Finalmente, buscando radicalidad nos preguntamos: ¿cómo ve la teología cristiana esta cuestión de una eventual extinción de la especie humana?
Primero
situemos la pregunta en su tradición histórica, pues no es la primera vez que
los seres humanos se plantan seriamente esa pregunta. Siempre que una cultura
entra en crisis, como la nuestra, surgen mitos del fin del mundo y de
destrucción de la especie. Se usa un recurso literario conocido: relatos
patéticos de visiones e intervenciones de ángeles que se comunican para
anunciar cambios inminentes y preparar a la humanidad. En el Nuevo Testamento
ese genero adquirió cuerpo en el libro del Apocalipsis y en algunos pasajes de
los Evangelios que ponen en boca de Jesús predicciones del fin del mundo.
Hoy
prolifera una amplia literatura esotérica que usa códigos diferentes, como el
paso a otro tipo de vida y la comunicación con extraterrestres. Pero el mensaje
es idéntico: el cambio es inminente y hay que estar preparado.
Es
importante no dejarse engañar por este tipo de lenguaje. Es un lenguaje de
tiempos de crisis y no un reportaje anticipado de lo que va a ocurrir. Pero hay
una diferencia entre los antiguos y hoy. Para los antiguos el fin del mundo
estaba en su imaginario y no en un proceso que existía verdaderamente. Para
nosotros está en el proceso real, pues hemos creado de hecho el principio de
autodestrucción.
¿Y
si desaparecemos, cómo hay que interpretarlo? ¿Que nos ha llegado el turno en
el proceso evolutivo ya que siempre hay especies desapareciendo naturalmente?
¿Qué dice la reflexión teológica cristiana?
Sucintamente
diría: si el ser humano frustrase su aventura planetaria significaría, sin duda
alguna, una tragedia indescriptible. Pero no sería una tragedia absoluta. Esa
ya se perpetró un día, cuando el Hijo de Dios se encarnó en nuestra miseria,
por Jesús de Nazaret. Poco después de su nacimiento fue amenazado de muerte por
Herodes, que sacrificó a todos los niños de los alrededores de Belén con la
esperanza de haber asesinado al Mesías. Después, durante su vida fue
calumniado, perseguido, rechazado, preso, torturado y clavado en una cruz. Solo
entonces se formalizó lo que llamamos pecado original, que es un proceso
histórico de negación de la vida. Pero los cristianos creen que ocurrió también
la suprema salvación, pues donde abundó el pecado también superabundó la
gracia. Y hubo la resurrección, no como la reanimación de un cadáver, sino como
la irrupción del ser humano nuevo, con sus virtualidades realizadas en
plenitud. Mayor perversidad que matar a la criatura, la vida, el planeta, es
matar al Creador encarnado.
Aunque
la especie se mate a sí misma, ella no consigue matar todo de ella. Solo mata
lo que es. No puede matar aquello que todavía no es: las virtualidades
escondidas en ella que quieren realizarse. Y aquí entra la muerte en su función
liberadora. La muerte no separa cuerpo y alma, pues en el ser humano no hay
nada que separar. Es un ser unitario con muchas dimensiones, una exterior
material, el cuerpo, y ese mismo cuerpo con su interioridad y profundidad, que
llamamos espíritu. Lo que la muerte separa es el tiempo de la eternidad. Al
morir, el ser humano deja el tiempo y penetra en la eternidad. Al caer las
barreras espacio-temporales, las virtualidades encadenadas pueden abrirse en su
plenitud. Solo entonces acabaremos de nacer como seres humanos plenos (Boff,
2000).Por lo tanto, aún con la liquidación criminal de la especie, el triunfo
de la especie no se frustra. La especie sale trágicamente del tiempo por la
muerte, muerte que le concede entrar en la eternidad. Y Dios es quien puede
sacar de la muerte, la vida y de la ruina, la nueva criatura.
Alimentamos
esta esperanza. Así como el ser humano domesticó otros medios de destrucción,
le primero de ellos el fuego, que originó mitos de fin del mundo, así ahora,
esperamos, domesticará los medios que pueden destruirlo. Aquí cabría hacer un
análisis de las posibilidades dadas por la nanotecnología (que trabaja con
partículas ínfimas de átomos, genes y moléculas), que puede eventualmente
ofrecer medios técnicos para disminuir el calentamiento global y purificar la
biosfera de los gases de efecto invernadero.
Más
esclarecedor es pensar estas cuestiones en el marco de la física cuántica y de
la nueva cosmología. La evolución no es lineal. Acumula energía y da saltos.
Así también la física cuántica de Niels Bohr y Werner Heisenberg nos sugiere
virtualidades escondidas, venidas del Vacío Cuántico, de ese océano
indescifrable de energía que subyace e impregna el universo, la tierra y a cada
ser humano, que pueden irrumpir y modificar la flecha de la evolución.
Me
niego a pensar que nuestro destino, después de millones de años de evolución,
termine así miserablemente en un tiempo próximo o en las próximas generaciones.
Habrá un salto, quien sabe, en la dirección de aquello que ya en 1933 Pierre
Teilhard de Chardin anunciaba: la irrupción de la noosfera, es decir, de un
estado de conciencia y de relación con la naturaleza que inaugurará una nueva
convergencia de mente y corazones, y así un nuevo estadio de la evolución
humana y de la historia de la Tierra.
En
esta perspectiva el escenario actual no sería de tragedia sino de crisis de
paradigma, de la forma como habitamos nuestra Casa Común.
La
crisis acrisola, purifica, hace madurar. Ella anuncia un nuevo comienzo.
Nuestro dolor es el dolor de un parto y no los dolores de alguien que está a
punto de morir. Todavía vamos a irradiar.
Es
importante decir que no acabaría el mundo sino este tipo de mundo insensato que
ama la guerra y la destrucción en masa. Vamos a inaugurar un mundo humano que
ama la vida, desacraliza la violencia, tiene cuidado y piedad de todos los
seres, practica la justicia verdadera, venera el Misterio del mundo que
llamamos Fuente Originaria hacer ser a todos los seres y que nosotros llamamos
Dios, y que, en fin, nos permite estar en el monte de las bienaventuranzas.
El
ser humano habrá simplemente aprendido a tratar humanamente a todos los seres
humanos, y con cuidado, respeto y compasión a todos los demás seres. Todo lo
que existe merece existir. Todo lo que vive merece vivir, especialmente
nosotros, los seres humanos.
Por:
Leonardo Boff
Fuente:
http://www.servicioskoinonia.org/boff/articulo.php?num=1004
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