Una
escuela crítica no permanece indiferente ante lo que sucede en el mundo ¿Cuál
es el modelo de propaganda que circula en los grandes medios? ¿Qué efectos
pretende producir?
Ningún
parecido de la propaganda nazi con la actual de Washington es casual. Tras la
Segunda Guerra Mundial, la CIA, el Departamento de Estado y el Servicio de
Inteligencia Militar contrataron a miles de criminales de guerra nazis y sus
colaboradores expertos en propaganda, guerra psicológica y armas avanzadas. Los
gobernantes estadounidenses esperaban obtener así ventaja en la lucha contra la
URSS. El resultado fue la contaminación de toda la propaganda yanqui con los
valores, conceptos y lenguaje de estos expertos.
Con
la mundialización introducida por el capitalismo tras el derrumbe del campo
socialista a comienzos de la década de los 90, también se han mundializado las
técnicas del dominio de las conciencias. Incluso se han perfeccionado con el
tiempo. Si los nazis aprovecharon los principios del ecumenismo de la Iglesia
para desarrollar su propaganda totalitaria, hoy día es el mismo fundamentalismo
yanqui el que se ha instalado en la Administración de Washington, en perfecta
connivencia y cooperación con el capitalismo más salvaje que imaginarse pueda.
El síndrome nazi no sólo está donde se pintan cruces gamadas. Es un complejo de
hacerse valer, de temores burgueses, de desprecio humano.
Si
Hitler aprovechó los servicios de la cineasta Leni Riefenstal, Bush dispone de
los expertos venales de Hollywood. Basta con echar un ligero vistazo a la
escenificación de sus apariencias públicas, por ejemplo. Así, mientras su país
se hallaba en guerra y el mundo apenas empezaba a recuperarse del desastre del
tsunami, La señora Laura Bush se gastó 40 millones de dólares en diez fiestas
para celebrar la inauguración del segundo mandato de su marido. A quienes
cuestionaron semejante extravagancia les respondió que eso formaba parte del
ritual de su gobierno.
La
agitación de los sentimientos patrióticos mediante el símbolo nacional se ha
exarcebado tras los atentados del 11-S en Nueva York y Washington, la
declaración de guerra al terrorismo y la introducción de la Ley Patriótica.
Así, por ejemplo, los grandes almacenes Wal-Mart, conocidos por la explotación
de sus empleados, declararon que en los tres días posteriores a los atentados
vendieron 450 mil unidades de la bandera nacional y que muchas de sus
sucursales agotaron sus existencias. Otros grandes almacenes, K-Mart, vendieron
200 mil. Eso frente a las 26 mil vendidas en el mes de septiembre del año
anterior. Ambas cadenas dicen que los artículos más vendidos son los que
ostentan los colores rojo, azul y blanco, esto es, los de la enseña nacional.
El más vendido de todos, una sudadera con la bandera usamericana y la
inscripción United We Stand.
La
bandera, símbolo patriótico por excelencia, se sacraliza hasta el punto de que
es contrario a la ley que toque el suelo o que ondee con mal tiempo. Pero no va
contra la ley que las personas sin techo duerman en el suelo aunque llueva. En
la escuela, todas las mañanas los niños tienen que jurar lealtad a la bandera,
como el “Cara al Sol” en las escuelas españolas durante la dictadura
franquista. Pero nadie jura lealtad a la justicia y a la paz.
Edward
S. Herman y Noam Chomsky han analizado el modelo de propaganda usaco en su
libro Manufacturing Consent. Su análisis se centra en los efectos que el
sistema económico imperante tiene en los medios de comunicación. Los componentes
básicos de este modelo o “filtros” como ellos los llaman, son, entre otros, los
siguientes:
1)
El tamaño, la concentración de la propiedad
y la orientación al beneficio privado de las principales empresas de
comunicación.
2)
La publicidad comercial como principal
fuente de ingresos de los medios.
3)
La dependencia de los medios respecto de
la información proporcionada por el gobierno y el mundo de los negocios y los
“expertos” como fuentes.
4)
La “inculpación” como instrumento para
disciplinar a los medios.
5)
El “anticomunismo”, que, una vez desaparecida la URSS, se ha sustituido por el
“terrorismo”.
Según
estos autores, estos “filtros” fijan las premisas del discurso y la
interpretación. La propaganda usamericana ha utilizado, con bastante éxito, por
cierto, siete subterfugios, siete axiomas torticeros.
El
gigante dormido. EEUU se considera a sí mismo un gigante bonachón cuya
tranquilidad se ve alterada de vez en cuando por un ataque avieso. De ahí que
nadie pueda culpar al gigante de sus reacciones una vez despierto. El Maine,
Pearl Harbour, el ataque de unas patrulleras nordvietnamitas a la flota
usamericana en el Golfo den Tonking (desmentido un año más tarde por el propio
presidente Lyndon B. Johnson), el 11-S, las armas masivas de Sadam, etc.
Las guerras
buenas.
Se
trata de un concepto diseñado para sentirse bien. Los libros de historia y los
medios de comunicación hablan en términos hiperbólicos de la bondad innata de
los EEUU. Se programan así las conciencias para aceptar las invasiones de sus
tropas en un pequeño país del Tercer Mundo. Sus acciones están justificadas,
aunque a veces hay que cometer actos violentos para impedir que los realicen
otros: Granada, Panamá, Iraq, Yugoslavia, Somalia, Líbano, etc.
EEUU
versus ellos. Se trata de pintar a todos los enemigos como terroristas,
salvajes, malvados, comunistas, ateos, etc. Se alimentan así los peores miedos:
¡que vienen los rusos!, los “pijamas negros”, los islamistas... La propaganda
usamericana demoniza así a mucha gente, desde los habitantes originarios de
Norteamérica hasta los iraquíes, palestinos y libaneses que están muriendo
mientras se redactan estas líneas.
Apoyo
incondicional a las tropas. Los estadounidenses se crían viendo películas de
guerra, jugando con armas de fuego, rodeados de monumentos bélicos, entrenados
en el respeto y temor a los uniformes. Presencian la demonización de quienes se
oponen a la guerra. Los medios rezuman fervor militarista. Aceptan que los
impuestos financien las guerras y la propaganda bélica. Una vez iniciadas las
intervenciones, todos tras las fuerzas armadas hasta la victoria final: My
country right or wrong. Todo ello fomentado por la industria del reclamo, como
se demostró claramente en la primera Guerra del Golfo.
El demonio nos
obligó a hacerlo.
A
veces, los buenos se ven forzados a cometer pequeños actos impropios en aras de
la libertad y la democracia. “Yo también cometí el mismo tipo de atrocidades
que los demás soldados” —confesó en 1971 el último candidato a la presidencia—.
“Participé en misiones de búsqueda y destrucción, en la quema de aldeas”. (Meet
the Press, 18 de abril de 1971).
Los
tres meses que duró la “litle wonderful war” hispanonorteamericana es lo que se
les enseña a los niños en las escuelas. Pero no les enseñan su peor
consecuencia: la guerra de Filipinas, iniciada con el presidente McKinley en
1889 y mantenida hasta 1910, con una proporción de víctimas semejante a la de
Vietnam. El presidente McKinley declaró que se había arrodillado “ante Dios
Todopoderoso pidiéndole luz y guía para salvar, civilizar y cristianizar a los
filipinos”, tras lo cual pudo dormir en paz.
Golpes
quirúrgicos.
Las
intenciones son buenas y las bombas inteligentes. Esas armas que cuestan miles
de millones pueden distinguir entre buenos y malos, entre culpables e
inocentes. Cegados por la fe en su superioridad moral y tecnológica, hinchan
las cifras de sus éxitos militares hasta extremos absurdos. Así, durante la
guerra de Vietnam el periódico neoyorquino The Guardian se entretenía en ir
sumando el número diario de bajas que las tropas yanquis infringían a los
vietnamitas, hasta que llegó el momento en que se superó el número de
habitantes. Pero debían resucitar porque terminaron por echar a los yanquis de
su país.
Durante
los 78 días de bombardeos contra Yugoslavia, el mismo modelo de información. El
secretario de Defensa, William Cohen, declaró: “Hemos destruido más del 50 % de
su artillería y una tercera parte de sus vehículos acorazados”. Pero el informe
publicado un año más tarde por las Fuerzas Aéreas era muy distinto.
Sólo los
perdedores cometen crímenes de guerra.
Al
llevar a los vencidos ante los tribunales, los vencedores imprimen a sus
acciones un sello moral de aprobación. Las criaturas que miran llenas de odio
tras los barrotes confirman que el fin justifica los medios.
Ya
lo dijo Hermann Goering en Nuremberg: “Los vencedores serán siempre los jueces,
los vencidos los acusados”.
¿Y
qué pasa con Dresde, Hiroshima, Faluya, Sabra, Chatila, Qana? Este trabajo se
centra precisamente en los aspectos de esta influencia intoxicadora y perversa
sobre el discurso, a fin de manipular las conciencias y llevarlas a una
interpretación falsa, de los acontecimientos y de la realidad.
Extraído
de
La
Intoxicación Lingüística
El
uso perverso de la lengua
Vicente
Romano
Colección
TILDE
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