El corazón de la sociedad flota en veneno y está cercado con alambre de púas, y responde al miedo programado de décadas de un sistema educativo que asocia educación con dinero.
“Llamar a la
domesticación del animal ‘mejoramiento’ suena a nuestros oídos casi como una
broma. Cualquiera que sepa lo que sucede en una casa de fieras dudará que en
ellas la bestia ‘mejore’. Es debilitada, es hecha menos dañina, es convertida,
mediante el efecto depresivo del miedo, mediante las heridas, mediante el
hambre, en una bestia enfermiza”.
Friedrich Nietzsche
El miedo describe, y quizá resume, la base de
modelos educativos que imperan en nuestra sociedad. El castigar que se desplaza
sin freno por un carril de la vía, y el premiar dosificado, entregado en
pequeñas gotas, moviéndose en sentido paralelo, son dualidades que se nos
venden como algo opuesto, pero que en el fondo son solo el maquillaje que
esconde el carácter inseparable de mecanismos de domesticación que al final ya
no requieren del verdugo que infringe dolor para sostener el statu quo,
para imponer una forma de pensamiento único que castra lo diverso, que
encarcela almas.
Vivimos en una sociedad que reproduce el yugo, no
solo bajo formas de arrodillamiento ante tiranías y clases dominantes, sino
también en cotidianidades que reflejan la marca fundida con acero en la psique,
en territorios mentales colonizados que requieren de la amenaza del escarmiento
como mecanismo de control para obrar o dejar de hacerlo.
De este modo acciones que antes pensamos
imperdonables, ahora se convierten en una regla espantosa, mediada por el
dinero y el castigo. Y así terminamos respondiendo a compromisos solo por el
hecho de que éstos puedan costarnos el dinero invertido en algún curso, o
formación académica en cualquier nivel.
Procesos educativos descentralizados, alternativos,
desligados del chantaje de la nota que infunde miedo a través del examen, son
tomados por la sociedad como un acontecimiento desechable, que se toma y se
abandona con la misma facilidad que se arrojan los desechos del día a la
basura.
No son procesos asumidos como una posibilidad de
libertad para explorar y recuperar nuestra autonomía en una búsqueda que, sin
importar las dificultades, debe nutrir el espíritu porque produce placer al
hacerlo, una búsqueda donde abandonamos excusas y otorgamos tiempo y corazón
para resquebrajar el statu quo que sutilmente se tomó nuestras
cabezas.
Pero el corazón de la sociedad flota en veneno y
está cercado con alambre de púas, y responde al miedo programado de décadas de
un sistema educativo que asocia educación con dinero, pues está dictaminado que
se estudia para competir, para sobresalir pisoteando al otro, para destruir
cualquier lazo de solidaridad y ayuda mutua, mientras se persigue el espejismo
de acumular capital a toda costa.
Es una asociación que además se deriva del saqueo
de las condiciones materiales de existencia que el modelo neoliberal, el
capitalismo voraz e insaciable, ha robado a pueblos y naciones. La educación
como sinónimo vergonzante de acumulación de dinero se vende como solución a los
desesperanzados que, cada vez más sumergidos en la miseria provocada por las
clases dominantes en el poder, buscan salidas materiales convirtiendo la educación
en castración e irreflexión, y no en liberación y rebeldía para acabar con
Estados y gobiernos tiránicos como el colombiano.
Nada más terrible para una sociedad que los modelos
educativos reproduzcan, en todos los niveles de la vida cotidiana, adormecimiento
y control social a partir del miedo y la falsa ilusión de acumular capital.
La conciencia crítica de cada época aún reposa, a
pesar de todas sus falencias y contradicciones, en la educación, aunque esto se
relegue, se oculte y pretenda ser marginalizado. Recordarlo implica trabajar
para que la rebeldía deje de manifestarse como una excepción y pase a
constituirse en misión de un modelo educativo para un pueblo que lo necesita. Y
ello también recuerda que no existe nada más político que lo cotidiano, pues es
desde este lugar afectivo donde se irrigan los actos que pueden descontaminar a
una sociedad intoxicada por décadas de desesperanza, miedo y opresión.
Por: Alexander Escobar
Fuente: Rebelion
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