viernes, 11 de noviembre de 2011

El curriculum y la ideología

El Sistema Educativo presenta a sus instituciones, currícula y hasta todas las ciencias relacionadas con ellas como algo neutro, ahistórico y objetivo ¿Es realmente así? ¿Responden a las necesidades de una “eficiencia” o a los intereses de grupos dominantes? El siguiente artículo reflexiona sobre el tema.

Todos los sistemas educativos se mantienen y justifican sobre la ba­se de líneas de argumentación que tienden a oscilar entre dos polos dis­cursivos, por una parte las que defienden que la educación es una de las vías privilegiadas para paliar y corregir las disfunciones de las que se re­siente el modelo socioeconómico y cultural vigente y, por otra, las que sostienen que las instituciones educativas pueden ejercer un papel deci­sivo en la transformación y el cambio de los modelos de sociedad de los que venimos participando. Los primeros discursos no se plantean llegar, a través del sistema educativo, a otro modelo de sociedad; no buscan una alteración de las relaciones que, en un determinado momento histó­rico, mantienen las actuales clases y grupos sociales; no intentan que se modifiquen de una manera importante las actuales relaciones eco­nómicas, culturales, políticas. Sin embargo, las propuestas del segundo polo discursivo van precisamente en esta última dirección.

Los sistemas educativos y, por tanto, las instituciones educativas guar­dan siempre una relación estrecha con otras esferas de la sociedad. Lo que en cada una de ellas sucede repercute, con mayor o menor intensi­dad, en las demás. De ahí que, a la hora de reflexionar sobre la política educativa, sobre las instituciones escolares y los curricula que planifican y desarrollan, sea necesario contemplarlos desde ópticas que van más allá de los estrechos límites de las aulas. La política educativa no puede ser comprendida de manera aislada, descontextualizada del marco socio-histórico concreto en el que cobra auténtico significado.

Las relaciones específicas de poder que existen en cada sociedad tie­nen una prolongación en el sistema educativo. En él los distintos intere­ses van a tratar de hacerse valer, de alcanzar algún grado de legitimidad, pero también las contradicciones que día a día generan los modelos de relaciones laborales e intercambio, la producción cultural y el debate po­lítico van a tener algún reflejo en las instituciones y aulas escolares.

El curriculum oculto
Los proyectos curriculares, los contenidos de la enseñanza, los mate­riales didácticos, los modelos organizativos de los colegios e institutos, las conductas del alumnado y del profesorado, etc., no son algo que podamos contemplar como cuestiones técnicas y neutrales, al margen de las ideologías y de lo que sucede en otras dimensiones de la sociedad, tales como la económica, cultural y política. Al contrario, gran parte de las decisiones que se toman en el ámbito educativo y de los comporta­mientos que aquí se producen están condicionados o mediados por acon­tecimientos y peculiaridades de esas otras esferas de la sociedad y alcanzan su significado desde una perspectiva de análisis que tenga en cuenta esa intercomunicación.

El mito más importante en que se asienta la planificación y el funcio­namiento del sistema educativo en los países capitalistas es el de la neu­tralidad y objetividad del sistema educativo y, por consiguiente, de la escolarización. Todo un grupo de ceremonias estarán encaminadas a in­tentar tal demostración, entre ellas: la creencia en un proceso objetivo de evaluación; una organización formal de la escolarización, especialmente la considerada como obligatoria, en la que todos los alumnos y alumnas tienen las mismas exigencias, los mismos derechos y obligaciones, y ade­más se les ofrece lo mismo; y un «folclore de fuerte individualismo» que viene a propagar el mensaje siguiente: quien trabaje duramente y sea in­teligente tendrá éxito (POPKEWITZ).

Sin embargo, olvidamos en muchas ocasiones, que el sistema edu­cativo y, por tanto, las instituciones escolares son una construcción so­cial e histórica. La presión de los grupos e ideologías más conservadoras, sin embargo, intenta hacernos partícipes de la idea de la inevitabilidad, perennialismo y ahistoricismo de todo aquello que juega en favor de sus necesidades e intereses.

Las prácticas escolares tal como se vienen realizando en las últimas décadas, salvo raras excepciones, acostumbran a regirse por el esquema simplista de un profesorado que sabe mucho y un alumnado que apenas sabe nada y que, por consiguiente, necesita aprender mediante la ense­ñanza toda una serie de asignaturas con nombres como matemáticas, geografía e historia, lenguaje, o educación física. Todo ello acompañado de una estrategia metodológica muy condicionada por recursos didácti­cos como los libros de texto, así como de un sistema de evaluación redu­cido casi exclusivamente a lo que conocemos como exámenes que avalan ante el resto de la sociedad los méritos y deméritos alcanzados por el alumno. Un modelo donde no se acostumbra a cuestionar de forma ex­plícita otras posibles responsabilidades que no sean las del propio estu­diante; que olvida, por ejemplo, interrogarse acerca de cuáles son las obligaciones de la Administración, del centro docente e, incluso, del pro­pio profesorado en el resultado de lo que acontece dentro de las aulas. Un modelo sustentador de una escuela donde cada estudiante debe autorreconocerse como ignorante y, por tanto, a quien se le niega la ca­pacidad o posibilidad de negociar democráticamente lo que se le ofrece etiquetado como de interés para cada persona a título individual y para toda la sociedad, según llega a decirse.

Pero la vivencia de este modelo educativo no significa que sea el úni­co posible, ni supone que siempre fuese de esa manera o que vaya a con­tinuar igual durante mucho más tiempo. Como cualquier otro modelo, se ha desarrollado en una época histórica concreta; sus peculiaridades y ca­racterísticas específicas, responden a circunstancias culturales, eco­nómicas y políticas de otros momentos de la historia de la humanidad.

La institucionalización de la educación, tal como en la actualidad acos­tumbra a plasmarse, tiene en realidad una tradición histórica muy corta. Cualquier investigación histórica puede establecer rápidamente sus co­nexiones con la llamada revolución industrial. Ello significa que entre sus funciones principales estará la de satisfacer las necesidades e intereses de los grupos que promovieron ese modelo de industrialización.

Olvidarse de reflexionar el presente desde la historia es un peligro que transporta de un modo oculto el mensaje de la inevitabilidad y la imposi­bilidad de transformar la realidad. Esto supone también, por consiguien­te, una pérdida de confianza en el ser humano como controlador y definidor de su destino. O, lo que es lo mismo, aceptar de forma irremediable que los que siempre se benefician de algo en la actualidad lo seguirán haciendo en el futuro y viceversa, que los desfavorecidos de hoy son los mismos que los de ayer y los de mañana.

Los grupos sociales y gobiernos conservadores y tecnocráticos van a intentar en todo momento favorecer la creación y recreación de un dis­curso científico e ideológico que justifique y legitime la necesidad de su destino como grupo dirigente. Por lo mismo, a la hora de proponer y razo­nar sus modelos educativos tratarán de elaborar todo un marco teórico y unos prototipos de prácticas que nunca lleguen a alterar de forma sus­tancial el mantenimiento de las actuales estructuras de esa sociedad.

Las ciencias de la educación, la psicología, la sociología, etc., todas aquellas disciplinas que inciden en las prácticas y políticas de educación pensadas, planificadas o avaladas por gobiernos y/o grupos conservado­res y tecnocráticos, hacen así acto de presentación bajo la máscara del desinterés y en defensa de una eficiencia decidida a priori sólo por algu­nos grupos sociales, aquellos que detentan el poder, fundamentalmente, el económico.

Autor
Jurjo Torres Santomé
Catedrático de Didáctica y Organización Escolar
Universidad de La Coruña

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