Andreas Malm (Mölndal, Suecia, 1977) se ha convertido en uno de los pensadores con más visibilidad dentro del ecosocialismo, también en el estado español, con dos libros aparecidos en apenas unas semanas y otros más que están por venir.
Desde que publicara Capital fósil,
recientemente traducido al castellano, su preeminencia no ha dejado de crecer,
en parte debido a la claridad y el vigor de su manera de escribir, pero sobre
todo gracias a la contundencia (incluso la brutalidad) de sus análisis y
propuestas. La editorial Errata Naturae ha publicado hace poco uno de los
últimos libros del autor sueco, El murciélago y
el capital. Coronavirus, cambio climático y guerra social, en
el que, inspirándose en cómo los bolcheviques lidiaron con una situación
catastrófica de varias dimensiones (social, política, económica, bélica,
energética…) durante el fin de la primera guerra mundial, la revolución de
octubre y la guerra civil rusa, propone retomar la noción de comunismo
de guerra y poner en marcha un leninismo ecológico que nos permita
salir de la actual crisis ecosocial global, la cual se está
manifestando también en múltiples niveles: pandemia, emergencia
climática y desigualdades sociales rampantes a escala planetaria. Para ello,
Malm pone sobre la mesa la necesidad de apropiarnos de todos los recursos
materiales y sociales a nuestro alcance, utilizarlos para recuperar el ímpetu
comunista de salvación y redirigir esta crisis contra sus causas y,
especialmente, contra sus causantes. Hemos tenido la oportunidad de entrevistar
al autor en torno a estas propuestas, sus complicaciones y sus posibilidades.
Aunque a primera vista podría parecer que el cambio
climático y la crisis del COVID-19 presentan profundas similitudes debido a sus
implicaciones globales y de urgencia, en tu libro subrayas las muchas
diferencias que hay entre ellos. Pese a que no existían muchas pruebas
científicas acerca del COVID-19 ni análisis políticos sobre las posibles
soluciones, muchos gobiernos aplicaron medidas rápidas y drásticas sin
demasiado debate político. En el caso del cambio climático, tras décadas de
investigación disponemos de una cantidad abrumadora de pruebas sobre sus causas
y sobre qué hacer, pero en este momento las medidas que es necesario aplicar
parecen políticamente irrealizables. ¿Qué crees que puede aprender el
movimiento climático de esta aparente paradoja y de la relativa importancia que
tiene la «verdad científica» si no está vinculada a la importancia del poder?
Esta es una muy buena pregunta, porque señala una
lección que al movimiento climático se le debería quedar grabada a fuego
después de este año: el progreso no deriva del conocimiento, deriva del poder y
del equilibrio de fuerzas. Parece haber una relación inversa entre las acciones
más relevantes y la cantidad de conocimiento que las acompaña; como sugerís, la
sobreabundancia de pruebas científicas sobre el calentamiento global viene
acompañada por una actitud de pasividad, mientras que las acciones más
dramáticas para combatir el COVID-19 (se llegó al punto de dejar en suspenso
economías enteras) emergen de una base con una comprensión muy rudimentaria
acerca de la pandemia. Por lo tanto, el movimiento por el clima ya no puede
simplemente seguir pidiendo a los políticos que presten atención y «escuchen a
los científicos», un enunciado repetido por gente como Greta Thunberg. Si bien
esa postura tiene, por supuesto, muy buenas intenciones, está pasando por alto
lo que es la clave del asunto: los políticos se alinean con las posturas
científicas solo si los intereses de la clase dominante, responsable de la
destrucción que ahora mismo está en marcha, son sobrepasados y derrotados o si estos
no aparecen siquiera cuestionados. La pregunta que el movimiento debería
hacerse es más bien esta: «¿Cómo construimos el músculo social necesario
para obligar a los estados a hacer lo que hace falta?». No tanto «¿por qué no
escucháis a la ciencia?» sino «¿cómo forzamos a los gobiernos, tan plegados
hasta ahora al capital fósil que han ignorado la montaña inmensa de pruebas
científicas, para que empiecen a actuar?». En otras palabras, ¿cómo rompemos
los lazos que los unen al capital fósil y los ponemos a funcionar como aparatos
que apliquen una transición ecológica? Lo que yo creo, por supuesto, es que
esta transición no puede tener lugar sin que los estados se encarguen de ella,
pero nunca va a suceder si son los estados los que tienen que tomar la
iniciativa: el principal motor serán las fuerzas situadas fuera del estado,
fuerzas populares, dentro del movimiento climático y aliado con él, que hagan
que los gobiernos se comporten de manera distinta a como lo han venido haciendo
hasta ahora. No estoy diciendo que el movimiento (incluida Thunberg y sus
cuadros) no hayan intentado lograr precisamente esto; probablemente la
generación de 2018-2019 se ha acercado más que ninguna otra dentro de la
historia del movimiento a encarnar este papel. Pero tenemos que pensar en
nuestra lucha como la de una fuerza contra otra más que como la del
conocimiento contra la ignorancia. Porque la política no viene determinada por
la presencia de la verdad científica; desde luego, esta es una lección que
sacar de la comparación entre la crisis del coronavirus y la crisis climática.
Afirmas que la deforestación y la destrucción de
ecosistemas están entre los principales desencadenantes de la zoonosis, las
pandemias y el cambio climático. ¿Qué podrían hacer los países del norte global
para frenar esta destrucción y comenzar a restaurar ecosistemas situados más
allá de sus fronteras? ¿Está sucediendo esto de algún modo que nos pueda
resultar visible?
Lo primero sería tomar el control público de las
cadenas de suministro que llegan a zonas tropicales de tala masiva de árboles.
Los estados del norte global deberían dejar de aplicar su capacidad de orden,
mando y mapeo sobre la ciudadanía (y, añadiría, sobre la gente migrante) y
empezar a hacerlo sobre las compañías que sacan sus mercancías de pastizales y
plantaciones y minas y cultivos situados donde hasta hace poco se alzaban
bosques. Que esto se puede hacer es evidente, no hay ningún obstáculo técnico.
Pero no estamos viendo nada que se le parezca; de hecho, a estas alturas de
2020 solo hemos visto lo contrario: una deforestación acelerada de
las áreas tropicales más sensibles del planeta. Las carreteras penetran tanto
en las selvas tropicales del Amazonas, del centro de África y del Sudeste
Asiático que la integridad de estos ecosistemas se halla en peligro inminente.
La devastación del interior del Amazonas llegó este verano a un punto de
intensidad nuevo, cuando hubo empresarios que se adentraron en la región para
incendiar bosques enteros, al tiempo que el gobierno de Indonesia decidía abrir
sus selvas a la inversión extranjera, sin límite alguno a la tala. Y todo eso
en mitad de una pandemia, cuando cabría pensar que los estados se lo iban a
pensar dos veces antes de dar alas a una mayor destrucción forestal. Porque lo
cierto es que la ciencia es tremendamente clara acerca del hecho de que la
deforestación es el principal desencadenante de la zoonosis. Cuando las
carreteras se abren paso a través de los bosques, los patógenos que habitan en
ellos entran en contacto con los seres humanos; cuando se talan bosques
enteros, los portadores (como los murciélagos, que portan los coronavirus) se
ven obligados a irse a otro lugar. Es aquí donde el contraste entre el
coronavirus y el cambio climático se esfuma: es precisamente allí donde se ven involucradas
las principales entidades de acumulación de capital donde los estados no han
estado preparados para llevar a cabo ningún movimiento contra las causas de la
pandemia. En su lugar, lo que hemos visto este año ha sido cómo se echa más
gasolina al fuego de la fiebre global: más deforestación, lo que ha causado el
surgimiento de nuevas enfermedades infecciosas, junto a una mayor quema de
combustibles fósiles. Todos los pasos se están dando en la dirección
equivocada.
En «El murciélago y el capital» hay una idea que
aparece con frecuencia y que nos resulta interesante: no solo la deforestación
y la destrucción de ecosistemas están entre los principales desencadenantes
tanto de las pandemias como del cambio climático, sino que también es muy
importante en este sentido la mercantilización y subsunción de la vida animal a
los circuitos del capital. Llegas incluso a proponer, de manera bastante
provocativa, que deberíamos alcanzar un «veganismo global obligatorio». En este
sentido, ¿crees que el antiespecismo, que ahora mismo en la práctica parece
estar políticamente separado de la lucha ecologista, podría tener un papel
relevante en la lucha contra el cambio climático y viceversa?
Eso creo, sí. El «veganismo global obligatorio» es,
por supuesto, una provocación. No tengo ninguna intención de prohibir el
consumo de carne al pueblo sami o a comunidades del Amazonas con las que no se
ha establecido ningún contacto. Pero sí que creo que la generalización del
veganismo sería un fin deseable dentro de la transición que necesariamente
tiene que hacer en su dieta el norte global rico; eso para empezar. Nuestras
metrópolis no pueden seguir cebándose gracias a las preciadas tierras que hay
por todo el planeta. Lo que hace falta es utilizar la tierra para otros fines que
no son ni la producción de carne ni la de lácteos; especialmente se deben
dedicar a la resilvestración y la reforestación, que permitirán absorber
CO2 y estabilizar el clima. Estamos alcanzando un punto en el que el
interés de la humanidad por su propia supervivencia (y debemos suponer que
existe tal interés, al menos más allá de las clases dominantes, de la extrema
derecha y demás gente que parece poseída por una arrebatadora pulsión de
muerte) se está alineando de manera objetiva con la de otras especies. Lo que
quiero decir es lo siguiente: la crisis de biodiversidad ahora mismo se ha
vuelto también peligrosa para los seres humanos. El COVID-19 es la primera
manifestación épica de esta respuesta. Lo que ha sucedido hace poco en la
granja de visones en Dinamarca nos ha puesto ante los ojos de nuevo el mismo
asunto: al tener enjaulados a quince millones de criaturas, la industria danesa
de visones (que es la más grande del mundo, pues produce abrigos de piel y
productos de pestañas falsas para un segmento de consumidores espantosamente
rico) generó las condiciones perfectas para que el Sars-Cov-2 saltase de nuevo
a organismos animales, mutase y volviese otra vez a los seres humanos de una
forma potencialmente desastrosa. Por tanto, el estado danés ahora está
liquidando esa industria. Esto es algo que, por supuesto, los y las activistas
por los derechos de los animales han estado exigiendo desde hace una eternidad
por compasión hacia los visones, que necesitan deambular y nadar y andar
escarbando; para estas criaturas, la vida en una jaula es de un terror abyecto.
Y ahora finalmente se ha convertido en una fuente de terror también para los
seres humanos. En el mismo espíritu, el cambio de la comida de origen animal a
la de origen vegetal en nuestra dieta debería estar motivado por un interés
humano por nosotros mismos. Por decirlo de algún modo, el antiespecismo se
convierte así en un abandono con base antropocéntrica del reino animal.
En tu libro hay una parte en la que hablas de algo
que para mucha gente de izquierdas no es fácil de asumir: la necesidad de hacer
cesiones, un asunto que incluso los bolcheviques tuvieron que afrontar y que se
vuelve aún más inevitable cuando apenas disponemos de fuerza política y
queremos empezar a crecer, que es lo que sucede actualmente. ¿Cómo podríamos
combinar esta necesidad con la de empezar a ver cambios drásticos de manera
inmediata? ¿Cómo puede el movimiento climático empezar a levantarse a partir de
esta idea de un diálogo entre reforma y revolución, y no
solo a partir de la oposición negativa entre reforma o revolución?
A mí, que vengo del movimiento trotskista, la
conceptualización que más me atrae de la relación entre reforma y revolución
sigue siendo la idea de «reivindicaciones transitorias»: se elevan
reivindicaciones que articulan intereses materiales inmediatos de los grupos
subalternos, pero ello, precisamente por esta razón, entra en conflicto con
el statu quo y acaba apuntando aún más allá. Las
reivindicaciones más básicas por una transición climática tienen esta forma. La
abolición total de aquello que normalmente denominamos «industria de
combustibles fósiles» (las compañías que extraen sus beneficios directamente de
la producción de petróleo, gas y carbón) es una reivindicación de mínimos para
lograr la estabilización del clima. Toda aquella persona que tenga cierta idea
sobre la crisis climática sabe también que esas empresas no pueden seguir
existiendo en cuanto tales. Deben ser apartadas de la economía de manera
inmediata y para siempre. Sin embargo, eso abriría un agujero enorme en el
tejido del capitalismo tal cual existe actualmente y no sabemos qué puede
surgir al otro lado; perfectamente podría ser alguna versión de una sociedad
poscapitalista. No obstante, es importante no poner el carro delante de los
bueyes. No se arranca diciendo «acabemos con el capitalismo»,
esa no es la lógica de las reivindicaciones transitorias. Uno empieza exigiendo
lo que es necesario ahora y luego sigue la dinámica social de
esa demanda allí donde le lleve. Por poner un caso un poco más concreto,
pensemos en un país del que rara vez se habla en este contexto: Francia. La
empresa privada más grande del país es Total, una de las compañías de petróleo
y gas más grandes del mundo. Como cualquier otra empresa del sector, ahora mismo
está planeando una expansión de su producción para la década actual, la misma
en la que las emisiones se deben reducir a la mitad a nivel mundial si queremos
conservar alguna posibilidad de tener un calentamiento global que esté por
debajo de 1,5 ºC. Evidentemente, Total tiene que dejar de existir. La manera
más obvia de lograr que eso suceda sería nacionalizar la compañía y poner fin a
toda su producción de petróleo y gas (y yo añadiría que habría que convertirla
en una entidad dedicada a absorber CO2 de la atmósfera en lugar de a
emitirlo). Es también evidente que el estado francés no está pensando hacer
esto ni nada que se le parezca. Al contrario, el presidente Macron respalda los
planes que tiene Total de irse al Ártico a hacer perforaciones en busca de más
petróleo, y lo hace en el mismo momento en el que hay científicos informándonos
de que el calentamiento en el Ártico se está dando a tal velocidad que los
depósitos de hidrato de metano ubicados en el fondo del mar se están activando,
filtrando así a la atmósfera este gas de efecto invernadero ultrapotente, uno
de los mecanismos de retroalimentación más temidos y peligrosos del sistema
climático. Pero imaginemos que el estado francés, sometido a algún tipo de
presión de masas, de hecho socializase Total y se la quedase. ¿Sería eso
compatible con el capitalismo tal cual lo conocemos en Francia o apuntaría, de
manera más o menos inevitable, a un lugar situado más allá del statu
quo? Esa es la lógica de las reivindicaciones transitorias en la crisis
climática: trascienden la oposición binaria entre reforma y revolución. Y, en
este momento de emergencia, lo cierto es que no podemos permitirnos quedarnos
atascados en ningún tipo de insistencia purista en ninguna de las dos.
Sencillamente hay que hacer lo hay que hacer.
Dentro del mismo marco de reforma y revolución,
en el libro sugieres que incluso los revolucionarios más radicales del siglo
veinte tuvieron que mantener cierta continuidad con el antiguo régimen debido a
las circunstancias extremas que estaban afrontando. Las nuestras no solo son
extremas, sino que además nos dan muy poco tiempo para reaccionar. ¿Crees que
deberíamos hacernos a la idea de que los cambios políticos más importantes de
la próxima década para superar lo peor del cambio climático se darán dentro del
antiguo régimen capitalista? ¿O esta es la receta perfecta para el desastre y
el derrotismo?
Retomo la respuesta a la pregunta anterior: no
podemos aceptar el capitalismo como un marco del que no podemos escapar y en el
que tenemos que permanecer mientras resolvemos el problema del clima. No
obstante, tampoco podemos decir que solo acabando primero con el capitalismo
vamos a poder abordar el asunto del clima. Eso es una bobada. La lógica de la
reivindicaciones transitorias, a riesgo de repetirme, es la de insistir en las
políticas que resulten más evidentes (pensemos en la petición de paz en Rusia
en 1917) y después, dado que estas políticas solo pueden ser llevadas a
cabo a través de la confrontación con las clases dominantes, o
al menos con fracciones de la clase dominante, prepararnos para ir más allá de
su gobierno, si es eso lo que hace falta. La transición climática es un viaje
que no empieza (que no puede empezar) con el fin del capitalismo, como tampoco
pudo la revolución rusa. Puede terminar en ello, pero eso aún
no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que ninguna de nuestras exigencias
(emisiones cero, la liquidación de la industria de combustibles fósiles,
revertir la deforestación, etcétera) va a darse sin lucha. Y esa lucha debemos darla
hasta el final. Todo depende de ello.
En otras entrevistas has señalado que esta
cuarentena a nivel global ha supuesto todo un golpe para la lucha contra el
cambio climático, la cual parecía estar en auge antes de marzo. Además, como
decíamos antes, la pandemia ha demostrado que es más que necesario un
movimiento social potente para dotar de ambición y sentido a las intervenciones
estatales. Esto nos podría recordar otro de los preceptos leninistas: debemos
estar preparados para aprovechar el momento. ¿Cómo podría prepararse el
movimiento climático antes de una posible vuelta a la normalidad, cómo debería
proceder cuando eso suceda (si es que sucede)? ¿Crees que la actual situación
podría ser redirigida contra el capital fósil? En resumidas cuentas, ¿qué
aspecto podría tener hoy ese «momento a aprovechar»?
Una cosa que defiendo en How to Blow Up a
Pipeline: Learning to Fight in a World on Fire, que aparecerá en
la editorial británica Verso en enero y algo más tarde en castellano [Cómo
dinamitar un oleoducto. Nuevas luchas en un mundo en llamas será
publicado también por Errata Naturae], es que el movimiento por el clima tiene
que aprovechar los momentos de desastres climáticos, es decir, debemos aprender
a actuar cuando nos golpeen sucesos meteorológicos extremos. Hasta el momento,
el movimiento ha seguido un calendario ajeno al clima (huelgas los viernes,
eventos contra las cumbres de la COP) y rara vez ha ajustado sus acciones a
desastres reales, pero la próxima vez que Australia sufra unos incendios
infernales, el movimiento debería lanzar una serie de acciones militantes
contra la industria del carbón del país, y el próximo verano que Europa padezca
un calor y unas sequías insoportables, deberíamos atacar las infraestructuras y
tecnologías de combustibles fósiles para dejarle claro a la gente que, a
menos que desarmemos esta maquinaria, vamos a arder hasta la muerte. El
leninismo ecológico en funcionamiento sería eso: transformar una crisis de los
síntomas en una crisis contra las causas. Los momentos de condiciones
meteorológicas extremas y el sufrimiento que los acompaña deben ser politizados
como los episodios bélicos que en realidad son. Son también los momentos en los
que existe el potencial de ganar un apoyo masivo para la resistencia contra los
combustibles fósiles; el verano de 2018 en Europa y lo que vino después
(Fridays for Future y Extinction Rebellion) así lo indican. Tenemos que
aprender a golpear cuando la cosa se está poniendo caliente, de manera bastante
literal. Es entonces cuando las acciones militantes de masas se deben escalar,
llegando a tomar las infraestructuras y tecnologías de combustibles fósiles,
también dentro de las ciudades, para asfixiarlas hasta tal punto que los
estados se vean obligados a negociar su desmantelamiento permanente. Pero está
claro que hay algo de camino que recorrer hasta llegar ahí.
Como dices en el libro, el comunismo ha sido un
movimiento fuertemente vinculado a las ideas de emergencia y salvación, desde
el Manifiesto comunista hasta el periodo de 1914-1945 y hasta, queremos creer,
la actual crisis climática. ¿Crees que si abordamos el cambio climático y la
destrucción de ecosistemas desde una perspectiva realmente de emergencia, esta
sería inherentemente comunista, al menos en espíritu (si es que existe tal
cosa)?
Debemos atrevernos a enfrentarnos a la propiedad
privada. Esto es inevitable, es el alfa y el omega. Que eso requiera un
comunismo en toda regla es harina de otro costal; yo creo que en ningún caso lo
hace de manera axiomática. Uno puede concebir de manera lógica la abolición de
las industrias de combustibles fósiles sin la abolición del capitalismo como
modo de producción. Pero, de nuevo, la abolición de las primeras perfectamente
puede llevar a una ruptura con el capitalismo. A fin de cuentas, las
reivindicaciones transitorias básicas y de mínimos apuntan algo que se parece
bastante al comunismo de guerra.
En todo caso, sí afirmas que las experiencias
comunistas históricas fueron una especie de operación de rescate a partir de
fallos catastróficos anteriores, esto es, fueron empresas inherentemente
trágicas. Dices que deberíamos estar dispuestos a aceptar esta situación y a
tener por delante una vida de lucha sin cuartel. Todo indicaría que esto es así
y, pese a todo, vivimos en sociedades en las que cualquier cambio significativo
viene después de haber convencido a un porcentaje importante de la población.
Un comunismo del desastre, en estas condiciones, podría parecer un suicidio
político perfecto a la hora de hacer campaña por él. ¿Qué opinas al respecto?
En las pancartas yo no escribiría «¡Comunismo del
desastre ya!», sino que plasmaría reivindicaciones como las que hemos
mencionado, que puedan granjearse un apoyo extenso, como lo hacen, claro está,
la reivindicaciones por un Green New Deal, por una transición justa y otros
proyectos similares. Lo que pasa con el comunismo en el siglo veintiuno (si
pensamos en el comunismo como una sociedad sin clases en la que todo el mundo
tiene sus necesidades básicas cubiertas) es que probablemente tendría que
construirse en una situación de escasez más que de abundancia. No tenemos más
que pensar en el aumento del nivel del mar. Si crece dos metros, la mayor parte
de Bangladés y todo el sur de Irak van a estar inundados, y puede que ya sea
demasiado tarde para evitar este crecimiento, dada la velocidad y la
irreversibilidad potencial del derretimiento del hielo en Groenlandia y en la
Antártida occidental. Así pues, de aquí a un siglo, el comunismo en países como
Bangladés o en el sur de Irak tendría una forma más parecida a la del comunismo
de guerra o del desastre que a propuestas como el «comunismo de lujo totalmente
automatizado», que parten de una «capacidad de suministro extremo» de cualquier
bien que podamos desear. Bien pudiera ser que hubiera una escasez extrema
de los bienes más básicos, incluso de un suelo sobre el que poner los pies.
¿Cómo cubriríamos entonces las necesidades de todo el mundo? ¿Podemos hacerlo
sin dejar atrás las terribles desigualdades que existen en una sociedad de
clases? Son preguntas que debemos hacernos de manera seria. Tendríamos que
formular nuestras reivindicaciones más inmediatas pensando en evitar hacer más
daño a la Tierra, pero sabiendo que hay un daño que ya se le ha hecho.
Dicho todo esto, cierras tu libro vinculando las
ideas de supervivencia y utopía. La de utopía es una noción que nos resulta muy
cercana, pensada no solo como la necesidad de dibujar un futuro imaginario
mejor, sino también, y de manera muy concreta, un presente diferente. ¿En tu
idea de «comunismo de guerra» hay espacio para el pensamiento utópico?
Desde luego. Como señalo en el libro (si bien no me
extiendo en ello, ya lo han hecho otras personas) una transición que deje atrás
los combustibles fósiles es compatible con mejoras radicales en las vidas de la
gente. Puede venir acompañada de mejores trabajos, trabajos más seguros y, lo
que no es menor, menos trabajo: jornadas laborales más cortas, más tiempo
libre. De hecho en el comunismo de guerra original existía también una pulsión
utópica: la emergencia de la guerra civil rusa ofreció la ocasión de
experimentar con una vida sin dinero ni propiedad privada. Evidentemente, no
salió demasiado bien. Pero la supervivencia y la utopía no son conceptos
opuestos por definición. La primera podría hallarse en la segunda y
necesitarla.
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