados del 11-S en Nueva York y Washington, la declaración de guerra al terrorismo y la introducción de la Ley Patriótica. Así, por ejemplo, los grandes almacenes Wal-Mart, conocidos por la explotación de sus empleados, declararon que en los tres días posteriores a los atentados vendieron 450 mil unidades de la bandera nacional y que muchas de sus sucursales agotaron sus existencias. Otros grandes almacenes, K-Mart, vendieron 200 mil. Eso frente a las 26 mil vendidas en el mes de septiembre del año anterior. Ambas cadenas dicen que los artículos más vendidos son los que ostentan los colores rojo, azul y blanco, esto es, los de la enseña nacional. El más vendido de todos, una sudadera con la bandera usamericana y la inscripción United We Stand.

La bandera, símbolo patriótico por excelencia, se sacraliza hasta el punto de que es contrario a la ley que toque el suelo o que ondee con mal tiempo. Pero no va contra la ley que las personas sin techo duerman en el suelo aunque llueva. En la escuela, todas las mañanas los niños tienen que jurar lealtad a la bandera, como el “Cara al Sol” en las escuelas españolas durante la dictadura franquista. Pero nadie jura lealtad a la justicia y a la paz.

Edward S. Herman y Noam Chomsky han analizado el modelo de propaganda usaco en su libro Manufacturing Consent. Su análisis se centra en los efectos que el sistema económico imperante tiene en los medios de comunicación. Los componentes básicos de este modelo o “filtros” como ellos los llaman, son, entre otros, los siguientes:
1) El tamaño, la concentración de la propiedad  y la orientación al beneficio privado de las principales empresas de comunicación.
2) La publicidad comercial como principal  fuente de ingresos de los medios.
3) La dependencia de los medios respecto  de la información proporcionada por el gobierno y el mundo de los negocios y los “expertos” como fuentes.
4) La “inculpación” como instrumento para  disciplinar a los medios.
5) El “anticomunismo”, que, una vez desaparecida la URSS, se ha sustituido por el “terrorismo”.

Según estos autores, estos “filtros” fijan las premisas del discurso y la interpretación. La propaganda usamericana ha utilizado, con bastante éxito, por cierto, siete subterfugios, siete axiomas torticeros.

El gigante dormido. EEUU se considera a sí mismo un gigante bonachón cuya tranquilidad se ve alterada de vez en cuando por un ataque avieso. De ahí que nadie pueda culpar al gigante de sus reacciones una vez despierto. El Maine, Pearl Harbour, el ataque de unas patrulleras nordvietnamitas a la flota usamericana en el Golfo den Tonking (desmentido un año más tarde por el propio presidente Lyndon B. Johnson), el 11-S, las armas masivas de Sadam, etc.

Las guerras buenas.
Se trata de un concepto diseñado para sentirse bien. Los libros de historia y los medios de comunicación hablan en términos hiperbólicos de la bondad innata de los EEUU. Se programan así las conciencias para aceptar las invasiones de sus tropas en un pequeño país del Tercer Mundo. Sus acciones están justificadas, aunque a veces hay que cometer actos violentos para impedir que los realicen otros: Granada, Panamá, Iraq, Yugoslavia, Somalia, Líbano, etc.

EEUU versus ellos. Se trata de pintar a todos los enemigos como terroristas, salvajes, malvados, comunistas, ateos, etc. Se alimentan así los peores miedos: ¡que vienen los rusos!, los “pijamas negros”, los islamistas... La propaganda usamericana demoniza así a mucha gente, desde los habitantes originarios de Norteamérica hasta los iraquíes, palestinos y libaneses que están muriendo mientras se redactan estas líneas.

Apoyo incondicional a las tropas. Los estadounidenses se crían viendo películas de guerra, jugando con armas de fuego, rodeados de monumentos bélicos, entrenados en el respeto y temor a los uniformes. Presencian la demonización de quienes se oponen a la guerra. Los medios rezuman fervor militarista. Aceptan que los impuestos financien las guerras y la propaganda bélica. Una vez iniciadas las intervenciones, todos tras las fuerzas armadas hasta la victoria final: My country right or wrong. Todo ello fomentado por la industria del reclamo, como se demostró claramente en la primera Guerra del Golfo.

El demonio nos obligó a hacerlo.
A veces, los buenos se ven forzados a cometer pequeños actos impropios en aras de la libertad y la democracia. “Yo también cometí el mismo tipo de atrocidades que los demás soldados” —confesó en 1971 el último candidato a la presidencia—. “Participé en misiones de búsqueda y destrucción, en la quema de aldeas”. (Meet the Press, 18 de abril de 1971).

Los tres meses que duró la “litle wonderful war” hispanonorteamericana es lo que se les enseña a los niños en las escuelas. Pero no les enseñan su peor consecuencia: la guerra de Filipinas, iniciada con el presidente McKinley en 1889 y mantenida hasta 1910, con una proporción de víctimas semejante a la de Vietnam. El presidente McKinley declaró que se había arrodillado “ante Dios Todopoderoso pidiéndole luz y guía para salvar, civilizar y cristianizar a los filipinos”, tras lo cual pudo dormir en paz.

Golpes quirúrgicos.
Las intenciones son buenas y las bombas inteligentes. Esas armas que cuestan miles de millones pueden distinguir entre buenos y malos, entre culpables e inocentes. Cegados por la fe en su superioridad moral y tecnológica, hinchan las cifras de sus éxitos militares hasta extremos absurdos. Así, durante la guerra de Vietnam el periódico neoyorquino The Guardian se entretenía en ir sumando el número diario de bajas que las tropas yanquis infringían a los vietnamitas, hasta que llegó el momento en que se superó el número de habitantes. Pero debían resucitar porque terminaron por echar a los yanquis de su país.

Durante los 78 días de bombardeos contra Yugoslavia, el mismo modelo de información. El secretario de Defensa, William Cohen, declaró: “Hemos destruido más del 50 % de su artillería y una tercera parte de sus vehículos acorazados”. Pero el informe publicado un año más tarde por las Fuerzas Aéreas era muy distinto.

Sólo los perdedores cometen crímenes de guerra.
Al llevar a los vencidos ante los tribunales, los vencedores imprimen a sus acciones un sello moral de aprobación. Las criaturas que miran llenas de odio tras los barrotes confirman que el fin justifica los medios.

Ya lo dijo Hermann Goering en Nuremberg: “Los vencedores serán siempre los jueces, los vencidos los acusados”.

¿Y qué pasa con Dresde, Hiroshima, Faluya, Sabra, Chatila, Qana? Este trabajo se centra precisamente en los aspectos de esta influencia intoxicadora y perversa sobre el discurso, a fin de manipular las conciencias y llevarlas a una interpretación falsa, de los acontecimientos y de la realidad.



Extraído de
La Intoxicación Lingüística
El uso perverso de la lengua
Vicente Romano
Colección TILDE



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