El
sentido y la enorme importancia de la Teoría de la Educación en la Pedagogía y
en las Ciencias de la Educación estriba en que la teoría educativa representa
el modo de pensar lo educativo que nos posibilita ejercer la crítica y el
análisis distanciado respecto a los sesgos ideológicos latentes en las
didácticas y pedagogías “prácticas” o descriptivas al uso. Se trata de un modo
de aproximación a lo educativo que puede (aunque no siempre lo sea) ser
crítico, ya que crea la distancia teórica o teorización, el
movimiento en la “mirada” al “objeto” que englobamos en el término “educación”,
con una pretensión de universalidad e intemporalidad que, con todo lo que tenga
también ello de problemático, salva del excesivo apego a lo que se nos presenta
en la educación como algo “natural”, “bueno”, “progresista”, “transformador”.
Es decir, la buena crítica ha de fabricar esta suerte de espacio impermeable a
la ideología garantizado por el ecuánime dar razones y argumentos discutiendo
sobre la propia tradición, con una mínima pretensión de verdad, que desborde el
objetivo de lo meramente útil o pragmático (aquí nos desviamos del gran Dewey,
aunque no se le deba despachar en cuatro líneas ni mucho menos). El mismo
espacio independiente que, por muy fantasmal que sea e inexacto que parezca,
hemos defendido reiteradamente en este blog para la institución universitaria.
Así
se explica que la Teoría de la Educación no sea a veces muy querida. Se aluden
dos razones para este desamor. Una sería que su armazón de cristal significa
una rancia y conservadora celda para el alegre y vivo discurrir de la práctica
educativa, en el “aula feliz” y lúdica que hoy todos pretender realizar. Se
vincula con posiciones ideológicas tradicionalistas, incluso de derechas,
próximas a modelos teológicos cristianos y con una fuerte impronta academicista
y escolástica, en el peor sentido de estos adjetivos. Y su corsé además de
ideológico y por tanto cómplice de una cierta manera de ser y estructurarse la
sociedad, frenaría el dinamismo de la realidad educativa a la que por querer
mirar de tan lejos y fríamente, no llegaría a observar apropiadamente, echando
mano de prejuicios miopes a la hora de seguir el concreto, espontáneo y feliz
acontecer del aula. Se dice esto como una de las razones que sus detractores
esgrimen para ir marginándola en eventos educativos, planes de estudio,
publicaciones, etc.
Digamos
que si esta objeción manifiesta parte de razón, sospechamos que en no pocas
ocasiones en que la teoría “amenaza” con desbordar este peligro de albergar
ella misma, como conjunto de “contenidos” y “verdades” previos y universales
sobre la educación un prejuicio de tipo ideológico e interesado, sucede todo lo
contrario y por tanto es temida de manera más o menos inconsciente precisamente
por suponer un modo de abordaje crítico, desafiante y socrático de lo
educativo. Si engrasamos la estructura un tanto fósil de ciertos modos de
entender la Teoría de la Educación, nos topamos con un saber que aunando
reflexión con observación, sea capaz de lanzar todo por los aires.
Es
esta presencia potencial de lo socrático en ella, la que más se teme y contra
la que el actual gremio pedagógico (curiosamente más por parte de pedagogos
“progresistas” a pesar del sesgo neoliberal que estas novedades encierran, como
veremos), se está armando con conceptos como el de “competencias”. Por
comodidad, intereses personales y partidistas, ignorancia, miedo, o por todo
ello a la vez, el latente riesgo de la pregunta y la impugnación se erige como
lo que realmente exilia a este modo teórico de abordar lo educativo del reino
de las ciencias de la educación. Se asume con excesiva ligereza que la función
de estas ciencias y de todo saber en torno a lo educativo es de un modo u otro
una asunción del contexto educativo en el que nos desenvolvemos, una asunción
miope y clausurada en sí misma, que empieza y acaba en lo que la realidad
práctica de la escuela nos presenta. Incluso esto se justifica como un modo de
acercar la reflexión pedagógica al campo donde se desarrollan las lides educativas.
Y todo el mundo asiente con complacencia. Lo que no se ajuste a estos márgenes
de lo existente, de lo dado, de lo que de hecho pasa en la escuela y los datos
que lo acompañan, es tachado de retrógrado e inservible, porque se presupone
que es la utilidad lo que ha de dinamizar a la escuela y a todo lo relacionado
con la educación. Una utilidad que estriba en acoplarse adaptativamente al
medio social, lo que se expresa en los términos de “acercamiento de la escuela
a la sociedad”.
Y
con lo teórico, en el ámbito de las ciencias de la educación, cae también el
currículo “tradicional” basado en contenidos. Igual que la teoría es suplantada
(que no complementada o puesta a discutir) con saberes no ya científicos,
muchas veces, sino técnicos, en el currículo ya no se estila el viejo abanico
de asignaturas y materias, que ahora se sustituye por un aprender a aprender
vacío, como destreza, como clave de lo que se van a llamar “competencias”. Todo
esto se justifica como una forma de eludir, decíamos, el sesgo ideológico de lo
teórico y de la tradición, del conocimiento básico acumulado. Las competencias
que es lo que ahora hay que enseñar en lugar de los antiguos contenidos (temas,
autores, etc.) vienen a constituir un saber técnico y formal, una especie de
destreza que se aprende para aplicar, flexiblemente, a distintos contextos.
Así, al niño se le enseña a “leer” su realidad, aunque jamás en el modo de
Paulo Freire, que implica una lectura crítica y transformadora, sino como una
captación de los problemas prácticos que emanan de nuestra interacción e
integración en un contexto (social, cultural, laboral) determinado. Hay que
enmarcar bien el problema, definirlo, y resolverlo, para lo cual se echa mano
del ingente paquete de contenidos que se encuentra depositado en internet (para
esto se enseña hasta la saciedad un buen uso de las TIC). Pero nótese bien que
sólo se acude a buscar lo que precisa, de manera directa y exacta, la
resolución de nuestro problema concreto, que es además la fuente de los muy
cacareados “intereses” del niño. Se enseña al niño a buscar y utilizar solo lo
que le sirve y le seduce por su presencia preponderante y llamativa, como
problema, en su realidad inmediata. A esto se le llamó “aprendizaje
significativo”.
Diré
solo una objeción a todo ello: Si se problematiza solo lo que el medio nos
presenta como problema práctico, encajándonos bien en sus márgenes, leyes y
formas, asumiendo sus reglas para interactuar exitosamente en el mismo y que
este nos premie, no hay lugar en un saber competencial para problematizar al
propio medio en sí. Es decir, se elude no ya la posibilidad de ceder a las
ideologías presentes en el medio, sino la posibilidad de impugnar críticamente
el medio, el momento, la inmediatez de lo dado. O sea, no solo no nos evadimos
de lo ideológico, sino que nos incapacitamos para captar lo ideológico en
cualquiera de los contextos (cultural, laboral, social) en que nos hallemos
inmersos. Porque, paradójicamente, los contenidos hacen falta para aprender a
aprender y sobre todo para aprender a crear ese espacio impermeable y
distanciado de la teoría, que por mucho que tenga de ficticio (asunto complejo
que aquí no podemos abordar y que nos llevaría a la discusión sobre la verdad y
las teorías de la verdad en filosofía o epistemología) resulta imprescindible
para crear la necesaria y salvadora distancia con el “objeto”. Sólo en
el océano de la tradición es posible aprender a nadar. En seco, en mitad de
un desierto, es imposible ni siquiera comprender en qué consiste pensar. Y el
agua que nos sacia y deslumbra no es solo la del pequeño arroyo más cercano,
sino la de ríos inmensos que aun estando cerca no sabemos ni siquiera mirar o
la del mar inconmensurable e inabarcable que se adivina.
O
sea que no nos remitimos tanto como lo hace Fernández Liria, en el libro que
nos inspira estas reflexiones, a un cierto platonismo de la verdad
inmarcesible, sino, dentro de planteamientos críticos con la Modernidad,
seguimos empeñados (como casi todos los autores denominados erróneamente bajo
la etiqueta de posmodernos) en que es posible pensar, ser críticos y propugnar
una mejora de la vida e historia humana. Incluso sospecho que el tan
cuestionado pragmatismo de Dewey al que Liria vincula con estas teorías
pedagógicas anti-teóricas, también nos llevaría a ello, porque no es la
seriedad de pensadores como Dewey o Rousseau lo que está a la base de la
auténtica destrucción del conocimiento que estamos viviendo. Tampoco se sabe
nadar en esos mares.
Sería
necesario, es verdad, mucho más trabajo y espacio para justificar esto que
estoy diciendo. Bástenos por ahora con haber infundido una micra de sospecha en
la férrea trama de la actual pedagogía de las competencias que solo una Teoría
de la Educación consistente puede desafiar.
Fuente
del Artículo:
https://educayfilosofa.blogspot.mx/2018/03/el-sentido-actual-de-la-teoria-de-la.html
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