lunes, 29 de septiembre de 2008

Pedagogía de la pobreza

Quiero compartir con ustedes la siguiente nota, cuya autoría corresponde a Hugo Perez Navarro, espero que les guste tanto como a mi:

Circulaba por cierto programa del Ministerio de Educación, Ciencia y Tecnología una pedagoga que, habiendo hecho una sesgada, escasa y mala lectura de Paulo Freyre propuso una pedagogía de la pobreza, quizá con el torpe afán de establecer una analogía con la pedagogía del oprimido.

La diferencia no es accidental, sino esencial. En tanto refiere, en última instancia, a una cosmovisión y a un proyecto de sociedad, la diferencia se advierte, justamente, en las diversas finalidades propuestas como resultado de cada modelo de pensamiento. No se trata entonces de un error de interpretación, de un error técnico, sino de una peculiar comprensión de lo que evidencia la idea en cuestión. Es decir, la diferencia es metodológica y epistemológica, y por lo tanto, es ideológica.

Desde esa supuesta pedagogía debería entenderse que a los pobres hay que educarlos considerando su especial condición, explicarles cómo es el mundo al que tienen vedado ingresar, enseñándoles cómo deberá ser su vida y demás, pero no cómo serían las cosas si no fueran como son. Todo lo contrario a lo que se suponía que ese programa debía hacer.

En su modesta inteligencia y menguada sensibilidad, la mencionada pedagoga habrá inferido que si hay barrios para pobres, ropas para pobres, comida para pobres (incluidos los bolsones que varios mercenarios trafican con ahínco, llamando a eso “hacer política”), transportes para pobres, música para pobres y pseudo-empleos para pobres, debería haber también una educación para pobres.

De lejos no se ve
Mientras tanto, para garantizarles a los pobres una educación “de calidad” se compraron y repartieron tardíos y escasos guardapolvos, puesto que el guardapolvo es una prenda altamente simbólica, que pregona que en una democracia somos todos iguales. Eso mientras tengamos el guardapolvo puesto, porque debajo de ese guardapolvo –es decir, en casa y en el barrio- la realidad y las desigualdades que implica, siguen ahí, intocables.

Aunque como en el barrio y en la casa pobre son todos pobres, esas diferencias no se notan, con lo que tiene lugar entonces la “igualdad entre iguales” que pregonaba el asesino Jorge Videla cuando se las daba de pensador.

Por eso, cuando se planteó la necesidad de comprar zapatillas más que guardapolvos, o además de ellos, la negativa no tardó en cristalizar como una o perfecta y redondita en la boca del propio ministro. Y ello a pesar de que es sabido que en muchas familias de nuestro NOA pobre y de nuestro NEA pobre y un poco más hacia el centro y el en el GBA, muchos chicos deben compartir el par de zapatillas menos dañado de la casa (acaso el único) debiendo turnarse para usarlas para ir a la escuela, especialmente cuando llueve y hace mucho frío.

Eso es lo bueno de los guardapolvos, para satisfacción de los popes y las popesas de la Flacso: igualan por fuera y por arriba, porque por debajo podrán mantenerse las diferencias, pero no serán descubiertas porque “de lejos no se ve”, como cantan Los Piojos.

¿Libros o zapatillas?
¿Zapatillas sí, libros no?
Zapatillas no, libros… tampoco. O apenas lo suficiente como para invertir en unos pocos libros, garantizando los negocios del señor Giardinelli. O en miles de folletos (que el asesor de marketing del Lic. Filmus hacía llamar libros) y que el ex ministro de educación repartía con entusiasmo en playas y estadios de fútbol, garantizando a los muchachos de la tribuna insumos de ilustre fábrica para tirar papelitos cuando sus equipos salían a la cancha.

Ocurre que a las pedagogas y a sus jefes flácsidos, que reparten su sapiencia entre el Senado, París y el Ministerio de Educación, no les avisaron que la educación no empieza en los papers vacíos que leen pequeños grupos de autoayuda ni en graciosas “capacitaciones para docentes y directivos” ni en las conferencias coruscantes de algunos pseudo-teóricos ante los cuales estallan de entusiasmo, aunque nunca hayan estado en un aula y menos con chicos pobres.

La educación empieza en el conocimiento cabal de la realidad y en la decisión de transformarla. Si no, no se educa: se cumplen planificaciones, se repiten fórmulas desganadas, se va tirando. Se aguanta oscilando entre la pelea cotidiana y la resignación que tiende a envolver todo como una pátina sombría. Así se descuidan funciones esenciales de la acción educativa, especialmente en tiempos como este: formar personas; transmitirles los saberes técnicos necesarios para garantizarles la autonomía económica; integrarlas socialmente, garantizando su permanencia en el sistema y promover en ellas el desarrollo del pensamiento crítico, insertándolas vigorosamente en el universo de sus derechos, asegurándoles así una libertad de criterio que les permita superar la pobreza, el clientelismo y el sometimiento.

La educación es todo
Muchos argentinos, formados en la matriz sarmientina, hacen culto de la idea de que la educación lo resuelve todo, algo que la práctica política del propio Sarmiento se ocupa de desdecir. Y aun quienes creemos que esa valoración no es exagerada sino falsa, muchas veces actuamos y hablamos como si fuera verdadera.

Sin embargo, cada vez que –en el discurso y en algunas ampulosidades- se puso a la educación por encima de todo, lo único que se logró fue mantener o empeorar la situación general del país, con perjuicio remanente para la propia educación. Piénsese, si no, en lo que quedó del Congreso Pedagógico de Alfonsín y en lo que fueron el Plan Social Educativo y su hermana mayor, la Reforma Educativa menemista, que bajó notoriamente la calidad de la enseñanza, como lo prueban los egresados del polimodal que llegan a la Universidad sin saber leer.

Podría pensarse que no fue casual que cada vez que se enarbolaban las promesas más centelleantes, los resultados fueran más lamentables. Podría pensarse incluso que todo ese despliegue de discursos y recursos era parte de algo más grande. Porque hay ciertos niveles en los que ni aun quienes sostienen el discurso de la omnipotencia educativa creen en ella. Es más: en esos niveles se sabe cómo funcionan las cosas. Y en esto el grupo hegemónico en la educación argentina desde el neoliberalismo y hasta hace un par de meses
(supuestamente), ha desarrollado una gran experiencia, pues son reconocidos los diagnósticos formulados por los principales teóricos de la FLACSO acerca de la incidencia de la pobreza en la educación, por ejemplo, aunque no en las recomendaciones para revertir la situación estructural ni en la identificación de sus causas profundas, es decir, verdaderas.

La educación no es todo
Sólo teniendo conciencia de que no está entre las posibilidades de la educación resolver todos los problemas de la sociedad, será posible sumarla al cambio. A un cambio que sólo será posible con una educación entendida como parte fundamental de un proceso más complejo, que incluye una salud de primera calidad, concebida con un criterio social, no lucrativo ni caritativo, y una economía que agregue valor a la producción primaria y a la producción en general, conjugando el uso de la tecnología con el incremento de la mano de obra.

Y hay que remarcar esto: la educación no resuelve todo, pero está en todos los niveles de la comprensión y definición y en todas las áreas de resolución, pues es transversal a todos los ámbitos de actividad, tanto de la sociedad como del Estado.

En otras palabras: la educación sola no va a hacer que la Argentina cambie, pero sin educación no habrá cambio posible. Por eso es tan importante para nuestro presente como para el futuro que debemos construir.

De ahí la necesidad de entender el hecho educativo como un hecho político, como suele repetir a quien sepa escucharlo el profesor Raúl Coria, quien precisa: “la educación es estratégica porque es política, y es política porque es estratégica”. Y por lo tanto su acción, su intención y su intensidad deben ser profundas. Porque la educación no se entiende –y no sirve, no es tal-si no se tiene la certeza de que está en juego el destino de miles de chicos y chicas. Y ello con la más absoluta convicción de que no se trata de “hacer algo para esos chicos” porque se tiene buen corazón y se quiere mantener la conciencia tranquila, sino porque es un acto de justicia y de equidad, incluso para quienes están dentro del sistema. Porque es la justicia, la justicia social, la que asigna a cada uno lo que le corresponde por derecho y no por la buena voluntad de un político acomodaticio ni por el cotizado intelecto de un especialista.

Si se tiene presente la finalidad, se tendrá claro el camino. Muchos teóricos y teóricas de la educación, admirables educadores y educadoras, rechazan la noción de que el fin justifica los medios, aunque no siempre alcancen a percibir la otra parte del asunto: que los medios se orientan al fin.

Y esto es lo decisivo. ¿Cuál es la finalidad de la pedagogía del oprimido para Paulo Freyre? La liberación. Y ¿cuál sería la finalidad de la pedagogía de la pobreza? ¿La riqueza? No: la finalidad de cualquier proyecto que se plantee como pedagogía de la pobreza es la resignación.

Y ese es un mensaje y un mandato del poder más negativo de nuestra sociedad contra el que nuestras heroicas maestras, verdaderos pilares que sostienen lo más digno de la educación argentina, así como muchos docentes de todos los niveles, vienen luchando desde hace años, junto “a los desarrapados del mundo y a quienes, descubriéndose en ellos, con ellos sufren y con ellos luchan”, como el propio Paulo Freyre escribió, con el corazón y la cabeza, en el inicio de su trabajo magistral.

jueves, 25 de septiembre de 2008

¿Quiénes completan el secundario?

En el estudio llevado a cabo por la OEI (Organización de Estados Iberoamericanos), en el 2005, en 16 países surge con claridad la inequidad en el acceso a la finalización de los estudios secundario, según el nivel sociocultural de la familia.
Apreciamos entonces que la escuela forma parte de una estrategia para la adquisición de capital cultural, y opera como un factor conservador en la lucha por el posicionamiento social.
Podemos apreciar que en el total de la población analizada, los que tienen un clima educativo alto en el hogar, disponen de once veces más posibilidades de completar el secundario, y seguramente si analizamos la calidad del mismo, además de ser más, se quedarían con las acreditaciones más valiosas.
La brecha de acentúa en países como Bolivia, siendo la oportunidad de los de nivel alto, unas cincuenta veces mayores. En definitiva, los datos del cuadro adjunto hablan por si mismos.

martes, 23 de septiembre de 2008

Inequidad en Iberoamérica


La Organización de Estados Iberoamericanos acaba de publicar un primer documento para el debate bajo el título “METAS EDUCATIVAS 2021, la Educación que queremos para la generación de los bicentenarios”

Comienza con una frase de G García Marquez:
“Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Gabriel García Márquez. La soledad de América Latina.
Discurso ante la Academia por la concesión del Premio Nobel.

El documento es muy interesante, y comenzaré con el comentario de algunos de sus aristas. Para ayudar a su comprensión espero poder aclarar algunos términos usados en el párrafo,

Decil. Es un concepto estadístico, si por ejemplo analizamos una población de empleados, considerando como variable a su sueldo, podemos ordenarlos por ejemplo de mayor a menor, y dividirlos en 10 grupos, el primero de ellos, el 10% que más gana, constituye el primer decil, el segundo grupo será el 10% siguiente se llama “segundo decil”, y así sucesivamente hasta llegar al último grupo, el 10% que menos gana, es el décimo decil.

Índice de Gini. Se trata de un número que va de 0 a 1, que indica el grado de equidad con que se reparte los bienes económicos, siendo 0 correspondiente a una igualdad perfecta y 1 cuando todos los ingresos se concentran en una persona.

Los párrafos siguientes son copiados textualmente del informe, y marcan un fuerte contexto donde se desenvuelve la educación en nuestros países. Esto determina a su vez una escuela reproductora de las diferencias sociales.

Profundas desigualdades
Junto con la pobreza, la desigualdad es otra característica que desgraciadamente define a la inmensa mayoría de los países de la región. Un dato expresivo de esta situación es que el índice de Gini de todos los países es superior al 0,43. En términos de la distribución del ingreso, la región es la más desigual del mundo.


Como señala el Informe sobre Cohesión Social (CEPAL-SEGIB, 2007), un rasgo distintivo de la desigualdad se manifiesta en las diferencias enormes entre los ingresos del decil más rico de la población en comparación con el siguiente.


Mientras que en los países europeos el ingreso del 10% de la cúpula supera en no más de 20% ó 30% el ingreso del decil siguiente, en América Latina esa distancia es superior al 100% y, en algunos países, al 200%.


Una situación similar se encuentra en los ingresos laborales. En buen número de países, el 10% de las personas con mayores ingresos percibe entre el 35% y el 45% de las rentas de trabajo. En cambio, el 20% de los trabajadores con menores ingresos capta sólo entre el 2,5% y el 5% de los ingresos laborales.


La pobreza y la desigualdad son los mecanismos principales que contribuyen a perpetuar la reproducción social y la limitación de la movilidad: bajos ingresos, condiciones desfavorables en el hogar, problemas de alimentación y de salud, dificultades para mantener a los hijos en la escuela, bajo rendimiento escolar de los hijos, abandono temprano o escasa preparación, acceso a trabajos poco cualificados o con niveles de salarios inferiores y formación de una nueva familia que repite el esquema básico anterior
.

Esto nos plantea ¿Qué debemos hacer? ¿Resignarnos o actuar para modificar la realidad?

martes, 16 de septiembre de 2008

Los significados de la igualdad


Existe un sentido que solemos darle al término democracia, un sen­tido que sólo está secundariamente relacionado con la forma de gobierno y que refiere, de modo más directo y elemental, a la igualación de las condiciones so­ciales, la democracia es un movimiento social, paulatino y de larga du­ración histórica, que consiste en la erosión de las jerarquías sociales, fundamen­talmente en su manifestación simbólica. De acuerdo con esta perspectiva, el proceso de igualación democrática consiste no tanto en la ecualización concre­ta de las condiciones de vida sino en la capacidad de pensar la diferencia social como desviación respecto de una igualdad originaria y fundamental. Las diferen­cias que separan a ricos de pobres, mujeres de hombres, diestros de torpes, ho­norables de villanos, pasan a ser concebidas como accidentes u obstáculos salvables y, en este sentido, se erosiona la legitimidad de la riqueza, el género, la destreza y el honor como fundamentos de los derechos políticos.


En este sentido, la democracia política, y la igualdad de derechos que ésta su­pone, son más bien un resultado antes que una condición, de una igualación so­cial y una democratización social previas. La extensión del principio democráti­co entendido de esta manera a otras esferas de la vida social consiste en la ex­tensión de esta lógica ecualizante, homogeneizadora y corrosiva de las jerar­quías y la autoridad.


De acuerdo con el significado concreto que en cada situación concreta se le dé a la idea igualitaria, el principio de igualdad puede entrar en contradicción con el principio de autonomía que es el fundamento de la legitimidad de la democracia política. Para identificar estas posibles contradic­ciones, autores como Giovanni Sartori han propuesto distinciones entre distin­tas formas de igualdad.


La primera de ellas es la igualdad de oportunidades. La realización de este principio consiste en la eliminación de los privilegios o subsidios, cubiertos o encubiertos, que distorsionan la libre competencia entre los individuos o grupos de individuos por la apropiación de los bienes sociales, premiando cualquier otro atributo que no sea el mérito y el esfuerzo como me­dida de contribución social.


La segunda forma es la igualdad de puntos de partida. Este principio reconoce la existencia de agudas desventajas de origen, que en la medida en que están asociadas con el accidente de nacer en una fa­milia con más o menos recursos, injustamente distorsionan la competencia por la apropiación de bienes. La realización de este principio de igualdad consiste, entonces, en la adopción de medidas que permitan compensar las desigualdades familiares básicas, favoreciendo a los hijos de las familias más vulnerables de la sociedad.


La tercera forma de igualdad es la de resultados. De acuerdo con es­te principio, nuestra igualdad esencial nos hace acreedores de un derecho igual a un idéntico conjunto de bienes sociales, independientemente de nuestra po­sición de partida y nuestra colaboración en el esfuerzo colectivo de producir­los.


Tanto la igualdad de puntos de partida como la igualdad de resultados re­quieren de intervenciones de la autoridad política que corrijan las distribucio­nes resultantes de los intercambios espontáneos entre los miembros de la so­ciedad, compensando desventajas. De acuerdo con la circunstancia y con la mo­dalidad que adopten, estas intervenciones pueden ser contradictorias o absolu­tamente incompatibles con el principio de autonomía individual. El ejercicio responsable de la ciudadanía democrática requiere que, atendiendo a las mencio­nadas distinciones entre las formas de igualdad, una extensión de la democracia en el sentido de igualación de condiciones no ocurra al precio de una retrac­ción de la democracia en el sentido de reducción de la autonomía.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Reproducción social


¿A qué nos referimos cuando afirmamos que la escuela es “Reproductora del orden social”? ¿Qué significa “Capital cultural”? Para poder responder a esas preguntas, transcribo casi textualmente al Sociólogo Emilio Tenti Fanfani, que aborda la temática con claridad:

Es apropiado pensar la sociedad como un espa­cio organizado de acuerdo con múltiples sistemas de valoración. ¿Qué es enton­ces lo que determina la posición de un individuo o un grupo de individuos en el espacio social? La posición de una persona en el espacio social viene, en efecto, definida por la valoración de sus atributos y posesiones. Lo que determina esta valoración es no sólo el volumen sino también la estructura de sus posesiones. En otras palabras, para definir una posición social no basta con conocer cuánto poseen los individuos o grupos que la ocupan, sino cuánto de qué cosa.

Transportando la terminología característica de la economía política, llama­remos capital a las posesiones socialmente valoradas. Existen tres formas ele­mentales de capital, es decir, tres sistemas de valoración que no pueden ser reducidos a los términos de otros sistemas de valoración: el capital económico, el capital cultural y el capital social. El capital económico corresponde al con­junto de las posesiones necesarias para producir bienes o servicios intercam­biables. El capital cultural se relaciona con el conjunto de habilidades y dispo­siciones necesarias para producir y apropiarse de bienes simbólicos. El capital social corresponde al conjunto de vínculos que, en la forma de obligaciones o créditos, lealtades y afinidades, permiten a un individuo o grupo contar con la cooperación voluntaria de otros individuos o grupos.

Esta clasificación de las formas de capital tiene, entre otras virtudes, la de contener y combinar los tres principios de estructura­ción social tradicionalmente propuestos en el pensamiento social y político de Occiden­te desde Platón, pasando por Montesquieu, hasta nuestros días. Estos principios son: la riqueza, que corresponde al capital económico, la virtud, que corresponde al capital cultural, y el honor o recono­cimiento, que corresponde al capital social.

La educación como estrategia de reproducción
Cuando hablamos de reproducción de la sociedad nos estamos refiriendo tanto a la reproducción biológica de sus integrantes como a la reproducción de los principios de estratificación que permiten clasificarlos. Desde el punto de vista de los miembros de una sociedad, la reproducción equivale al mantenimiento de la posición que ocupan en el espacio social. Para mantener su posición, los actores sociales deben desarrollar estrategias que les permitan, al menos, conservar y, en lo posible, acrecentar el valor de los capitales que po­seen. Los vehículos fundamentales de estas estrategias son la transmisión fami­liar o herencia y la institución escolar.


A través de las prácticas educativas intencionales y de los resultados educa­tivos de otras prácticas hogareñas, el capital cultural familiar se transmite de pa­dres a hijos. Las presentaciones en sociedad, los ritos de iniciación, las fiestas y ceremonias familiares, entre otras estrategias intencionales y no intencionales sirven para conservar, a través de la transmisión, el capital social de las familias. Finalmente, el capital económico se transmite a través de la herencia y otras instituciones legalmente sancionadas.

Si los mecanismos de transmisión familiar cumplieran su función de conser­vación del capital con perfecta eficacia, no habría reproducción sino repetición social: la división de bienes que correspondiera a un determinado momento, se repetiría idénticamente en el momento siguiente. El resultado de este proceso sería una sociedad prácticamente inmóvil y unas jerarquías sociales con límites fijos. Esta reproducción perfecta no existe ni ha existido en ninguna sociedad, en primer lugar, porque habitualmente los bienes familiares deben distribuirse entre varios hijos y esta división, en la medida en que los hijos constituyan uni­dades familiares separadas y aunque no sea en partes iguales, supone alguna for­ma de reducción de la masa original de capital familiar. Las dotes, el sistema de mayorazgo y otras instituciones familiares antiguas están destinadas, precisa­mente, a minimizar esta reducción. Pero el obstáculo fundamental a la reproduc­ción del capital resulta de la naturaleza misma del acto de transmisión. Al trans­mitirse una posesión de una persona a otra vuelve a ponerse en cuestión la le­gitimidad de la posesión original, al transmitir sus posesiones, el poseedor debe revalidar y, por así decir, reforzar sus títulos respecto de lo que posee. La insti­tución escolar colabora con la reproducción de las posiciones en el espacio so­cial y, por consiguiente, con la reproducción de la estructura de ese espacio so­cial, reduciendo la pérdida de valor y legitimando la transmisión familiar. ¿Cómo opera esta colaboración?

El capital cultural tiene tres for­mas de existencia. El capital cultural existe como disposición o habilidad incor­porada, en la forma de saberes y aptitudes; el capital cultural existe como pro­piedad objetivada, en la forma de textos, herramientas, máquinas, y objetos de arte; finalmente, el capital cultural existe como insignia institucionalizada, en la forma de títulos, credenciales, licencias y habilitaciones. Así como debemos in­vertir trabajo para apropiarnos de capital económico y debemos invertir ener­gías afectivas y morales para proveernos de capital social o de "relaciones", la incorporación del capital cultural requiere de una significativa inversión de tiem­po y esfuerzo personal (además de la inversión monetaria requerida para adqui­rir las herramientas necesarias para realizar esa apropiación). Cuanto mayor es el beneficio que podríamos esperar por la inversión de este tiempo en otras ac­tividades productivas, mayor es la privación relativa que supone el esfuerzo de incorporación del capital cultural. Esta privación resulta menos onerosa en la medida en que pueda ser solventada por colaboraciones familiares. Las familias que disponen de mayores volúmenes de capital económico son quienes están en mejores condiciones para "comprar" el tiempo necesario para prolongar la educación de sus hijos. De este modo, la transformación del capital económico en capital colabora en la reducción de los costos de transmisión para las fami­lias mejor ubicadas. Al consagrar el capital cultural en la forma de títulos, diplo­mas y distinciones, la institución escolar valida y legitima esta transmisión.

Ahora, como ocurre con otras formas de capital, el costo de apropiación de una unidad adicional de capital cultural es menor cuanto mayor sea el volumen de capital cultural que ya poseemos. Las mismas dos o tres horas que emplea­mos hoy para estudiar un capítulo para un curso universitario, nos servían en la escuela secundaria solamente para incorporar el puñado de páginas necesario para que nos fuera bien en la prueba y es algo parecido a lo que invertíamos en la escuela primaria para completar la hoja de cuentas que nos daba la maestra. Del mismo modo, una primera lectura del Ulysses de James Joyce será mejor aprovechada por un estudiante familiarizado con los clásicos de la literatura contemporánea que por un lector curioso, por competente o inteligente que éste pueda ser. La aptitud escolar, vemos, no consiste en otra cosa que en capa­cidad para incorporar capital cultural. Típicamente, la institución escolar distri­buye recompensas de acuerdo con los resultados del aprendizaje, independientemente de las distintas combinaciones de aptitud y esfuerzo involucradas en estos resultados. Puesto que la capacidad de incorporar capital cultural depen­de del volumen de este capital previamente acumulado, y dado que la capacidad de acumular capital cultural es mayor para quienes disponen de mecanismos do­mésticos de transmisión de este capital, la distribución de recompensas de la institución escolar colabora con la reproducción de las diferencias de posición social de las familias.

Esta inclinación reproductiva se acentúa a través de la operación de meca­nismos de "cierre" o exclusión social. Estos mecanismos toman la forma de li­mitación de la oferta, creación de subsistemas cerrados y escuelas "de élite" o, para los niveles en los que la escolaridad es universal o cuasi universal, políticas de difusión, admisión, y financiamiento; limitación de vacantes o exámenes de in­greso. Paradójicamente, estos mecanismos son percibidos como tanto más legí­timos cuanto más valiosa es la credencial que otorga la institución. Por ejemplo, en nuestro país, la institución de políticas de "cierre" en instituciones de educa­ción básica o media sería, en general, inaceptable, aunque el valor de distinción de los títulos primario y secundario en el mercado de trabajo es, en el primer caso, casi nulo y, en el segundo, muy bajo. Las políticas de restricción del ingre­so de los estudios universitarios de grado públicos encuentran, como sabemos, fuertes resistencias, y, sin embargo, distintos representantes de la comunidad han defendido públicamente su conveniencia; todo esto, aún cuando el valor de mercado de los estudios de grado ha descendido significativamente respecto de lo que ocurría, tan sólo, hace una generación. En cambio, la restricción en las po­líticas de admisión en los programas de posgrado, aún los públicos, que son los que entregan las credenciales educativas de mayor poder de distinción en el mercado de trabajo, son aceptadas como perfectamente válidas.

Para evaluar la validez de lo argumentado hasta el momento es importante su­brayar que las instituciones escolares son una herramienta que los distintos grupos esgrimen en sus estrategias de defensa de su posición social. Esto no quie­re decir que la escuela sea garantía de inmovilidad social o que no haya podido servir, como ha servido en el caso argentino, al menos en el origen, para avanzar políticas democratizantes e igualitarias. En efecto, las instituciones educativas son, por un lado, una entre varias estrategias que los actores sociales llevan adelante en su disputa por la apropiación de los bienes sociales y, por otro lado, pueden a veces convertirse en el terreno en el cual se desarrollan esas disputas
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