Lur ha vuelto a clase esta mañana. Hacía más de dos meses que no pisaba ese espacio cotidiano de conocimiento, normas, amistades, docentes, camaradería, amores, etc. Una vuelta a un territorio lleno de emociones. Pero, esta vez, las impresiones son encontradas. Ahora, llega a la puerta, tiene que esperar su turno, a la distancia reglamentada, contenta y expectante, viendo el nuevo look de sus compas con la mascarilla, buscando miradas, guiños cómplices que va aprendiendo desde que llevan la boca tapada, un poco tensionada por cómo van a ir las cosas los próximos días y el nivel de exigencia que se les va a pedir.
Parece que
quedan lejos los abrazos, los manotazos, las confidencias al oído, la alegría,
el enfado, las connivencias a partir de un gesto. Parecen mucho más lejos,
aquellos días cuando hicieron una ilusionante y divertida campaña contra la
pasividad ante el cambio climático, sumándose al llamado de Greta Thunberg.
Parece un recuerdo de otra vida anterior. En medio, encierro. Reclusión en el
hogar. Hay quienes se han adaptado a las nuevas rutinas familares, a trabajar
con el ordenador. Hay quienes han sufrido acoso familiar en casa, quienes no
disponían de recursos digitales para responder a las tareas, quienes tenían
ayuda para llevar a cabo los aprendizajes y quienes no, quienes tenían que
compartir los medios con sus familias porque también otras personas del núcleo
familiar teletrabajaban.
Lur siente nuevas emociones y recuerda las viejas.
Y, ¿en medio? Una mezcla apenas explicable de miedo, tristeza, ausencia,
desmotivación, angustia, ansiedad, fastidio –sobre todo cuando ha pasado su
cumpleaños sola con su familia y en su habitación, esperando nerviosamente la
retahíla de mensajes y vídeos para felicitarla en estas nuevas circunstancias–
y, además, duelo. La amama de Lur sufrió 32 días en la UCI antes de fallecer y
no pudieron verla ni acompañarla en los últimos instantes.
El mundo, que para Lur, más o menos a gusto, era
seguro (tenía sus límites, sus normas, sus cuidados, etc.) se cayó de un día para
otro y se sumergió en la incertidumbre. ¿Qué había pasado? ¿Por qué? ¿Por qué a
nosotras? ¿Qué va a pasar? ¿Cómo estará amama? ¿Cuánto vivirá? ¿Cómo será la
vuelta a la vida anterior? ¿Cómo me siento? ¿Cómo se sienten mis compas?
Lur ha vivido-sufrido esta situación. Y el sistema
educativo que le obliga a ir a su centro escolar le impuso refugiarse en casa y
aumentar de repente su autonomía para responder a los nuevos retos. Y ese
sistema educativo ¿qué le ha ofrecido? Trabajar los contenidos (sinnúmero)
desde casa, con ayuda de docentes que también se encontraban en estado de shock y,
según los casos, con limitadas habilidades digitales, más la ayuda que le
pudieran ofrecer en el hogar.
¿Eso es educación? No. Podrá ser enseñanza a
distancia, tele-enseñanza, enseñanza digital, etc., pero no educación. Las
emociones son imprescindibles en educación, en el aprendizaje, y las que se han
instaurado durante la pandemia son emociones negativas. ¿Qué administración
educativa ha puesto énfasis en el cuidado y gestión de las emociones y en los
sentimientos, es decir, en lo que más necesitaban nuestras estudiantes, en vez
de obstinarse en terminar el temario a cualquier precio? Además, entre otras,
¿dónde han quedado los proyectos colaborativos, las comunidades de aprendizaje,
los grupos de trabajo inclusivos, etc.? Y tantas y tantas cosas.
Pero es que uno de los objetivos de la educación,
según la ley vigente, “es introducir nuevos patrones de conducta que ubiquen la
educación en el centro de nuestra sociedad y economía (…) en la economía
actual, cada vez más global y más exigente en la formación de trabajadores y
empresarios (…) incide inevitablemente en la empleabilidad y en la
competitividad”. Y aquí está la clave. El sistema educativo ha estado muy lejos
de ser la institución segura, inclusiva, equitativa y ética que se le supone
como servicio social, porque sus fines declarados son servir a las necesidades
de la economía de mercado y de la competitividad de las empresas, no a las de
las personas y a las de la comunidad donde vivimos.
Nos encontramos, pues, a una Lur que, gran parte de
sus próximos años, estará inmersa en la educación del sistema hegemónico, donde
los valores, los conocimientos, las inquietudes, las actitudes o las lecturas
de la realidad van a estar supeditados al actual modelo de producción y
consumo. Y, siempre, con el fin de que adquiera los “nuevos patrones de
conducta” al servicio de la economía hegemónica.
La trágica crisis sanitaria forma parte, es una
emergencia sistémica, de la gran crisis ecosocial que sufre la mayoría de las
formas de vida del planeta y que nos ha traído al Antropoceno. Una crisis
ecológica y social causada por el modelo económico vigente que trata de
ensalzar y reforzar la ley educativa de referencia. Superar esta crisis global
evoca inevitablemente la exigencia de trabajar para las necesarias transiciones
sociales y ecológicas que construyan nuevas sociedades más justas, más
equitativas, más ajustadas a los ciclos de la biosfera… y, en consecuencia, más
resilientes ante próximos eventos. Y aquí es donde vuelve a aparecer la
educación, la necesaria transición educativa que forme ecociudadanía empoderada
y desarrolle resiliencia para responder a los retos del futuro.
Al contrario que el objetivo citado, la transición
educativa debe poner la vida en el centro de la educación, en el núcleo de la
actividad y del currículo escolar. Una vida, frágil, finita, que se nos muestra
en la ecodependencia e interdependencia de las personas. Estos principios deben
ser los pilares de una nueva educación ecosocial que guíe el desarrollo
integral del alumnado y que atienda a los problemas locales y globales, así
como a los sujetos y colectivos ocultados en el currículo (cambio climático,
pérdida de biodiversidad –uno de los factores de la pandemia–, crisis de
cuidados, otras economías posibles, salud pública, transición energética… y
personas con necesidades específicas, mujeres, migrantes, desahuciadas, sin
techo, precarias, explotadas…). Todo ello basado sobre los preceptos
ecosociales de justicia y equidad social, de sostenibilidad en el uso de los
bienes comunes y de democracia participativa.
La transición educativa ecosocial ofrece espacios a
la inclusión y al empoderamiento, a la propuesta de alternativas y al
desarrollo de acciones ecosocialmente transformadoras. Y esto exige la
integración en el sistema educativo de una nueva competencia, que debería ser
la más antigua: la competencia ecosocial para la sostenibilidad. El conjunto de
capacidades, habilidades y actitudes que revela una manera de concebir y
expresar la crisis ambiental y una participación real en las ineludibles
transiciones futuras. La competencia ecosocial para la sostenibilidad gravita
alrededor de varios ejes: que cada persona se conozca, se comprenda y se adapte
adecuadamente a sí misma, a su grupo y al mundo en el que vive; que adquiera
los conocimientos de ciencias naturales y sociales necesarios para estar
preparada ante nuevas contingencias; que conozca cómo se desarrolla la vida y
los límites y flujos energéticos, materiales y biofísicos de nuestro planeta;
que sea consciente de la profunda crisis ambiental, de sus impactos sociales y
de la inevitabilidad de profundos cambios sistémicos; que contribuya al
desarrollo de una sociedad plenamente democrática, participativa, solidaria,
inclusiva y plural; que analice críticamente los problemas, busque alternativas
y plantee soluciones imaginativas para ser un agente social activo para el
cambio.
Lur, de esta manera, habría vivido en mejores
condiciones el confinamiento y la vuelta a clase, a sus relaciones y habría
sido un agente activo en su comunidad. Por Lur y por la necesaria transición
social y ecológica, educación ecosocial hacia la sostenibilidad.
Por: Maitane Arri, Marije Etxebarria y JoseManu
Gutiérrez (Euskal Gune Ekosozialista)
Fuente:
https://vientosur.info/pandemia-crisis-ecosocial-y-educacion/
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