La
educación escolar tiene un papel fundamental en el proceso de transformación
social. A semejanza de la política y la religión, la educación sirve para
liberar o alienar; despertar protagonismo o favorecer el conformismo; propiciar
en los educandos una visión crítica o legitimar el status quo, como si fuera
insuperable e inmutable; promover una praxis transformadora o sacralizar el
sistema de dominación.
En estos
inicios del siglo XXI, la educación escolar difiere mucho de la que predominó
en el siglo XX. Hoy en día, nuestra vida cotidiana se ve invadida por nuevas
tecnologías que nos brindan, en tiempo real, informaciones capaces de incidir
en nuestra forma de vivir y de relacionarnos (ciberespacio, relaciones
virtuales, crisis de las ideologías libertarias, nuevos perfiles familiares y
sexuales, monopolio y manipulación de la información, etc.).
Como
vivimos un cambio de época y navegamos entre la modernidad y la posmodernidad,
estamos amenazados por una crisis de la identidad teórica. El instrumental
teórico que tanto nos confortaba e incentivaba en el siglo XX, y que nos
parecía tan sólido, se desplomó con el Muro de Berlín. Al contrario de lo que
pregonaban los manuales de vulgarización del materialismo histórico, la
historia retrocedió en Europa del Este.
Setenta
años de socialismo en Rusia no fueron suficientes para formar los tan anhelados
hombres y mujeres nuevos, dotados de inquebrantables valores éticos,
disposición revolucionaria y menosprecio a las seducciones del capitalismo. Hoy
Rusia es uno de los países más corruptos del mundo, y en él impera una brutal
desigualdad económica.
¿Qué faltó
en la Unión Soviética? Faltó una educación que, más allá de la escolaridad, de
la transmisión cultural del país y de la humanidad, inculcara en los educandos
una visión crítica de la realidad y un protagonismo social transformador.
De hecho,
en muchos de nuestros países, capitalistas y socialistas, la educación escolar
se ha convertido en una prisión de la mente, donde las disciplinas curriculares
se repiten sucesivamente, con vistas a la calificación de la mano de obra
destinada al mercado de trabajo. No se ha reflexionado sobre la prioridad de
formar ciudadanos y ciudadanas revolucionariamente comprometidos con el
proyecto social emancipador.
Vivimos
hoy una era de impasse con respecto al futuro emancipado. Estamos en el limbo
del proceso libertario. Los movimientos, grupos y partidos de izquierda, cuando
existen, parecen perplejos en lo que toca al futuro. Muchos ceden a la fuerza
cooptadora del neoliberalismo y cambian el proyecto de liberación social por el
mero usufructo del poder, aunque eso implique traicionar las esperanzas de los
oprimidos y los fundamentos teóricos que originaron esas fuerzas sociales y políticas.
La
hegemonía capitalista ejerce un poder tan avasallador que muchos abdican del
propósito de construir un nuevo modelo civilizatorio. Poco a poco, como si se
tratara de un virus incontrolable, el capitalismo se impone en nuestras
relaciones personales y sociales. Nos vamos adhiriendo a la creencia idolátrica
de que “no hay salvación fuera del mercado”. En la esfera personal, abandonamos
nuestra ideología libertaria a cambio de una zona de comodidad que nos permite
acceder al poder y la riqueza, lo que nos libra de la amenaza de integrar el
contingente de 2,6 miles de millones de personas que sobreviven hoy con un
ingreso diario inferiores a los 2 dólares.
Formación de conciencia crítica y de protagonistas sociales
La
educación crítica es nuestro gran desafío en este mundo hegemonizado por el
capitalismo neoliberal. Su principio es no formar meros profesionales
calificados, sino ciudadanos y ciudadanas que sean protagonistas de
transformaciones sociales. Por eso trasciende los límites físicos de la escuela
y vincula a educadores y educandos a movimientos sociales, sindicatos, ONG,
partidos políticos; en fin, a todas las instituciones que realizan actividades
de transformación social. La educación crítica solo se desarrolla en sintonía
con los procesos reales de emancipación en curso y las reflexiones teóricas que
los fundamentan.
La
educación que busca la formación de conciencia crítica y de ciudadanos
militantes comprometidos con la transformación social debe tener en cuenta la
intercalación de tres tiempos: el tiempo de las estructuras (más largo); el
tiempo de las coyunturas (más inmediato y factible de cambiar a mediano plazo);
y el tiempo de lo cotidiano (en el cual vivenciamos el conflicto permanente
entre la satisfacción de nuestros intereses personales y la conciencia de las
demandas altruistas, que nos exigen ser para los demás, o simplemente, ser
capaces de amar).
El tiempo
de las estructuras debe ser objeto de la educación escolar. Es él el que nos
remite a la historia de la historia, a los grandes procesos sociales con sus
avances y retrocesos, a los triunfos y las derrotas, a las virtudes y las
contradicciones.
Mientras
más conscientes son educadores y educandos del tiempo estructural, más se
contextualizan y se entienden a sí mismos como herederos de una historia que
avanza, en medio de dificultades, de la opresión a la liberación.
Tener
conciencia del tiempo de las estructuras es tener conciencia histórica y no
dejarse ahogar en el mar de contradicciones de los tiempos coyuntural y
cotidiano. Cada uno de nosotros es un pequeño eslabón en la vasta corriente del
proceso social. Solo si tenemos conciencia de la amplitud de esa corriente
comprendemos la importancia del eslabón que somos. Una educación que no se abre
al tiempo de las estructuras corre el grave riesgo de ser cooptada por la
estructura mundialmente hegemónica.
El tiempo
de las coyunturas es el de los cambios cíclicos que producen inflexiones en las
estructuras, aunque sin alterarlas sustancialmente. Es la acumulación de
coyunturas la que influye en el cambio del tiempo de las estructuras. El gran
desafío consiste en saber cómo comportarse en determinada coyuntura para
mejorar o transformar la estructura. La coyuntura es el presente, el aquí y
ahora, mientras que la estructura, que condiciona las coyunturas, no es
fácilmente perceptible, a menos que se tenga conciencia histórica para poder
encuadrar la parte en el todo, el detalle en el conjunto, el presente en las
causas del pasado y en las alternativas de futuro.
El tiempo
de lo cotidiano es el del día a día, en el cual transitamos o tropezamos,
movidos por ideales altruistas, solidarios, y, a la vez, atraídos por las
seducciones del acomodo y el individualismo. Es en el tiempo de lo cotidiano
que la educación actúa, permite una comprensión crítica de la coyuntura y
despierta el imperativo de comprometerse con la transformación de la
estructura.
Vivimos
inmersos en ese tiempo cotidiano, muchas veces movidos por utopías libertarias
y, al mismo tiempo, desanimados al percatarnos cada día de que la materia prima
del futuro es humana, siempre frágil, ambigua y contradictoria.
La
formación de conciencia crítica y protagonismo social es resultado de un
proceso pedagógico que intercala los tres tiempos para evitar que nos perdamos
en un idealismo cuyo discurso no se adecua a la realidad, o en la mezquindad de
un cotidiano que no siempre refleja los valores en nombre de los cuales lo
asumimos. Ese es el caso de los militantes supuestamente revolucionarios que
hacen de su función de poder un nicho de acomodo burgués y provecho personal. Y
ello se aplica al director de la escuela, al obispo de la iglesia, al gerente
de la empresa, etc.
Es
importante tener siempre presente que nuestro cotidiano transita bajo la
hegemonía de un determinado proceso civilizatorio, el de la burguesía europea,
y de un único sistema económico globalizado, el capitalista, aunque vivamos en
un país socialista.
Por tanto,
nuestro tiempo cotidiano debe aspirar a incidir en el tiempo coyuntural para
poder modificar el tiempo estructural global. Para eso no bastan los principios
teóricos y las prácticas colectivas. Es preciso que a los principios y las
prácticas los oriente una ética que tenga en su centro los derechos de los
pobres, los oprimidos y los excluidos. Sin esa alteridad amorosa,
todo proyecto emancipatorio o revolucionario corre el riesgo de congelarse,
aprisionado por sus propias estructuras de poder, emitiendo un discurso
desvinculado de la práctica, abriéndole paso a la esquizofrenia de crear en el
imaginario colectivo, en nombre de la emancipación, la expectativa de un futuro
burgués para cada ciudadano y ciudadana…
Comparados
con el tiempo veloz de los aspectos coyunturales y el tiempo aparentemente
caótico de lo cotidiano, los cambios estructurales son lentos, procesuales, y
solo se pueden evaluar debidamente sus avances cuando se ponen lado a lado las
conquistas del presente con los atrasos del pasado.
De la educación individualista a la educación cooperativa
Desde Marx
hasta la Teología de la Liberación, todos sabemos que no existirá emancipación
plena sin la superación del sistema capitalista. Una educación crítica y
liberadora no debe perder de vista esa meta. Debe despertar en los educandos
una visión crítica que no se limite a consignas repetitivas, que más que
profundizar la razón exacerban la emoción.
Aunque se
viva en un país socialista como Cuba, todos estamos sometidos a la hegemonía
del pensamiento único neoliberal y de la economía capitalista centrada en la
apropiación privada de la riqueza. El neoliberalismo, como un virus que se
propaga casi imperceptiblemente, se introduce en los métodos pedagógicos y las
teorías científicas, en resumen, en todas las ramas del conocimiento humano.
Así, instaura progresivamente ideas y actitudes que fundamentan la ética de las
relaciones entre los seres humanos y entre los seres humanos y la naturaleza.
En la
lógica neoliberal, la inclusión del individuo como ser social se mide por su
inserción en el mercado como productor y consumidor. La posesión de mercancías
revestidas de valor determina las relaciones humanas. Es el fetiche que
denunciara Marx. Esa inversión de la relación –según la cual la mercancía tiene
más valor que la persona humana, y la persona humana es valorizada en la medida
en que hace ostentación de mercancías de valor– contamina todo el organismo
social, inclusive la educación y la religión, como denunciara el papa Francisco
el 22 de diciembre de 2014 al señalar las “15 enfermedades” que corroen a la
curia romana.
De ello se
deriva una ética perversa que subraya como valores la competitividad, el poder
de consumo, los símbolos de riqueza y poder, la supuesta mano invisible del
mercado. Esa perversión ética debilita a los organismos que fortalecen a la
sociedad civil, como los movimientos sociales, los sindicatos, las asociaciones
barriales, las ONG, etc. El patrón que se debe adoptar ya no es el de la alteridad
y la solidaridad, sino el del consumismo narcisista y la competitividad.
¿Cómo
superar hoy ese patrón de vida capitalista que, si no rige nuestro estatus
social, muchas veces predomina en nuestra mentalidad? En eso a la educación le
corresponde el papel preponderante. Entre otras cosas, porque la actual
coyuntura no es proclive a los cambios estructurales por la vía del “asalto” al
aparato del Estado. Eso no significa, como supone cierta parcela de la
izquierda, que las revoluciones son hechos irrepetibles del pasado y, por
tanto, ya no hay alternativa sino adaptarse al nuevo “determinismo histórico”:
la hegemonía del mercado.
La
historia demuestra que han ocurrido cambios estructurales significativos sin un
“asalto” al Estado, como fueron el paso del esclavismo al feudalismo y del
feudalismo al capitalismo. Hoy, una de las armas más poderosas para superar el
capitalismo es una educación crítica y cooperativa, capaz de crear nuevos
parámetros de conocimiento y promover nuevas praxis emancipadoras.
Es mediante
la educación que se moldean las subjetividades que le imprimen significado a
los fenómenos sociales. Con frecuencia sucede que se vive un antagonismo entre
lo microsocial (pautado por la subjetividad) y lo macrosocial (pautado por las
estructuras). En Cuba se encuentra un buen ejemplo: en la década de 1950, un
grupo de jóvenes revolucionarios (microsocial) se hizo consciente, gracias a la
educación política (subjetividad) de la importancia de modificar la estructura
del país (macrosocial). Hoy Cuba es un país de estructura socialista, pero no
todos los cubanos disciernen lo que eso significa, y algunos sueñan con
disfrutar, bajo el socialismo, de un estilo de vida capitalista (microsocial).
La
educación crítica y cooperativa es capaz de superar ese antagonismo al formar
protagonistas o militantes que reproduzcan las bases materiales y espirituales
del socialismo, cuyo sustento es la solidaridad.
Para ello,
es necesario que la educación sepa situar a educadores y educandos en relación
con el pasado y el futuro. Ello solo es posible a partir del aquí y el ahora,
del presente. Es nuestro modo de pensar y actuar en el presente lo que
resignifica nuestra manera de encarar el pasado y el futuro.
La
educación tiene el poder necesario para destronar una racionalidad dominante e
introducir otra, siempre que no sea meramente teórica y se vincule a procesos
efectivos de producción material de la existencia. Resulta siempre oportuno
recordar la observación de Marx de que no nos diferenciamos de los animales por
nuestra capacidad para pensar (tal vez las abejas, por ejemplo, posean una
lógica algebraica más depurada que la nuestra…), sino por la capacidad de
reproducir nuestros medios de subsistencia.
Una
educación crítica, liberadora, es la que aspira a conquistar la hegemonía
mediante el consenso, mediante prácticas efectivas, y no mediante la coerción
ideológica. Debe abarcar todas las disciplinas escolares, desde las ciencias
exactas hasta la educación física, superando las relaciones fundadas en la
economía del intercambio en aras de una economía solidaria, cuya base sea la
cooperación.
Todos
sabemos que las relaciones mercantilistas influyen en las concepciones de
quienes las adoptan o se dejan regir por ellas. Para citar solo algunos
ejemplos, esas relaciones acentúan el individualismo e inciden sobre los
mecanismos de relacionamiento en el trabajo, la física moderna, la biología
darwinista de la sección natural, etc. Ni siquiera la concepción mecanicista
del marxismo, que profesaba la fe en un “irrefrenable determinismo histórico”
logró escapar de su influencia. Es eso lo que induce a los educandos a creer
que el mercado obedece a una “ley natural”, y que fuera de él no hay
alternativa… Es eso lo que nos lleva, literalmente, a torturar a la naturaleza
para que nos suministre sus frutos cuanto antes.
Por tanto,
debemos preguntarnos, ¿para qué sirve la educación? ¿Para adaptar a los
educandos al status quo? ¿Para transmitir el patrimonio cultural de la
humanidad como si fuera el resultado de la acción intrépida de héroes y genios?
¿Para formar mano de obra calificada para el mercado de trabajo? ¿Para
adiestrar individuos competitivos?
Una
educación crítica y solidaria engloba a todos los actores de la institución
escolar: los alumnos, los profesores, los funcionarios y las familias de todos
ellos. Y trasciende los muros de la escuela para vincularse participativamente
con el barrio, la ciudad, el país y el mundo. Las puertas de la escuela
permanecen abiertas a los movimientos sociales, los actores políticos, los
artistas, los trabajadores. Y la óptica de su proceso pedagógico enfatiza esta
verdad que la lógica mercantilista intenta encubrir: los fundamentos de la
evolución de la naturaleza y de la historia de la humanidad están mucho más
centrados en la cooperación, en la solidaridad, que en la selección natural, la
competitividad y la exclusión.
Una
educación crítica y cooperativa es deliberadamente contrahegemónica, y procura
ubicar el destino de sus educandos en el destino global de la humanidad. El
valor de la escuela se evalúa por su capacidad para insertar a los educandos y
los educadores en prácticas sociales cooperativas y liberadoras. Por eso es
indispensable que la escuela tenga claridad acerca de su proyecto político
pedagógico, en torno al cual debe prevalecer el consenso de sus educadores. Sin
esa perspectiva, la escuela corre el peligro de convertirse en rehén de la
camisa de fuerza de su currículo, como un mero aparato burocrático de
reproducción bancaria del saber.
Si
queremos atrevernos a reinventar el futuro, debemos comenzar por revolucionar
la escuela, transformándola en un espacio cooperativo en el cual convivan la
formación intelectual, científica y artística; la formación de conciencia
crítica; la formación de protagonistas sociales éticamente comprometidos con
los desafíos de construir otros mundos posibles, fundados en la compartición de
los bienes de la Tierra y los frutos del trabajo humano.
Por Frei Betto
Fuente del articulo: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=194907
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