“Si no hay
Justicia para el pueblo, que no haya paz para el gobierno”. Emiliano Zapata
Viejos
como la lucha de clases, los insultos proferidos por los oprimidos suelen tener
una misma base histórica y un mismo propósito político. Son formas de la
“expresión” popular que no siempre son “fáciles” ni siempre proliferan
masivamente, pero marcan (como pocas) los territorios de la lucha simbólica
donde, frecuentemente, el sentido del humor más corrosivo surte efectos
demoledores en la moral de los “amos” y en sus ínfulas de prestigio. Desde
luego, nunca falta el ingenioso genuflexo que se cree capaz de neutralizar los
“dardos” del insulto popular con escudos de silogismos chatarra y tandas
represivas a mansalva. Moral y palos.
Hay
insultos de todo tipo contra las clases dominantes. Se producen en todas las
formas y en todos los géneros. Hay canciones, bailes, poemas… dramaturgia,
pintura, cine y humor variopinto. Ironías, sarcasmos, chungas… e incluso
afrentas francas basadas, casi exclusivamente en la procacidad fermentada por
el hartazgo o en la necesidad profunda de herir al poderoso en alguna de sus
fibras sensibles: madres, hijos o parientes cercanos. Aunque no tengan culpa
directa de los “pesares” (humillación y explotación) que se acumulan en los
lomos de la clase trabajadora.
Hay
un sentido subversivo en el insulto popular, contra los gobernantes del dinero
y los gobernantes de la política, que se desliza de maneras diversas entre los
territorios semánticos de cada época. La mayor o menor intensidad del insulto
suele ser coyuntural y es siempre eco de conformaciones culturales
predominantes. Nada escapa a los efluvios del insulto escupido por los pueblos
en el rostro de sus verdugos. Lo supo Cervantes como lo supo Daumier… lo supo
Chaplin y los supo Cantinflas. Abarca a las personas y a las instituciones,
cruza los mares de la furia social para levantar tormentas de adjetivos,
sustantivos y verbos… gestos, muecas y contorsiones. Todo sirve si el insulto
es certero, si pone a temblar las estructuras del ego en sus más caras
fortalezas del poder y logra ridiculizar todo aquello que sustenta la autoridad
de unos cuantos contra la inmensa mayoría. Incluso hay insultos finísimos.
Eso
produce pánico en la clase dominante que necesita como el aire algunos reductos
de “respeto” o miedo para mantenerse en pie. Un “subordinado” que se empecina
en insultar a la autoridad, producto del ascenso de la conciencia o de la
fatiga, comienza a ser temido y reprimido. En los casos más conspicuos se
fragua un circulo virtuoso que, más temprano que tarde, precipitará la caída de
algún verdugo y facilitará un paso, así sea pequeño, en el camino de la
emancipación. Son testigo de eso las mejores tradiciones del grotesco y de los
carnavales. Por aludir a algunos casos.
Pero
en el insulto también se reproduce la ideología de la clase dominante
infiltrada en las cabezas de los dominados. Por ejemplo el sexismo que reina a
sus anchas en el imaginario hegemónico burgués, escurre sin control ni filtro
sobre el arsenal de los se ejercitan para insultar u ofender a los “patrones”.
Por ejemplo, todo género de fetichismo de los genitales y toda clase de
subordinación coital machista, suele florecer en la metralla ofensiva popular
cargada con su sello de clase y con fuerza irreverente. Eso hace una diferencia
clara pero plantea un desafío semántico nodal. No mediremos aquí con la misma
vara la intensidad humillante de los insultos de la clase dominante frente a
los arsenales de la clase subordinada. No caeremos en esa emboscada.
El
“modo” en el insulto popular es determinante. Implica a los matices y a las
intenciones. Hay insultos que vienen de la picaresca y del humor sexualizado y
hay insultos que emergen del miedo y de la rabia. No pocas veces son
combinaciones barrocas con resoluciones explosivas. Pero en su tesitura áspera,
el insulto al poderoso implica un rompimiento. No hay insulto popular contra
los oligarcas que no pondere el enérgico tesoro de la rebeldía. Contundentes y
expresivos los insultos enriquecen en su intensidad, y en su calidad, muchas de
las fórmulas de la lengua española pero con la jactancia de quien descubre una
fuerza ofensiva cargada con analogías que ven el léxico como un arma que tiene,
indudablemente, aristas destructoras. La defensiva pasando a la ofensiva. Igual
que los tesoros, los insultos suelen estar a flor de tierra y así, a lomos de
muchos siglos, los lenguajes peyorativos de clase se ha fortalecido,
pacientemente. Es un arsenal popular de palabras que al hacer temblar la
vanidad del poder y el poder de la explotación, extienden su ejemplo y se
contagian más allá de la perspectiva común y de la comarca del sometimiento (no
hay límites idiomáticos ni gestuales). Es un jardín fértil donde se rehacen los
armamentos de las batallas diarias y su poderío se vuelve potencialmente
infinito. Pésele a quien le pese.
También
es posible crear nuevos insultos mediante la formación de conceptos y de
vocablos contra los estereotipos impuestos que caracterizan una conducta
determinada o el nombre de una clase de individuos (pero esto no es una cátedra
de gramática) por cuanto el insulto refleja al modo de producción y a las
relaciones de producción degeneradas en hartazgo y en rebeldía de pueblo contra
sus “amos”.
Quedan
fuera de ésta reflexión aquellas manías burlonas que son sólo desplantes del
individualismo burgués infiltradas en los pueblos como formas de catarsis reducidas
a banalidades. De esas, no obstante, conviene rescatar lo que de ingenioso
puedan desarrollar gracias la creatividad personal y que bien pueden dar un
salto de calidad movilizadas por el abrigo de consensos que recojan lo que de
fuerza rebelde aporten. Algunos ejemplos muy valiosos están fermentando, por
ejemplo, en USA contra Donald Trump y las esquizofrenias mafiosas en sus
empresarios de la guerra.
Así
y todo sabemos bien que sólo con insultos a los “poderosos” no se transforma la
realidad. Que, incluso, una época fértil en denuestos no implica, “per se”,
saldos positivos en materia de organización ni de elaboración de programas
revolucionarios con vocación de praxis sistematizada. La proliferación de los
insultos contra la clase dominante, por sí misma es sólo un síntoma que, para
crecer en sus valores rebeldes, debe construir conciencia y acción. De nada
sirve quedarse complacido con una concatenación de vociferaciones peyorativas
si eso se torna sólo reducto que tranquiliza. Una vez que estemos seguros del
genuino origen popular de los insultos a los victimarios del pueblo trabajador,
es necesario acordar los pasos que conducen a la salida emancipadora, de lo
contrario quedaremos muy contentos insultándolo todo para que nada cambie. Como
reformistas vulgares.
Por FERNANDO BUEN ABAD DOMÍNGUEZ
Fuente: http://contrahegemoniaweb.com.ar/por-que-insultan-los-pueblos-a-sus-gobernantes/