sábado, 27 de noviembre de 2010

Diálogo con Paulo Freire

Paulo Freire nació en 1921. O, como él mismo dice, "poco después del triunfo de la Revolución de Octubre". Joven aún, pero casado ya con Elza, su compañera a lo largo de 40 años, comenzó a dirigir el Sector de Educación del Servicio Social de la industria en Recife. De su experiencia en esa institución a dicho Freire: "Me fui espantado y tratando de comprender la razón de ser del espanto [...] aprendiendo, de un lado, a dialogar con la clase trabajadora, y de otro, a comprender su estructura de pensamiento, su lenguaje, a entender lo que yo llamaría la terrible maldad del sistema capitalista". Allí, sin llamarla aún así, comenzó a hacer y a pensar la educación popular.


A principios de la década de los 60, en Río Grande do Norte, Freire concibió y comenzó a aplicar su método de alfabetización, basado en la comprensión del lenguaje popular y en el descubrimiento y la discusión de temas políticos, económicos, sociales e históricos relevantes para los que se alfabetizan. Una gran cantidad de educadores comprometidos con la causa popular acogió y comenzó a profundizar en la práctica esta propuesta pedagógica.



En junio de 1964, poco después del golpe militar en Brasil, Paulo Freire fue apresado por el ejército. De ahí saldría para el exilio en Chile y Europa, compartiría sus experiencias de educador trabajando en diversos países (Guinea-Bissau, Angola, Cabo Verde, São Tomé y Príncipe, Granada, Nicaragua).



Poco después de concluir este doloroso y fecundo exilio, Paulo Freire nos visitó como invitado al Congreso de Psicología celebrado recientemente en Cuba. En esta primera estancia en nuestro país, nos concedió esta entrevista que fue más aun: un diálogo fraterno en que se abordaron algunos de los puntos fundamentales de su pensamiento y sus reflexiones más actuales.



Hacer una entrevista a quien ha dicho que no hay pregunta tonta ni respuesta definitiva resulta tranquilizador.



¿Dónde fue que dije eso? ¿Lo recuerdas?



En una intervención durante un Congreso de Educación Popular celebrado en Buenos Aires, donde exigió que lo llevaran a oír tangos.


Exacto, exacto.



Me pregunté qué exigiría usted cuando llegara a La Habana.


He venido con tan poco tiempo esta vez que no me ha alcanzado ni para plantear exigencias. Solamente he querido conocer personas y crear amistades. Creo que pueden darse cuenta de lo que significa para mí, un brasileño, un hombre de ideas —aunque conserve ciertas ingenuidades de interpretación— que hizo una opción a favor de las clases populares, llegar a Cuba por primera vez. Creo que entienden la emoción que siento al pisar un suelo donde no hay un niño sin escuela, donde no hay nadie que no haya comido hoy. Como ustedes dos son de la generación que casi nació con la Revolución, quizá no comprendan la emoción que siento yo, que nací hace muchísimo tiempo, un poquito después de la Revolución de Octubre. Comparar, por ejemplo, esta realidad con la gente de mi país que no comió hoy, que no comió ayer, que no comió antes de ayer y que no va a comer mañana; la cantidad de niños que murieron hoy, que están muriendo ahora, y saber que estoy en una tierra donde nadie muere de hambre, donde hay una solidaridad en la posibilidad histórica, donde no hay una riqueza que te hiera ni una pobreza y una miseria que te humillen. Para mí es una emoción inmensa. Yo les confieso que lo único que me hace sufrir hoy en La Habana es no estar aquí con Elza, que fue mi mujer, mi amante, la profesora de mis hijos, la abuela de mis nietos. Fue mi educadora y amaba a Cuba. Pero no hay que llorar, hay que cantar la alegría de estar en Cuba. La amabilidad de los cubanos es increíble. Es la amabilidad que nace de la alegría, de la felicidad. Sentí una gran emoción ayer al oír a Fidel, que hablaba como político y como pedagogo. Su discurso estaba lleno de pedagogía, de esperanza, de realidad[2]. Yo creo que vine en un buen momento, aunque me pregunto cuál es el momento malo para venir a Cuba. Ese momento no existe.



Creo, sin embargo, que este es un momento especialmente bueno por más de una razón. Primero, por el enorme interés que están despertando en Cuba las posiciones de los cristianos, las comunidades eclesiales de base y su creciente importancia en diversos puntos de la América Latina, y las experiencias de la educación popular. Pero, además, porque estamos viviendo un proceso autocrítico del conjunto de la sociedad que, por supuesto, pasa por la educación. No sé si sabe que durante el último Congreso del PCC y el último de la UJC la educación fue un tema muy debatido[3]. Después de la Campaña de Alfabetización, que fue el hecho cultural más grande de la Revolución...


¡Exacto! Y para mí, la Campaña de Alfabetización de Cuba, seguida años después por la de Nicaragua, constituye uno de los más importantes hechos de la historia de la educación en este siglo.



Después de la Campaña, Cuba consiguió hacer masiva su educación; que, como usted decía, no haya niños sin escuelas, que ningún adulto que quiera estudiar no pueda hacerlo. Hemos estimulado fuertemente la educación de los adultos. Y, sin embargo, la educación cubana atraviesa en estos momentos un período autocrítico.


En otras palabras, está siendo reestudiada. Mira, yo percibía ayer en el discurso de Fidel toda la cuestión de la rectificación. Creo que es extraordinariamente importante la cuestión de la dimensión de humildad que creo que tiene que tener una revolución. En el momento en que una revolución no reconoce probables errores cometidos, se pierde, porque se piensa a sí misma hecha por santos. Precisamente porque son hechas por hombres y mujeres, y no por ángeles, las revoluciones cometen errores. Lo fundamental es reconocer probables errores y rectificarlos. El empuje hacia la rectificación es la prueba de la vitalidad. Es la humildad necesaria que una revolución tiene que tener. Y creo que esto es aplicable a la educación: es necesario revisar la práctica educativa para encontrar aquella que se corresponda más adecuadamente con el proceso revolucionario.



Uno de los grandes problemas que una revolución tiene en su transición, en sus primeros momentos de vida, consiste en que la historia no se hace mecánicamente; la historia se hace históricamente. Esto significa que el cambio, las transformaciones introducidas por la revolución en su primer momento —en la medida en que se empieza a salir del modo de producción capitalista—, las relaciones sociales adecuadas al nuevo modo de producción, no se construyeron de la noche a la mañana. Se cambia el modo de producción y lo que hay de superestructural en el dominio de la cultura, incluso del derecho, y sobre todo de la mentalidad, de la comprensión del mundo —de la comprensión del racismo, por ejemplo, del sexo—; la ideología, en fin, queda 20 años por detrás del modo de producción cambiado, porque está forjada por el viejo modo de producción, que tiene más tiempo histórico que el nuevo modo de producción socialista.



Si la cuestión histórica fuera mecánica, yo ya habría hecho la revolución en Brasil. Yo no, claro, yo ayudaría a los Lula a hacer la revolución. Pero no es un proceso mecánico, sino histórico.



Uno de los grandes problemas que tiene una revolución en su transición, que a veces es muy prolongada, es el siguiente: la vieja educación, de naturaleza burguesa, llena de ideología burguesa, obviamente no responde a las necesidades nuevas, a la nueva sociedad aún no creada; la nueva sociedad comienza a crearse, por supuesto, durante el proceso de movilización popular, de organización popular para la revolución. Ahí empieza la creación de la nueva sociedad, pero esta todavía no tiene un perfil definido a no ser teóricamente. Lo que sucede es que, llegada al poder, la revolución se enfrenta a la permanencia de residuos de la vieja ideología, a veces hasta dentro de nosotros los revolucionarios, que estamos marcados, invadidos, por la ideología dominante, que se aloja en nosotros mañosamente. Lo que pasa entonces es que en el momento de la transición, la educación tiene poco que ver —no quiero decir "no tiene nada que ver", para no parecer demasiado exigente— con el proceso de construcción de la nueva sociedad, del nuevo hombre y la nueva mujer.



Hay que hacer una nueva escuela. Y el problema reside precisamente en que la nueva educación necesita de la nueva sociedad, y esa sociedad no está todavía parida. Hay un momento de perplejidad. El educador dialéctico, dinámico, revolucionario tiene que enfrentar los obstáculos que su propio proyecto pedagógico, más revolucionario que lo que la media piensa que debería ser, le crea; en esta fase de transición —la he estudiado, no en los libros, sino a nivel de experiencia personal... 



 



 


Esther Pérez y Fernando Martínez Heredia • La Habana.

(Esta entrevista fue publicada originalmente en la revista Casa de las Américas, No164, La Habana, septiembre-octubre de 1987, pp. 114-118)



 

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