Pensar críticamente no es juzgar o denunciar, sino escuchar lo que resiste.
Solemos asociar el pensamiento crítico a estas dos operaciones:
– La sospecha hacia lo dado. El crítico no se limita ni
da por buenas las apariencias, los fenómenos, lo dado. Mira por debajo, por
detrás, entre bambalinas. Y ahí descubre las fuerzas que realmente tiran
de los hilos: el poder, el dinero, etc.
– El juicio y la denuncia. El crítico juzga la realidad
desde un modelo o ideal y señala los defectos, las limitaciones, las carencias.
El mundo no es lo que debería ser. Evalúa negativamente, pone en la picota, a
caldo, a parir.
La crítica tiene hoy un gran prestigio. No es ingenua, sino que ve por
doquier las trampas de un poder omnipresente. No es conformista, muestra queja,
descontento, insatisfacción. No es falsa o hipócrita, dice siempre la verdad de
lo que piensa. No es cómplice, toma partido. El prestigio de la crítica es el
de la “lucidez” sin subterfugios, consuelos ni coartadas.
Me parece que hay muchos problemas en este planteamiento tan reconocido
y celebrado (véase el gran éxito de los críticos en las redes sociales). La
crítica en nuestro mundo es masiva y cotidiana, sin embargo apenas araña el
estado de cosas. ¿Por qué?
Para sugerir una respuesta quisiera plantear otra idea-práctica de
pensamiento crítico, en oposición y alternativa a la primera. Ese pensamiento
crítico sería el que describe la pelea que constituye la
realidad. El que nos hace ver, oír y sentir una batalla en curso. El que mira
la realidad desde la orilla de lo que no se deja capturar o gobernar.
Aterricemos este planteamiento con un ejemplo. Pensemos en internet. Hoy
en día tiene todo el prestigio de la “lucidez crítica” afirmar hasta qué punto
está subordinado a las lógicas de poder y de mercado, hasta qué punto nosotros
mismos reproducimos esas lógicas con cada uno de nuestros tuits y
de nuestros likes, hasta qué punto son ingenuos los
planteamientos que ven posibilidades subversivas y emancipadoras en la red.
Puede ser. Pero si esto es así se debe a que se ha perdido -o mejor dicho se
va perdiendo, es un proceso- una pelea, una batalla, un conflicto.
Entre las distintas fuerzas que disputaban por hacer de la red una u otra cosa.
El resultado que vemos hoy es contingente, provisional y arbitrario, no estaba
inscrito en un origen, una fatalidad, en un ser-así de la
tecnología.
La lucidez crítica se pone siempre al margen de esa
disputa, como si ella misma no estuviese involucrada en lo que describe. Es un
pensamiento exterior, no simplemente porque el crítico no esté implicado en la
pelea, sino porque no la escucha, no recoge nada de ella, no la considera un
dato relevante para pensar. Esa exterioridad del crítico se presenta
habitualmente como “objetividad”.
La lucidez crítica mira el mundo desde el punto de vista del poder,
desde lo que el poder hace con él. Es una mirada fetichizadora porque congela las
cosas en la definición que el enemigo ofrece de ellas, a la vez deshistorizando
y borrando de la vista las fuerzas que la impugnan. Una mirada de Medusa.
La lucidez crítica no cambia nada porque no toca los cuerpos, sino que
sólo añade “conciencia” a una impotencia. No describe funcionamientos o
estrategias en un conflicto abierto, sólo leyes, determinaciones, fatalidades.
Nunca ve el toma y daca en la lucha infinita entre fuerzas, sólo una “vuelta de
tuerca” más en el poder eterno de la dominación. La crítica redobla así el
punto de vista de los vencedores.
Se discute hoy sobre la impotencia de la izquierda. Se explica por
ejemplo que se debe a la ausencia de ideales y utopías. No lo creo. Lo que hay
es una desconexión del discurso con todo lo que lucha, todo lo que resiste,
todo lo que no encaja y grita. Los horizontes y las
alternativas vienen siempre después, primero es la resistencia. La lucidez
crítica es resabiada, determinista e impotente. Al no tener contacto con las
resistencias cotidianas, se apoya en la superioridad moral, siempre estéril y
contraproducente.
Pero no vayamos a caer en la crítica de la crítica. Mejor
repasar brevemente, para observar su funcionamiento concreto, algunos
pensamientos capaces de hacer lo que aquí nos interesa: escuchar y hacer
escuchar el fragor de la batalla.
Con y contra el marxismo: Castoriadis y John Holloway
Los primeros provienen muy directamente de Marx. Marx y el marxismo son
un filón importantísimo de esta otra manera de entender la crítica. Al hacer de
la historia la historia de la lucha de clases. Al emplear la dialéctica entre
contrarios como un método de análisis. Al pensar la emancipación de la clase
obrera como “su propia tarea, su propia obra”. Al considerar la economía como
una división conflictiva entre dueños y desposeídos de las condiciones de
producción.
A día de hoy, cuando uno lee los análisis que se hacen del mundo del
trabajo en términos de la filosofía jurídico-liberal del contrato libre o el
cuentito de Yuval Harari en Homo deus sobre el capitalismo
como “procesador de datos”, advierte hasta qué punto Marx está aún por delante
de nosotros, por redescubrir y reactualizar, como un verdadero clásico.
Pero este impulso de Marx y el marxismo siempre convivió con otro: la
teorización pretendidamente científica. Contra ella carga el pensador
greco-francés Cornelius Castoriadis cuando denuncia que “la lucha de clases
está ausente de El capital”. Sigamos el argumento.
Según Marx, la fase de la “acumulación originaria” consiste en la
expropiación y privatización de los medios de producción. El capitalismo no es
sólo la ampliación del intercambio de equivalentes (la ley del valor) a toda la
sociedad, sino en primer lugar una violencia expropiadora. Nace así, envuelta
en sangre, una clase de desposeídos que sólo puede vender su fuerza de trabajo
para sobrevivir. Esa fuerza de trabajo, prosigue Marx, no es una mercancía como
las otras, sino que al ser empleada produce más valor. Ese plus está en el
origen del beneficio capitalista.
Castoriadis coincide en que la fuerza de trabajo no es una mercancía
como las demás, pero por otras razones: tanto su “valor de uso” como su “valor
de cambio” están indeterminados. Es decir, tanto el
rendimiento efectivo que se podrá extraer de ella a lo largo de una jornada de
trabajo (valor de uso) como los costes de reproducción que fijan el salario
(valor de cambio) son el resultado de una pelea que recomienza cada día.
La lucha cotidiana de los proletarios co-determina en
un grado decisivo la configuración de lo real. La historia entera del
capitalismo ha dependido (y depende) de ella: la evolución de la técnica, de
los métodos de gestión del trabajo, del reparto de la riqueza, de los niveles
de empleo, de los derechos sociales, etc. Al abstraer la lucha para pensar
mejor las regularidades o leyes del capital, nos quedamos con una visión
unilateral que sólo ve lo que el capital “hace ser” a la realidad.
¿Cuál es la dificultad? Pues que la lucha no es una “cosa”, la
resistencia obrera no se deja “deducir” de una hipótesis teórica, hay que escucharla. Su
forma, su intensidad, su impacto, sus agentes, no se pueden presuponer. La
crítica que nos interesa tiene la vista en el oído. No sólo
abstrae o contempla (theoria), sino que abre bien los oídos, activa
todos los sentidos para pensar.
Por ejemplo Socialismo o Barbarie, el grupo donde militó Castoriadis
durante dos décadas, inventó procedimientos concretos de escucha (encuesta
obrera, etc.) a través de los cuales percibieron que la resistencia proletaria
no sólo se expresaba como un conflicto explícito por el salario a través de
organizaciones formales como los sindicatos, sino también de luchas informales
y cotidianas (sabotaje, chapuza, interrupción de la cadena de montaje) mediante
las cuales se cuestionaban asimismo las condiciones de
trabajo.
En un sentido parecido a Castoriadis, John Holloway habla del
carácter dual del trabajo en el capitalismo: como trabajo
abstracto, indiferenciado y general, trabajo para hacer dinero;
como hacer concreto, con su propio tiempo, su propio proceso,
sus propios fines. Entre ambos no hay identidad o subordinación completa, sino
tensión, conflicto, antagonismo.
Hay una captura del hacer concreto en el trabajo abstracto: intensificar
la productividad, precarizar las condiciones, acelerar los ritmos. Pero la
determinación nunca es total: hay pelea. El hacer concreto
busca defender su temporalidad, su carácter cualitativo, sus propios objetivos:
“hacer las cosas bien”, como decimos a veces. Se sustrae, escapa, resiste. La
tendencia del hacer es la contradicción del capitalismo, pero no una
contradicción “objetiva” o “cíclica”, sino viva y subjetiva. Hay que escucharla,
sin presuponerla.
No cabe disociar el análisis del capitalismo y el de las luchas como si
fueran dos cosas distintas y que van cada una por su lado. La financierización
de la economía, el crédito y el endeudamiento, no sólo es una “vuelta de tuerca”
del capital en su voracidad insaciable, sino una “fuga hacia adelante” frente a
algo que se resiste y lo agrieta. La lucha es una dinámica presente que habita
en el corazón mismo del capital, la sustancia de sus crisis y la única base
material de un cambio posible.
Pensar en exterioridad el capital y las luchas implica considerar al
capital como un “sujeto automático”, estudiar su crisis final como un “colapso
objetivo”, en el fondo una posibilidad vacía… La realidad no sólo se define
desde el poder, sino desde unas resistencias que debemos escuchar cada
vez. El trabajo, pero también las tecnologías, las imágenes, los
lenguajes y los deseos son el resultado siempre incierto e indeterminado de una
pelea permanente, de un toma y daca infinito.
El punto de vista de la plebe: Foucault y Diego Sztulwark
Escuchar las resistencias cada vez significa cuestionar
que estas asuman siempre la misma forma y sigan siempre una misma lógica. Es lo
que Foucault trató de plantear en 1977 en una célebre entrevista con Jacques
Rancière titulada ‘Poderes y estrategias’.
En ella Foucault llama “plebe” a las resistencias, “lo que responde a
toda avanzada del poder con un movimiento para deshacerse de él”. La plebe no
se opone al poder como si fuese un duelo, una batalla napoleónica, un frente a
frente, sino que más bien “hay plebe” allí donde hay relaciones de poder y
ambas atraviesan la superficie social entera. Lo que se cuestiona en este
planteamiento de Foucault es el esquema y la lógica de la contradicción.
Hay relaciones de poder y plebe tanto en el proletariado como en
la burguesía. El conflicto no siempre opone dos bloques simétricos, sino que es
una dinámica viva y cambiante, movediza y nómada.
¿Qué es entonces la crítica? Foucault habla de “pensar por funcionamientos”.
Algo muy distinto a un juicio o una condena moral, a una queja victimista o una
denuncia, a una proyección de sueños o utopías. Es la descripción de las
distintas estrategias que se despliegan en la pelea, de los distintos
movimientos de las fuerzas en presencia. No trata de explicarlo todo a partir
de un punto de origen o un foco central de dominación (el Poder, el Valor, el
Espectáculo, etc.), sino de describir los funcionamientos concretos enzarzados
en un determinado conflicto. Estrategias móviles, dinámicas específicas, no La
Gran Contradicción.
“Tomar el punto de vista de la plebe, que es el del reverso y el límite
en relación al poder, es indispensable para hacer el análisis de sus
dispositivos, a partir de ahí pueden comprenderse su funcionamiento y sus
transformaciones”. Sólo desde la vida dañada de los locos, los enfermos o los
prisioneros y sus resistencias se puede entender el manicomio, el hospital, la
prisión. Sólo desde la anomalía podemos entender la normalización.
La crítica totalizadora es perezosa y repetitiva porque aplica sobre
cualquier punto de la sociedad el mismo esquema a priori, jerarquizando las
resistencias (antes los obreros que las mujeres, antes las mujeres que los
trans…) en lugar de analizar el impacto de cada lucha, lo que cada una pone en
juego y cuestiona, su extensión propia y sus conexiones específicas. No escucha
singularidades. Es una mirada desde las cumbres, a vuelo de águila, mientras
que el punto de vista situado de la plebe produce “saberes estratégicos”.
Un buen ejemplo de este proceder crítico-estratégico me parece que sería
hoy la forma en que construyen hoy saberes y movimiento ciertos feminismos
latinoamericanos, en los que el “género” funciona como una especie de
perspectiva desde la cual percibir, describir y conectar las distintas formas
de explotación del trabajo formal e informal, las distintas violencias que se
ejercen contra los cuerpos y las tramas comunitarias (desde el endeudamiento
hasta el femicidio), las distintas rebeldías e insumisiones al sistema
capitalista patriarcal. No a priori, según un esquema teórico, sino
concretamente y punto a punto.
La plebe es también uno de los ejes principales de La ofensiva
sensible de Diego Sztulwark. Hoy, cuando la línea del frente nos
atraviesa por el medio, la plebe pasa adentro, se vuelve interior.
El neoliberalismo es la tentativa de confundir deseo y mercado, de convertirnos
en sujetos de rendimiento 24/7, de someternos al mandado de productividad
total, pero nuestros cuerpos se agrietan y gritan. Por todas partes se abren
fisuras y agujeros: ansiedad, depresión, cansancio. Son los “síntomas”. Frente
a la patologización o culpabilización de los síntomas, Sztulwark nos invita a
escucharlos, a aliarse con ellos, a pensar a partir de ellos. Son los agujeros
a través de los que podemos ver más allá y pasar más allá.
La crítica ya no es entonces un discurso exterior, que añade conciencia
a una impotencia, sino que nos pasa por el cuerpo y elabora algo del cuerpo. Ya
no describe simplemente lo que el poder hace, sino que mira desde lo que se
rompe, se quiebra y no se deja capturar. Ya no enjuicia o denuncia desde la
superioridad moral, sino que habla y busca el contagio desde
las propias heridas, las averías y las grietas. La crítica sintomática nos hace
escuchar el estruendo de una batalla que se da a la vez dentro y fuera de
nosotros mismos.
Tomar este punto de vista de la plebe interior, que es de
nuevo el del reverso y el límite en relación al poder, resulta nuevamente
indispensable para hacer el análisis de los dispositivos neoliberales: coaching,
transparencia, seguridad, fluidez, comunicabilidad. Sin captar el malestar que
roe todas las relaciones sociales no podemos entender nada de nuestro presente.
Veremos por ejemplo en los fascismos posmodernos que afloran hoy la enésima
“vuelta de tuerca” del capitalismo, cuando en realidad son una respuesta a la
crisis de neoliberalismo incapaz de imponer plenamente sus modos de vida.
Indeterminación y co-determinación, grietas y hacer, saberes
estratégicos y funcionamientos, plebe y síntomas… Distintos caminos para
reinventar la crítica como pensamiento de la pelea, como método de la crisis,
como escucha de los agujeros que se abren una y otra vez en la dominación.
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Por: Amador Fernández-Savater. Eldiario.es. 15/09/2020
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