Por
Miguel Andrés Brenner
Facultad de Filosofía y Letras, UBA
Buenos Aires 2021
Partimos
de la noción del fetichismo de la mercancía, según Karl Heinrich Marx, en los “Manuscritos
económico filosóficos de 1844”. De allí, el significado “alienación”. El término alienación proviene de “alienus”. En el caso
de Marx, significa fuera de sí, extraño a sí, pérdida de sí mismo. Lo que
produce el trabajo se enfrenta al trabajador al modo de un ser extraño que lo
domina, así por ejemplo, la inflación que domina al mismo trabajo, al
trabajador, que produce objetos para satisfacer sus necesidades, necesidades convertidas
inmediatamente en mercancías o valores de cambio, con el indefinido motivo de
lucro.
Podríamos decir que existe un proceso de fetichización de la naturaleza o sea de la naturaleza bajo el signo de la mercancía. Pero, ¿no sería, acaso, éste un concepto erróneo, pues dicha naturaleza no es producto del trabajo que se enfrenta a él como algo extraño, una mercancía que lo domina?
Sin embargo, no lo considero un error. Ocurre que desde
la modernidad se comprende a la naturaleza signándola de “recurso”, éste es un
medio “para-”. En el caso de las economías de mercado, un medio para obtener
“ganancias”. Entonces, si bien se encuentran interrelaciones, hay una
separación entre naturaleza y cultura. Y en este hiato existe un serio
problema.
Es que aquello que se denomina naturaleza, en realidad, “no
se denomina”. Algunos con la fuerza del poder hegemónico la denominan así,
cuestión que se generaliza dentro de un fuerte cientificismo. Cuando se asigna
un nombre, se lo hace desde una perspectiva, y desde una perspectiva cultural. Por
lo que la mirada sobre la supuesta naturaleza, que la definiría como tal, no es
natural, sino cultural.
Por ende, si consideramos a la naturaleza a partir de
otro lugar, la cosa cambia de sentido. Precisemos el lugar: percibo que la
naturaleza es matriz, condición de vida, y en particular de vida humana. Es lo
que nuestros ancestros llamaron “madre tierra”, condición de toda vida, y no
meramente medio para un lucro, al que hasta no le interesa el hábitat de las
futuras generaciones, pues lo único que importaría es la “puta común de la
humanidad”, el dinero – al decir de Carlos Marx-, que pasa de mano en mano
(Manuscritos económico-filosóficos de 1844).
Obviamente, una ley de educación ambiental no está demás.
Más vale el ser que la nada. Aunque, si la norma reemplaza a la madre tierra,
caemos en la crítica del mero formalismo de la ley: la ley mata, el espíritu
vivifica. No es cuestión de ampliar jurídicamente derechos, mas bien de luchar
por ellos. Así, la ley o norma sería una consecuencia.
Si la ley es producto de las circunstancias que nos
acosan, y no de una lucha frontal contra quienes defecan el universo, aunque
individualmente se muestren pulcros, aseándose todos los días -típica pulcritud
de clase media-, esa ley poca fuerza tendría, y sería una manera para dejar
“tranquilas” a nuestras conciencias.
La conciencia educativa se concretiza en la organización
y lucha en contra de los depredadores del universo, que tienen nombre y
apellido, Juan Pérez gerente de “x” empresa, sita en tal lugar, con ganancias
en tales y cuales paraísos fiscales, que lesionan a determinadas personas,
etc., etc.
Si se nos enseña que todos somos responsables de la misma
manera, nadie lo es. Y este nadie es una especie de chip incorporado en la mente
de todos para ocultar la hiper responsabilidad de algunos. La materialización
de una ley debe enfatizar que la responsabilidad de un alumno no es la misma
que la de quien defeca el universo. Hacer recaer la responsabilidad del cuidado
en el eslabón más débil de la cadena, es una hipocresía.
¿Habrá alguna institución pública o privada que bregue en
tal sentido? ¿Será que dicho sentido solamente interese a los movimientos
sociales populares, si es que les interesa efectivamente?
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