La autora advierte que, al igual que en la novela de Huxley, el
neoliberalismo instala el ideal de felicidad a través del disciplinamiento y
plantea una sociedad medicalizada, fundada en un supuesto funcionamiento normal
y regimentado que homogeneiza.
Un mundo feliz, la novela del escritor británico Aldous Huxley publicada
en 1932, narra la realización de un experimento consistente en producir una
organización social feliz a través de la medicalización y la hipnopedia.
Quienes dirigen la investigación administran, calculan y controlan
procedimientos químicos sobre cultivos humanos que se producen en botellas.
Luego adoctrinan a través de la “hipnopedia”, método de manipulación basado en
la repetición de frases cortas, que se graban en el cerebro de los niños al
nacer y mientras se duerme, para que la gente crea ciertas “verdades”. Se
fabricaba un narcótico llamado Soma, droga que se suministraba a los deprimidos
para que se evadan de la realidad y “curar” sus penas. El Estado era el
encargado del reparto de esta sustancia, una especie de elixir de la felicidad,
a fin de controlar las emociones y mantener a las personas contentas, factor
necesario para no poner en peligro la estabilidad de la Metrópolis (nombre de
la ciudad).
Para el mejor funcionamiento del sistema los seres humanos se dividían
en castas: Alfas, Betas, Gammas, Deltas y Epsilons. Los Alfas eran
inteligentes, altos y musculosos; los Epsilons bajos, tontos y feos. Ese mundo
decidió que los de las castas inferiores se cultivarían por lotes de copias
exactas, continuando de por vida siendo tontos e inferiores, para lo cual se
agregaban ciertas sustancias en el tubo de ensayo, condenando a estos seres
inferiores a un destino “natural” e inamovible.
Este notable texto que se inscribió a comienzos del siglo XX como
literatura de ciencia ficción, llevó a su autor a afirmar, unos años después,
que muchas de sus imaginadas truculencias se habían convertido en penosas
realidades con una rapidez que él no había imaginado. Sostenemos que esa
ficción presenta sorprendente similitud con la subjetividad producida por el
neoliberalismo, en la que la medicalización de la sociedad es uno de sus
determinantes principales.
El neoliberalismo es un dispositivo biopolítico que avanza ilimitadamente
sobre la cultura y la transforma en un mercado en el que todo tiene un precio.
Organizada por los imperativos de consumo, la cultura neoliberal precisa
producir una subjetividad narcotizada, que se satisface consumiendo, anhelando
una felicidad consistente en aumentar constantemente su riqueza y tener
un éxito que siempre va a resultar insuficiente. Las personas son consideradas
solo en tanto consumidoras o como recursos humanos a los que hay que evaluar,
decidir para qué sirven y en qué pueden convertirse. Lo social se muestra
atravesado por la falsa premisa de la meritocracia y la ingenua creencia del
empresario de sí mismo, adiestrado en libros de autoayuda y couchings,
encubriendo así la realidad inamovible de los privilegios y los destinos de
exclusión que se presentan como “naturales”.
En el neoliberalismo la cuantificación y la cifra son ideales
orientadores que funcionan como garantías del ser, referenciados en las escalas
de valores que establecen los departamentos de venta de las empresas. Ellos
imponen los criterios de normalidad, salud y enfermedad, los valores
compartidos, hábitos costumbres y los sentidos que luego serán comunes.
Los grandes laboratorios deciden invertir en el desarrollo de medicamentos en
función de estrategias de mercado, para lo cual instalan determinadas
patologías. Establecen la enfermedad, definen los percentiles de anormalidad y
los síntomas que ella incluye, así como la estrategia para la expansión de ese
diagnóstico, que en algunos casos constituirán “epidemias”. Realizan una gran
campaña de marketing que consiste en sponsorear congresos, publicaciones,
capacitaciones, viajes para los profesionales, publicidad, campañas de
prevención y difusión, etc. Si consideramos el hecho de que la industria
farmacéutica es una de las más poderosas del planeta, es fácil deducir que
obtendremos como resultado una cultura cada vez más medicalizada y
homogeneizada en una supuesta salud como en una supuesta enfermedad, una
verdadera colonización de la subjetividad. La investigación en enfermedades
mentales sostenidas por las neurociencias no es el producto de un alma bella
dedicada a hacer el bien a la humanidad, sino que se rige por esta lógica de
expansión del diagnóstico de determinadas enfermedades articuladas a la venta de
remedios.
Consideremos algunos ejemplos. El “ataque de pánico” se puso de
moda en los últimos años gracias a una excelente campaña de marketing
financiada por los laboratorios. Los síntomas que incluye el “novedoso” cuadro
ya fueron agrupados por Freud en 1895 bajo el nombre de neurosis de angustia:
hipertensión arterial súbita, taquicardia, dificultad respiratoria, disnea,
mareos e inestabilidad, sudoración, vómitos o náuseas.
El llamado trastorno bipolar es un cuadro hace tiempo conocido como
psicosis maníaco depresiva, que se ha expandido enormemente en los últimos 20
años por efecto de estas políticas corporativas. Muchísimos sujetos están
siendo rediagnosticados como bipolares a partir de la observación de conductas,
la evaluación de rendimientos, estableciendo parámetros sintomáticos sin que
se realice un diagnóstico estructural.
En el caso de los niños, el Trastorno por Déficit de Atención e
Hiperactividad (TDAH), está a la orden del día. El déficit de atención, la
hiperactividad e impulsividad son características de la infancia, que
fueron elevadas a la categoría de trastorno neurobiológico: un desorden del
cerebro. Los neurólogos afirman que es fundamental realizar un diagnóstico
temprano para evaluar si tales síntomas se presentan con una intensidad y
frecuencia superior a la normal y si interfieren en los ámbitos de su
vida escolar familiar y social. ¿Conocen algún niño que no presente estos
supuestos síntomas? ¿Cuál es la medida de la normalidad y quién la
establece?
El prestigioso neurólogo Fred Baughman denunció ante el Congreso de los
Estados Unidos y presentó una demanda de fraude al consumidor en el Estado de
California por el falso diagnóstico de TDAH. Niños completamente normales
fueron diagnosticados con ficticios desequilibrios químicos cerebrales, y la
subsecuente orden médica de tomar drogas. El exceso diagnóstico induce a
medicalizar comportamientos que simplemente se separan de la norma, sin ser
propiamente trastornos psíquicos.
En nombre de la salud y la normalidad observamos un empuje que lleva a
la ciencia hacia el dispositivo del discurso capitalista y produce el plan
macabro de una sociedad medicalizada a través de la expansión de diagnósticos
en serie y a medida de las necesidades de los grandes laboratorios. Uno de los
mayores éxitos del neoliberalismo es haber instalado dos creencias
generalizadas que responden sugestivamente a la alianza entre neurociencias e
industrias farmacológicas: la de una supuesta normalidad psíquica que se
debe alcanzar y que la vía para esa consecución es la medicalización.
Las neurociencias, funcionales al neoliberalismo, de manera autoritaria
y lucrativa deciden qué es la salud y la enfermedad, miden la subjetividad,
cuantifican la tristeza y definen que estar enamorado es bajar la serotonina a
menos del 40 por ciento. La neurona está por todos lados y todas las
actividades humanas son susceptibles de estar regidas por una lógica cerebral
que hay que medir y medicalizar. Vemos claramente cómo el capital produce
subjetividad y se apropia ya no sólo de la plusvalía sino de la verdad del
sujeto.
La dimensión subjetiva, la singularidad de un síntoma no pueden
localizarse en el sistema nervioso central o en un circuito neuronal que no
anda bien. El sufrimiento no se refleja en imágenes de resonancias magnéticas y
lo humano no se reduce a los términos de un cerebro ni a las conexiones
neuronales. El sujeto del inconsciente es un efecto de los distintos discursos,
y no es susceptible de reducirse a las categorías de un mundo uniforme ni
cuadra con la razón normativizada, la lógica positivista o la evaluación
meramente cuantitativa. El psicoanálisis produjo como novedad un cuerpo
erógeno, afectado, que se satisface y cuyo sufrimiento no coincide con el
circuito neuronal.
Del mismo modo que en la novela de Huxley, el neoliberalismo instala el
ideal de felicidad a través del disciplinamiento, planteando una sociedad
medicalizada, fundada en un supuesto funcionamiento normal y regimentado que
homogeneiza.
La buena noticia es que la angustia, ese afecto tan humano e inevitable,
resiste al medicamento y no se deja domesticar en un diagnóstico
estigmatizante. La singularidad de la angustia impide que ningún “Soma” logre
el objetivo colonizador de realizar una cultura identificada a la máquina, con
un funcionamiento normal, adaptado al mundo del poder. En resumen, la
angustia no engaña y en muchos casos permite despertarnos del sueño
cientificista que propone la industria farmacéutica.
Por Nora Merlin
*Psicoanalista y docente de la UBA. Magister en Ciencias Políticas
(Idaes). Autora de Populismo y psicoanálisis.
No hay comentarios:
Publicar un comentario