Una de las tareas fundamentales que tenemos los profesores es trabajar desde el plano de la construcción intelectual, en nuestra aula pero también en el escenario público, como intelectuales del campo de la educación, participando en los debates que conciernen a nuestra sociedad. La importancia de trascender el aula. Y parte de ese trascender es trabajar en red con los colegas de nuestro contexto inmediato pero también con estudiantes y colegas de otros países, como en esta ocasión que nos reúne, apostando por la internacionalización del conocimiento, reivindicando la importancia de la producción social del conocimiento, en donde la educación tiene un papel clave.
Es vital la construcción de redes docentes regionales, buscando
integrarnos desde la labor profesional, particularmente en el contexto de una
región que sigue siendo la más desigual del mundo. Así, el apostar por
políticas de cooperación e integración a nivel educativo es una manera de tejer
entramados que consoliden una mirada del conocimiento como un bien público
transfronterizo que tiene una responsabilidad clave respecto del combate a las
desigualdades sociales existentes.
Justamente, la pandemia mundial que estamos atravesando ha dejado al
desnudo, ha explicitado aún más, las brechas de desigualdad existentes. El
binomio virtualidad/presencialidad en relación a los modos en que el campo
educativo afronta este panorama, vuelve a posicionar fuertemente en el tapete
el debate sobre las formas de reproducir desigualdades que se generan en el
sistema educativo. Voy a ejemplificar esta situación desde la realidad
uruguaya.
Uruguay tiene la particularidad que desde hace 15 años ha puesto en
marcha el Plan Ceibal, que es un plan de conectividad en el plano educativo,
con alcance en todo el país y con plataformas de trabajo a la cual acceden
docentes y estudiantes de los diversos subsistemas educativos. Así, en el
momento en que la pandemia del coronavirus nos obligó a suspender las clases
presenciales, hubo un pasaje inmediato, espontáneo y sin mayores contratiempos
al ámbito de la virtualidad, permitiendo en un principio la continuidad
pedagógica. Pero, lo cierto es que nos encontramos con dos situaciones que nos
fueron mostrando que la realidad, más allá de contar con esa ventaja de tener
una estructura digital educativa montada y operativa, era más compleja, más
complicada.
Por un lado, nos dimos cuenta que en relación a la formación docente nos
faltaba profundizar en cuanto a la cultura digital pedagógica, de modo de poder
utilizar adecuadamente las plataformas presentes. Nos dimos cuenta, por
ejemplo, de que no funciona el simplemente trasladar la lógica pedagógica que
podemos tener en el espacio presencial del aula a los desafíos que en ese
sentido nos presenta la virtualidad. Esto explicitó un problema mayor, el de la
falta de políticas educativas adecuadas, de impacto real y de largo alcance, en
relación al uso de las nuevas tecnologías por parte del cuerpo docente. No
alcanza con cursillos aislados y de escaso tiempo de duración, al cual ni
siquiera han accedido todos los docentes.
Por otra parte, lo que mayormente nos interpeló fue la escasa conexión
que finalmente tuvimos por parte de los estudiantes, más allá de un primer
momento de alta participación. Con el envío constante de tareas, al
intensificarse el trabajo escolar por vías digitales, comenzamos paulatina e
inexorablemente a tener menos alumnos participando y surgieron problemas que
tenían que ver, incluso, con la pertinente comprensión de consignas elementales
por parte de algunos estudiantes.
Este panorama nos dejó en claro que hay problemas que van más allá del
acceder a la conectividad, que es el primer escollo a salvar y que en Uruguay
no ha representado un problema central, aunque se hayan presentado aisladas
situaciones adversas en tal sentido. No solo necesitamos tener una computadora
o un celular y una conexión adecuada, sino que hay otros ítems fundamentales,
como el de la organización del trabajo escolar en una casa, el tener un tiempo
y un espacio, una mesa en donde los estudiantes puedan realizar sus tareas. El
contar con una adecuada organización familiar es fundamental para trabajar en
este plano de la virtualidad. Y lo cierto es que muchos de nuestros
estudiantes, particularmente los del ciclo básico (en Uruguay, abarca a
adolescentes ubicados generalmente entre los 12 y los 15 años) y, sobre todo,
los ubicados en los quintiles socioeconómicos y culturales más bajos, presentan
grandes dificultades en relación a una organización escolar adecuada fuera de
las paredes de la institución escolar. En esas edades y en esos quintiles, la
virtualidad claramente profundiza las dificultades del trabajo intelectual,
algo que la presencialidad –por el constante control y apoyo in situ de docentes
y equipos no docentes, de equipos multidisciplinarios, sumado a la motivación y
el “contagio” positivo de trabajar junto a sus pares- parece subsanar.
El déficit de capital cultural que ubicamos en muchos de nuestros
alumnos de esa franja etaria y realidad social nos conduce también a aquello
que señalábamos respecto de los problemas que se presentaron respecto de la
comprensión de consignas elementales de trabajo que se postulaban en las
propuestas por vías virtuales.
Así, con el paso de las semanas, comenzamos a perder contacto con los
estudiantes pertenecientes a los quintiles más bajos, perdiendo la continuidad
pedagógica. Dividiendo desde el plano analítico en cinco quintiles ascendentes
a nuestro alumnado, fueron los pertenecientes a los quintiles 1 y 2 los que
prácticamente desaparecieron de la escena virtual, marcándose una notoria
distancia entre los quintiles más altos y los más bajos. Y entre la educación
privada –que prácticamente siguió trabajando normalmente en el ámbito virtual,
con clases diarias por plataformas y un número muy alto de estudiantes
conectados- y la educación pública.
Esto ha exacerbado esa diferencia entre lo privado y lo público y,
dentro de lo público, entre los quintiles más hundidos respecto de aquellos
considerados más favorecidos, afectándose negativamente durante estos meses las
brechas ya existentes. Justamente, visto el panorama, las autoridades de la
educación plantearon la necesidad y solicitaron a las máximas jerarquías del
gobierno la posibilidad -atendiendo a la debida coyuntura de emergencia
sanitaria y teniendo en cuenta los necesarios protocolos- del regreso paulatino
a la presencialidad, algo que efectivamente va a comenzar a darse en este mes
de junio.
Ciertamente, es una situación que nos interpela mucho, más allá de la
coyuntura y del lento regreso a la presencialidad. En el marco de la llamada
sociedad del conocimiento, son muchos los que están quedando al margen, los que
están quedando excluidos. Y ese es nuestro principal desafío, más allá del
coronavirus. No podemos pensar como se ha planteado, por ejemplo, en un formato
de educación híbrida, alternando lo presencial y lo virtual, si no se atienden
las condiciones previas que condicionan a nuestros alumnos y a nuestro sistema
educativo. Podría resultar en un nuevo modo de profundizar las diferencias
sociales, sacando particularmente provecho los alumnos de niveles más
favorecidos (algo muy bueno para ellos, por supuesto. Siempre hay que apostar a
alcanzar el mejor nivel posible del alumnado), pero afectando claramente a
aquellos estudiantes de niveles previos más bajos, cuestión que, en estos meses
de pandemia con migración pedagógica a la virtualidad, ha quedado demostrado
que efectivamente sucede.
Cómo acercar a aquellos que están quedando al margen de la sociedad del
conocimiento -más allá de tener todas las herramientas tecnológicas con las que
contamos y las posibilidades materiales de acceso a Internet y a plataformas
educativas- es nuestra principal preocupación, porque el problema de fondo sigue
siendo cultural. Y remite, por lo tanto, a uno de los papeles claves que cumple
el sistema educativo. Y remite, por cierto, al problema de exclusión que
tenemos.
¿Quiénes
son, concretamente, los excluidos de nuestro sistema educativo? Las pistas ya fueron dadas al
relatar el problema desencadenado con el binomio virtualidad/presencial en el
marco de la pandemia. En Uruguay, la exclusión tiene un rostro masculino,
urbano, y es un proceso que comienza a darse exponencialmente desde el ciclo
básico de la educación secundaria, particularmente entre los 13 y los 17 años.
Uruguay, a nivel de primaria y comparándonos con la región, ocupa los
primeros lugares en cuanto a alumnado presente y alumnado egresado.
Básicamente, todos nuestros niños cursan y egresan de la educación primaria.
Pero tenemos un gran problema a partir de la educación media, donde comienza a
darse un proceso de desescolarización, sobre todo en varones de la periferia
urbana (a diferencia de las características habituales de América Latina en este
rubro, donde las mujeres y de ámbitos rurales son las que mayormente desertan
del sistema escolar), que termina por ubicarnos en los últimos lugares de la
región en cuanto a alumnos egresados de la educación media. De los primeros
lugares en primaria a los últimos en secundaria. Y esto es un problema muy
grave. Manteniendo estos números, vamos a tener una generación de recambio muy
comprometida en su formación educativa, contando con menos de la mitad de la
población con estudios medios concluidos.
¿Qué
podemos hacer para cambiar este panorama? Hay una visión de la educación como el centro
del cambio y lo cierto es que tenemos un rol importante por jugar, pero no
somos omnipotentes y estamos siempre condicionados por diversas situaciones
sociales, que nos exceden. En tal sentido, por ejemplo, es clave contar con el
apoyo de políticas sociales, de políticas culturales, para que cuando nuestros
alumnos ingresen al aula lo hagan estando fuertemente preparados para trabajar
en relación a contenidos y que no sea el rol de los docentes el de oficiar como
padres, psicólogos, asistentes sociales, etc. No es nuestra principal tarea la
de parchar complejidades familiares y sociales que nos superan, más allá de que
de un modo u otro suele formar parte de nuestra labor. En este sentido,
necesitamos el apoyo de muchos otros actores, comenzando por contar con equipos
que trabajen fuertemente en los territorios, con las familias. El primer lugar
de construcción de lo educativo son los núcleos familiares.
Luego, trabajar sobre nuestra formación como educadores es vital en
relación a la posibilidad de aportar por un cambio deseable. Y aprovecho que,
justamente, la amplia mayoría de quienes están escuchándome son estudiantes de
formación docente para detenerme en este punto. Hay dos ítems sobre los que
quisiera discurrir en relación a la profesionalización de nuestra labor. Uno es
el de la formación permanente. Debemos generar políticas para que los
educadores una vez que egresen de sus institutos formativos tengan objetivos,
motivaciones y canales para continuar con su formación intelectual. En muchos
casos, hasta por la gran cantidad de horas que algunos docentes tienen, para
poder alcanzar un salario que les permita vivir sin penurias, no cuentan con
disponibilidad de tiempos (ni de energía) para seguir formándose.
Deben ponerse en práctica políticas que modifiquen este panorama, que
habiliten las condiciones necesarias para que los educadores accedan, por
ejemplo, a posgrados, contemplando incluso los apoyos económicos que se
requieran. Esta cuestión es muy importante, pues los docentes debemos
concebirnos y formarnos como profesionales actualizados en relación a nuestro
campo de estudio y como intelectuales que participamos activamente en la esfera
pública.
Esto se relaciona con la necesidad de contar con docentes formados
sólidamente en el terreno de la investigación. En cuanto a este punto, en
Uruguay tenemos otra característica peculiar: la formación docente está
separada, desde casi mediados del siglo XX, de la Universidad, lo cual a lo
largo del tiempo ha repercutido en la falta de líneas de investigación de
nuestros educadores. En muchos casos, el egreso docente implica el comienzo del
fin de la vida intelectual. Eso es inconcebible. El educador es un trabajador
cultural capaz de transformar el mundo desde la escuela (más allá de sus
limitaciones), para lo cual debe estar en formación permanente, afrontando los
constantes desafíos que tenemos en este vertiginoso siglo XXI.
Si la labor educativa requiere de profesionales posicionados como
trabajadores culturales en procura de transformar la sociedad -en el sentido de
aportar un grano de arena para mejorar las condiciones culturales y sociales de
nuestros jóvenes, de generar sujetos reflexivos, autónomos, con bases culturales
sólidas, capaces de tener mejores oportunidades, nuestra formación es un
elemento decisivo. E implica una responsabilidad profesional, un imperativo
ético ineludible. Formación sólida y en permanente construcción. Generar las
mejores condiciones posibles al respecto, insisto, es parte de lo que desde el
ámbito político debe brindarse.
Y esto en un mundo, como decíamos antes, esencialmente cambiante, con
alumnos definidos por un clima de época marcado por las nuevas tecnologías y
características (incluso en alguna medida asociada a ese uso de las TIC) de
inmediatez, hiperactividad, falta de concentración, código lingüístico
restringido (que también limita posibilidades laborales), lectura y escritura
de corto alcance, búsqueda de información sin criterio adecuado (en mundo
intoxicado por la información disponible), entre otros elementos que hacen más
que necesario reciclarnos constantemente para afrontar tales desafíos.
La mediación intelectual en el marco de la era digital es, más que
nunca, prioritaria. Y, en ese sentido, es fundamental reivindicar el papel de
las Humanidades y, en particular, de la Filosofía. El aporte que realiza en el
campo argumentativo (un gran déficit que tenemos), en la reflexión ética
(abriendo, entre otros puntos, el debate sobre los valores deseables de
circular en una comunidad), en dotar de perspectivas de procesos de largo
alcance (justamente en el marco de un mundo que pregona la inmediatez), en
brindar la necesaria flexibilidad intelectual para desempeñarnos en cualquier
campo profesional, en cualquier oficio o ámbito laboral, forma parte de algunas
de las virtudes que nos aporta, todo lo cual redunda, por cierto, en el
mejoramiento de nuestra calidad democrática. Las generaciones que estamos
formando son las que nos van a sustituir y las que instalarán los futuros
debates públicos. Es vital apostar a formar jóvenes con sólida capacidad en
términos reflexivos, con autonomía intelectual, de modo tal que fortalezcan
nuestras prácticas democráticas. La Humanidades son propedéuticas en tal
proceso.
En tiempos de pandemias más complicadas que las del coronavirus, la
principal vacuna que necesitamos desarrollar es educativa, es filosófica, es
fundamentalmente ética, antes que biológica. El desafío queda planteado. La
educación es un asunto que nos compete a todos. Los invito, pues, a asumirlo
pensando y trabajando en conjunto.
Por
Pablo Romero
García, profesor de Filosofía egresado del IPA, Fundador y coordinador del
Proyecto Cultural Arjé, docente de Filosofía y de Informática en educación
secundaria, docente de Ética en la universidad CLAEH.
Fuente
https://cooltivarte.com/portal/pandemia-educacion-desigualdad-y-humanidades/?fbclid=IwAR3vOPq-Fd6Hn0da9MJINsZt20FvJYH1-ZuSXdDPvOBGB6lqveg4z3GKln0
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