La perversidad del discurso contra la corrupción, y no la corrupción como problema, brinda indicios de la degradación ética a la que se ha llegado. No se trata de defender la corrupción o de negarla como problema, sino de subrayar cómo la comprensión del flagelo es manipulada por presupuestos ideológicos, morales y jurídicos. Los hechos empíricos son significados de maneras incluso opuestas, dependiendo del interés particular de quien establece las significaciones. Y para el discurso anticorrupción, el régimen político es óptimo, el problema es que hay corrupción. Si eliminamos el flagelo, viviremos felices y en armonía. Administración sí, política no.
Lo interesante de los conceptos
es el horizonte de pensamiento que crean, y ese horizonte está siempre
delimitado por el campo narrativo en el que operan. El sentido común puede
indicar que está mal que alguien robe. En términos abstractos, esto es
incuestionable. Pero nadie cuestionaría a un ladrón que roba un esclavo para
dejarlo en libertad. «¿Qué es robar un banco en comparación con crearlo?», se
preguntaba Bertolt Brecht. En lo que respecta a la corrupción, sería difícil encontrar
argumentos para condenar a un judío que soborna a un oficial nazi para que lo
deje escapar del campo de concentración. El delito –y la corrupción– es un
medio, no un fin. Y los medios no son ni buenos ni malos: son efectivos o no.
El juicio de valor opera sobre los fines. ¿Hay otros medios disponibles para
lograr los mismos fines con igual efectividad?
La crítica a priori se fundamenta en la ilegalidad
de los medios, como comportamientos y prácticas. Se trata de comportamientos
desviados e ilegales no por su esencia, sino por convención, porque se entiende
que tales prácticas afectan el orden social democrático y la posibilidad de una
convivencia cohesionada y pacífica. Pero limitar el horizonte cognoscitivo del
concepto a lo legal puede ser una trampa. En democracia, ni todo lo legal es
justo, ni todo lo que es condenable es crimen. Aunque hoy se condene la
corrupción, el imaginario político y las leyes eran muy diferentes durante la
Guerra Fría. El fin justificaba los medios.
Cuando en los años 60 Vietnam
comenzó a transformarse en un problema y en una demostración de que no
alcanzaba con la mera fuerza para ganar la pugna ideológica contra el bloque
del Este, la ciencia política promovió la corrupción como una forma alternativa
de influencia. La corrupción fue defendida (y naturalizada en la práctica) como
un medio efectivo para estabilizar nuevas democracias y extender el
capitalismo. Nathaniel Leff, Joseph Nye y Samuel Huntington1 fueron algunos de quienes
argumentaron que la corrupción generaba «previsibilidad» en contextos
administrativos «inestables», algo central para pronosticar tendencias
económicas e impulsar el crecimiento. La corrupción, entonces, afectaba
positivamente el desarrollo: «en términos de crecimiento económico, la única
cosa que es peor que una sociedad con una burocracia rígida, excesivamente
centralizada y deshonesta es una sociedad con una burocracia rígida, excesivamente
centralizada y honesta.
La corrupción era una vía
legítima e institucionalizada para imponer la democracia (liberal/capitalista)
y consolidar el statu quo dentro
del bloque occidental. Las empresas de las democracias avanzadas podían deducir
de impuestos los sobornos que pagaban en el extranjero3. Muchas de las prácticas de Odebrecht
que hoy espantan a la opinión pública latinoamericana habrían sido legales en
las democracias desarrolladas del Primer Mundo algunos años atrás. «Quien
inventó los sobornos no fue Odebrecht. Si nosotros teníamos una relación
política de grado 10, nuestros socios llegaban a 40, 50, 60», aseguró en su
delación el ex-director de la compañía. Sin sobornos, no había empresa posible.
Pero la empresa brasileña también abusaba de los sobornos en el ámbito
nacional, algo mal visto entre los sobornadores del Primer Mundo por atentar
contra la moral del buen vivir de sus países4. Mismos medios, diferentes fines y
sentido del deber nacional.
Lo cierto es que la corrupción
fue una de las mayores armas geopolíticas para la expansión de la democracia
liberal/capitalista y un medio eficaz para que las democracias centrales consolidaran
su tejido industrial e incluso obtuvieran fondos provenientes del exterior que
permitieran sostener el Estado de Bienestar. Y también fue este el marco
institucional en el cual se sedujo a
los países para abrir las economías, privatizar, reducir el Estado. El
neoliberalismo global generó una inmejorable coyuntura para seguir sobornando.
El problema no es la corrupción, sino lo que se hace con ella. El problema no
es el medio, sino el fin. Por ello, la tolerancia electoral y social a la
corrupción se justifica con el «roba, pero hace».
Del
problema a la tolerancia
En la década de 1990, la
democracia neoliberal/capitalista había llegado para quedarse. Era el fin de la historia, y algunos pensaron que,
ahora sí, con la democracia se iba a comer, a educar y a curar, como había
asegurado sin éxito en los años 80 el ex-presidente argentino Raúl Alfonsín.
Pero la cosa fue para peor.
Ganaron los mismos de siempre y perdieron bastantes más que los de antes. La
democracia se había convertido en un fin en sí mismo, ya no era necesario
prestar atención a los verdaderos fines, a los valores, a las éticas públicas.
Asociada sin posibilidad de queja al neoliberalismo y el capitalismo (cada vez
más salvaje y financiero), la democracia comenzó a diseñar entramados que
modificaron sustancialmente sus prácticas e instituciones fundamentales. El
trabajo formal perdió prestigio, el salario dejó de ser, en demasiados casos,
fuente de satisfacción y riqueza, la familia se desestructuró. Incluso se pudo
reconocer públicamente que la justicia no era para todos por igual.
Se pasó de tener una economía de
mercado a vivir en una sociedad de mercado, donde todo tiene precio, pero
seguimos sin querer entender las modificaciones culturales y morales que esto
produce. Se consideran problemas lo que son lógicas consecuencias. El
pensamiento y los valores del mercado dominan todas las esferas y aspectos de
la vida pública y privada, ambas esferas reguladas por un hiperindividualismo
radical y perverso. Este pensar individual, al tiempo que naturaliza una
ceguera moral, consolida la tolerancia a la corrupción como problema
social, si en lo personal se obtienen beneficios. La corrupción es un problema
en tanto nos afecta personalmente, en particular en lo económico. Si lo
económico nos satisface y hay un orden social donde es posible desarrollarnos
sin amenazas, la corrupción deja de ser un problema real. «Es mi economía, ¡estúpido!».
Recesión democrática, colapso del
Estado de Bienestar: «las nuevas generaciones van a vivir peor que sus padres».
El mito del progreso eterno se derrumba. La política condensada alrededor de la
especulación financiera. La vida digna enunciada por las elites para el
ciudadano común (que incluye salud pública, educación pública y un trabajo
normal con salario promedio, o incluso más bajo) es muy diferente de lo que
para ellas es una vida que vale la pena ser vivida. Lo público dejó de ser una
opción para quien puede evitarlo y el éxito social está signado por una vida de
goce, consumo, derroche y hedonismo9,
que dista demasiado de la mera vida
democrática que la política institucional vende como su mayor
anhelo para el pueblo.
La legalidad dejó de ser efectiva
como medio político y se reconoce abiertamente que existe una corrupción
estructural. La corrupción es «aburrida (…) y ubicua: todo el mundo roba pero
hace. Hasta que alguien roba de más o se olvida de hacer», considera Andrés
Malamud. La corrupción es un medio sin el cual la clase política y empresarial
tiene muchísimos problemas para desarrollar su trabajo y perseguir sus
intereses11. Esto trasciende la política: en
términos sociales, seguir a ultranza el camino de la legalidad puede ser un
obstáculo para conseguir prestigio social y económico. En muchos casos, los
mercados ilegales se han convertido en fuente de bienes y servicios,
protecciones y resoluciones de conflicto mucho más efectivas que el Estado de
derecho.
La
corrupción como chivo expiatorio
Si la corrupción fue central para
expandir esta democracia, también ha sido fundamental para defenderla cuando
los resultados no eran los esperados. El discurso anticorrupción es el
dispositivo ideológico que permite defender la democracia
neoliberal/capitalista y la sociedad de mercado sin tener que detenernos a
analizar la compatibilidad de cada término. La premisa es simple: el régimen
político es óptimo, el problema es que hay corrupción. Si eliminamos el
flagelo, viviremos felices y en armonía. Administración sí, política no.
Mientras tanto, legalidad e
ilegalidad se fusionan. Poco tiempo atrás, se creía que el crimen estaba
relacionado con un orden paralelo distinto del estatal. Si el Estado era el
orden, lo legítimo y legal, el crimen era todo lo contrario. Pero en la
actualidad no hay una gran diferencia entre el comportamiento predatorio de las
mafias y el de los grupos financieros14. El apetito voraz de ambos deglute la
moralidad y la legalidad y convierte la transgresión no solo en una posibilidad
lógica sino, muchas veces, en el único camino posible.
Debido a que las elites
permanentemente se envuelven en comportamientos ilegales, la necesidad de
recurrir a la despenalización de crímenes es constante. Un ejemplo claro es la
naturalización de las amnistías fiscales, que son recomendadas por los
organismos internacionales y son recurrentemente impulsadas por gobiernos en
todo el mundo. Hay riquezas ilegales que merecen ser legitimadas y hay otras
que no. Los blanqueos de capitales y los discursos con los cuales se presentan
reconocen que existe un delito. Pero en lugar de activar el sistema judicial
que se ha creado y financiado para perseguir y condenar a los delincuentes, se
parte de la idea de que, por acción u omisión, la justicia nunca llegará. Por
lo tanto, se establece un marco para que los delincuentes dejen de ser
delincuentes. Si, por decreto presidencial, se extiende la medida a los
familiares de los miembros del gobierno y sus familias blanquean –como ocurrió
recientemente en Argentina–, ¿hay que entender que los integrantes del gobierno
estaban enterados de delitos y conocían a los delincuentes, pero en vez de
activar la legalidad, la modifican en una muestra de tolerancia a la
ilegalidad? Y si eso se hace en pos de la sinceridad y la integridad, en el
marco de un gobierno que enarbola la lucha anticorrupción como una de sus
banderas principales, ¿hay que entender que tomarse el problema de la
corrupción en serio es, por ponerlo en términos científicos, absolutamente
estúpido?
Sincerar o no sincerar, esa es la
cuestión. Se dirá que la democracia puede curarse y convivir con el capitalismo
(ya sea uno más humano, solidario y cordial o el capitalismo financiero
depredador actual). Para ello no es necesario analizar estereotipos ni ideas
sobre el éxito, ni medios efectivos para lograr prestigio económico y social,
ni la vida que vale la pena ser vivida, ni pautas de consumo ni valores y
éticas contemporáneas. Alcanza con la transparencia (y el consecuente acceso a
la información).
El mito
de la transparencia y sus nubarrones
Transparencia no es lo contrario
de corrupción. Transparencia es un concepto que proviene de la estética y la
óptica. Si entendemos la corrupción como un fenómeno moral, lo contrario sería
probidad u honestidad. La rama legal que aborda estas cuestiones emerge, de
hecho, de esta lógica y convierte la corrupción en delito por el hecho de
afectar la ética pública. Para el discurso moralista anticorrupción, la
transparencia es el medio para recuperar la confianza pública en los dirigentes
y en las instituciones y relegitimar la democracia. Pero, justamente, si algo
no se necesita frente a la transparencia es la confianza. Mientras lo
transparente no deja lugar a duda, la confianza se activa frente a lo
desconocido, a lo opaco. La confianza es cuestión de virtud, no de certeza.
Confío en mi pareja, porque creo en su lealtad, no porque me dé las claves de
acceso a sus redes sociales y correo electrónico y tenga control sobre sus
acciones y comunicaciones. Con la transparencia, lo que está en juego es la
degradación de la virtud. La transparencia niega el campo de la moral. La moral
es personal, es siempre hacia uno mismo. Estamos solos en un supermercado, no
tenemos dinero, pero tenemos el producto deseado al alcance de la mano. La
decisión de robarlo o no depende de nosotros, es personal, individual. Ese es
el campo de la moral. Si mientras deliberamos internamente vemos una cámara con
un cartel que informa «Sonría, lo estamos filmando», el marco personal de la moral
se esfumó. Pasamos al campo de la coerción. Y, con coerción, no hay moral, hay
miedo. La moral nunca parte de la amenaza.
El control absoluto que subyace
al discurso de la transparencia lleva la democracia a un ámbito donde la moral
ya no cuenta, donde la moral se entorpece con medidas coercitivas. El resultado
es una democracia posmoral en la que la estética reemplaza a la virtud, el
marketing a la política. El mito de la transparencia surge, en realidad, de un
prejuicio: si dejamos a los funcionarios públicos al libre albedrío de la
moral, tomarán decisiones que no estarán basadas en una ética del bien común.
La única manera de confiar en ellos es la coerción, la inexistencia de
posibilidad de duda (paradójicamente, la no confianza, la no moral).
El estereotipo
del político
En un trabajo reciente mostramos
cómo el estereotipo del político en América Latina se construye sobre la base
de una moralidad negativa (corruptos, mentirosos, ladrones). Nada que resulte
muy nuevo. Lo nuevo es la demostración de cómo esta realidad tiene serios
efectos sobre la creencia en un mundo justo, aquella que considera que las
personas necesitan creer que la gente recibe lo que merece y merece lo que
recibe. Un mundo justo es aquel en el que los comportamientos, atributos y
logros de las personas son predecibles y tienen consecuencias lógicas
apropiadas según las normas sociales o la ideología imperante. La creencia en
un mundo justo es funcional a la suposición de que uno puede influenciar el
mundo de una manera predecible para conseguir fines particulares. Pero lo más
importante es que la creencia en un mundo justo está directamente vinculada a
la satisfacción, al descenso de la depresión y al aumento de la autoestima, a
la mejor gestión y adaptación a acontecimientos estresantes. La sensación de
justicia sedimenta la necesidad básica del ser humano de sentirse un sujeto de
bien19 y de suponer que su vida y la de
los demás están sujetas a una estabilidad y un orden que, en gran medida,
dependen de ellos mismos. Por el contrario, cuando el sentimiento de justicia
de los individuos se ve afectado, se genera rencor y odio y, como bien explicó
Hannah Arendt, es allí donde la violencia brota con facilidad como método más
efectivo de resolución de conflictos interpersonales. El estereotipo del
político en la región afecta el sentimiento de justicia. Los resultados indican
que, incluso en Chile y Uruguay, la gente considera que los políticos tienen
una moralidad negativa, aunque se reconoce su jerarquía en términos de
prestigio y dinero. Esto genera afectos negativos (por ejemplo, rabia y
desilusión) y motiva la creencia de que el mundo no es justo.
Paradojas
de la transparencia
Paradójicamente, esta
estigmatización tiene sentido debido a la cantidad de evidencia que produce la abundante transparencia de la
sociedad hipermediatizada. Los jugadores de fútbol se dieron cuenta de que
debían taparse la boca para hablar entre ellos durante un partido porque las
nuevas tecnologías permitían descifrar lo que decían. Los políticos aún no han
percibido la gigantesca base de datos que dejan en internet y las redes
sociales al mentir descaradamente o al modificar radicalmente sus opiniones
dependiendo de sus conveniencias. Y es que para la corrupción funciona el mismo
principio con el que Friedrich Nietzsche define el bien y el mal: la diferencia
entre los corruptos y los no corruptos es que los no corruptos somos
siempre nosotros (o quienes
están con nosotros).
Por ejemplo, el actual presidente
argentino Mauricio Macri fue alguna vez para la hoy diputada oficialista Elisa
Carrió un «empresario ligado al robo del país», hasta que formó con él una
alianza y el actual mandatario, automáticamente, se convirtió en el ser
destinado a consolidar la República y acabar con la corrupción. Para la
directora de la Oficina Anticorrupción, Laura Alonso, los blanqueos de capital,
los conflictos de intereses, las cláusulas secretas en contratos públicos o la
utilización de paraísos fiscales solo eran indicios, o evidencias, de
corrupción cuando era diputada de la oposición y directora del capítulo
argentino de Transparencia Internacional y los acusados eran los funcionarios
kirchneristas. Y no se trata de que la gente no pueda cambiar de opinión, o de
que la opiniones actuales sean más o menos correctas que las anteriores. Lo
crucial es que un programa contra la corrupción debe ser verosímil, y su
enunciador y sus defensores deben ostentar una elevada legitimidad. Su retórica
debe ser coherente. Las mutaciones deben estar enmarcadas en un discurso muy
cuidado, en el que cada cambio venga expresado con argumentos claros y
evidentes. Pero esto no sucede.
Los gobiernos progresistas
también pecaron de incoherencia al hablar en pos de la justicia social y la
redistribución de la riqueza, mientras dirigentes, sindicalistas y empresarios
amigos amasaban fortunas que les permitían el acceso al estilo de vida
derrochador, ostentoso y obsceno que la sociedad perversa supo sedimentar como
evidencia de prestigio y éxito social. El fin es el mismo, aunque a veces por
izquierda sea más efectivo.
La transparencia brinda datos, no
intenciones. ¿Quién puede asegurar cuáles son los verdaderos intereses detrás
de las filtraciones? ¿Por qué se filtran unos datos y no otros? ¿Por qué los
involucrados en los «Panama Papers» son quiénes son? ¿Podría haber más gente
que, intencionalmente, no fue delatada? ¿Las filtraciones son la pura verdad?
Denunciantes y filtradores de información como Julian Assange22, Edward Snowden23, Antoine Deltou o Hervé Falciani,
¿son peligrosos para la sociedad?
La naturalización de las
delaciones premiadas –método estrella para avanzar en la «lucha anticorrupción»
en Brasil– también genera preguntas. ¿La delación mejora la transparencia? ¿A
quiénes delatan los «arrepentidos»? Dado que la politización de la justicia y
la judicialización de la política son hechos comprobados, ¿quién puede asegurar
que las delaciones no estén manipuladas? Esto es importante porque no es
difícil mostrar que las delaciones solo son defendidas cuando ningún aliado
político está incluido en ellas. Incluso se ve que, ante la falta de pruebas
fehacientes, los indicios y convicciones ideológicas surgidos en una delación
pueden ser suficientes para enviar a alguien a prisión.
Que frente a la «transparencia»
de una sentencia judicial, los discursos que consideran que el
ex-vicepresidente ecuatoriano Jorge Glas o el ex-presidente brasileño Luiz
Inácio Lula da Silva son presos políticos resulten verosímiles y la coherencia
discursivo-jurídica de las condenas sea cuestionable es de una gravedad social
absoluta. Que el gobierno argentino presione para que Cristina Kirchner no sea
detenida porque eso lo perjudicaría electoralmente es preocupante. ¿Democracia?
Comentarios
finales
Si la destitución de Dilma
Roussef fue transparentemente constitucional, ¿por qué entonces generó tantas
interpretaciones antagónicas? La ortodoxia politológica criticará a quienes ven
amenazas a la democracia y recordará a politólogos como Aníbal Pérez-Liñan27: la democracia está más fuerte que
nunca en la región y la nueva inestabilidad
presidencial se procesa constitucionalmente mediante reglas
legales preestablecidas que promueven la continuidad de la democracia a pesar
del cambio de líder. Esto marca, de hecho, un cambio radical con el pasado,
cuando el gobierno era depuesto y a la democracia seguía una dictadura. Datos,
no intenciones. Los datos se constatan, las intenciones se discuten. Esa es la
política y no la lógica.
Ni democracia ni dictadura
brindan datos ciertos sobre los intereses reales por los cuales acontecen estos
procesos. La democracia de hoy puede estar cumpliendo los mismos fines
fundamentales, defendiendo los mismos intereses que las dictaduras anteriores.
Y en ese caso, continuar con el fetichismo democrático podría ser peligroso. Es
entonces cuando más enseñan (sobre valores y ética contemporánea) la corrupción
y su condena. Las elites, la academia, el periodismo y la ciudadanía no
reaccionan ante la evidencia de la corrupción. Su existencia como dato
estructural se conoce previamente. La obscenidad es tan amplia que incluso se pueden
dar indicios de cinismo sin que eso provoque mayores consecuencias: volviendo
al ejemplo del blanqueo fiscal en Argentina, se puede modificar el espíritu de
una ley por decreto para posibilitar que delitos familiares (que resultaría
ridículo que no se conociesen de antemano) sean legalizados.
En la sociedad de mercado, la
gente (de todos los estratos) reacciona según sus intereses. No importa la
naturaleza del hecho, importan el fin y el contexto. La corrupción se vuelve un
problema porque bajó el precio de las materias primas que exporta América
Latina, antes que por sus devastadoras consecuencias morales y sociales. Sin
crisis no hay corrupción28. La comprensión de la corrupción es
contingente y la transparencia de esa contingencia es la mayor fuente de
deslegitimación de su persecución y condena. La condena a la corrupción es el
medio por el cual se activa el interés, la ideología; una herramienta para
crear o negar escándalos que generen estabilidad o inestabilidad política.
El problema no es la
deslegitimación de la democracia, el problema es la perversidad, el cinismo y
la hipocresía. Valores, no medios, esa es la cuestión. No es secreto que
abundan la inmoralidad y la ilegalidad. Lo sabemos, pero es tan cruel y
denigrante que preferimos obviarlo. Recurrimos, diría Slavoj Žižek, a la
denegación fetichista. Somos, como expliqué en otros trabajos,
víctimas-cómplices.
Antes de establecer programas y
políticas públicas contra la corrupción, muchas sociedades latinoamericanas
deben decidir si están dispuestas a tener una comunidad, lo que implica un
orden coherente e inclusivo. Para sedimentar una buena democracia es preciso
responsabilidad, criterio, virtud, deseo y, como diría Antonio Gramsci, voluntad colectiva. La Patria, como comunidad de destino, no puede
conseguirse con la ausencia de alguno de estos componentes. Pero en América
Latina, las grietas imposibilitan
proyectos conjuntos desde mucho antes del siglo xxi. Y en una sociedad cuyos integrantes toleran la
irresponsabilidad, el cinismo y la hipocresía, la democracia puede ser,
incluso, un peligro. O quizás se vea democracia incluso allí donde no existe.
AUTOR
Marcelo Moriconi
Marcelo
Moriconi: es licenciado en Comunicación Social por la Universidad Nacional de
La Plata (UNLP), diploma de Estudios Avanzados en Sociología por la Universidad
de Granada y doctor en Ciencia Política por la Universidad de Salamanca.
Actualmente es investigador y profesor en el Instituto Universitario de Lisboa
(ISCTE-IUL), en el Centro de Estudios Internacionales (CEI-IUL).
Este artículo es copia del publicado en la revista Nueva Sociedad 276,
Julio - Agosto 2018, ISSN: 0251-3552
Fuente
https://nuso.org/articulo/desmitificar-la-corrupcion/
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