Para
que una sociedad pueda desenvolverse en un marco de una verdadera democracia,
es imprescindible que exista equidad, tanto en el plano económico
como en el cultural. En ese concepto ¿Qué características debe reunir su
Educación? ¿Puede hacer aportes para este tipo de estructura social?
La búsqueda de una Justicia Social que oriente y promueva sociedades
cohesionadas, igualitarias e inclusivas, con sistemas, instituciones y
mecanismos que aseguren el acceso a ciertos bienes primarios, la plena
participación, la adquisición y desarrollo de capacidades y la libertad de los
sujetos para optar y concretar un estilo o forma de vida, se fundamenta en una
educación que sea el soporte y el aval de tal realización. Lo anterior nos
lleva a profundizar y reconceptualizarla a partir de las perspectivas,
principios y criterios implicados en los tres planteamientos anteriormente revisados.
En coherencia con ello, es posible destacar los siguientes principios:
Calidad alta y justa distribución. Una educación
pertinente, relevante e igual en objetivos para todos, pero en la que se le
dedique más esfuerzo y recursos a aquellos que por origen, cultura, lengua
materna o capacidades más lo necesitan.
Reconocimiento e identidad. Una educación que
no sólo instala condiciones, sino que promueve el reconocimiento, respeto y
valoración de las diferencias individuales, sociales y culturales de los y las
estudiantes.
Plena participación. Una educación
que fomente y asegure no sólo el aprendizaje, sino la participación de todos y
todas en un ambiente de libertad y sana convivencia.
Ciertamente se requiere mucho más que “claridad” respecto de criterios y
principios para que nuestras sociedades organicen sus sistemas y ordenen centros
y escuelas, con el propósito de responder a una educación que trabaje desde y
para la
Justicia Social. Ponernos de acuerdo en redefinir el sentido y
prioridad de la educación parece ser el primer y más cuerdo paso en esta
necesaria búsqueda.
Sin consenso social y claridad en el “para qué de la educación”, volvemos
a quedar en manos de las intenciones o prioridades de las autoridades políticas
de turno, a merced de las propias visiones, voluntades y capacidades de
administradores, directivos y docentes en los distintos sistemas y escuelas desde
sus condiciones, recursos, especificidades y particularidades. A avanzar y
retroceder como consecuencia de aciertos y fallos, de ensayo y error. Sólo entonces,
y como resultado del debate, establecido y consensuando el fin último de la
educación, será tiempo de reflexionar respecto de qué espacios, sistemas y
regulaciones lo harán más viable y realizable en distintos contextos y
realidades.
El giro o cambio de sentido ha de afectar la esencia o núcleo mismo desde donde
se ha asumido y aceptado por ya demasiado tiempo. Desde nuestra mirada, una
educación desde y para la
Justicia Social exige superar su actual condición de ser un
servicio ofrecido, orientado y regulado desde criterios y principios de mercado,
para pasar a aprehenderse y levantarse como un derecho ejercido en plenitud por
todo niño, niña o joven en formación. Derecho a la inclusión, la libertad y la deliberación. Es
tiempo de transitar desde una educación cuya preocupación central ha sido la
formación de “capital humano” (competitividad y productividad básicamente), hacia
una que ponga en el centro el desarrollo de ciudadanos libres, autónomos,
reflexivos, democráticos, tolerantes, deliberantes, competentes, sensibles ante
las injusticias y dispuestos a denunciarlas para trabajar por una sociedad justa.
Es decir, sujetos capaces de ser y hacer con otros, de mirarse, reconocerse y respetarse
desde esos otros, iguales en dignidad, capacidad y libertad.
Desde este marco, su prioridad entonces será la formación ciudadana/cívica,
no entendida como una simple asignatura sino como un enfoque transversal
dinamizador que nutre y transita por todos los elementos del currículo e
irradia a todas las materias que lo estructuran. Son así, los aprendizajes, las
habilidades, los principios y valores propios de la formación cívica, los que
darán sentido y en torno a los cuales se debiera ordenar el currículo escolar;
el resto de las disciplinas, los saberes, relaciones y procedimientos, así como
el conjunto de los aprendizajes y capacidades buscadas desde cada grado y
nivel. Una educación ciudadana pertinente y significativa resulta vital para
construir y convivir en una sociedad que respete y promueva la participación,
que apueste por el colectivo y no sólo por el individuo, que priorice
relaciones de reciprocidad y responsabilidad mutua, por sobre la competencia o
el mercado.
Sin embargo, lo anterior no basta; una educación para la Justicia Social
requiere además preparar rigurosamente a los sujetos, fortaleciendo en ellos
aquellas capacidades y habilidades que les permitirán actuar, desarrollarse y
desempeñarse en los ámbitos cotidianos, familiares, laborales y productivos, de
acuerdo con lo deseado y optado por ellos. Se trata así de una educación que
desarrolla y distribuye un conjunto de capacidades o posibilidades para que los
individuos puedan efectivamente poner en juego fuera de la escuela, las que han
de asegurar entre otros, el permanente acceso al conocimiento, la plena
participación, la movilidad, desarrollo humano integral.
Desde esta reconceptualización de la educación, no es posible obviar que
su tarea ha de acompañar el ciclo vital de los individuos. Es decir, la
educación es un derecho que se vive y ejerce a lo largo de las distintas etapas
del desarrollo de las personas. La educación así entendida, es un proceso que
está permanentemente al servicio del aprendizaje, de la apropiación y manejo de
competencias para la vida, de la incorporación plena e igualitaria de
principios y valores éticos y ciudadanos de todos. Bajo tal demanda y, al igual
que durante la escolaridad obligatoria (primaria y secundaria), se debe esperar
que la educación temprana amplíe no sólo las capacidades y habilidades cognitivas
de los niños y niñas de temprana edad, sino que fortalezca y propicie el
desarrollo de las dimensiones social, emocional, cívica, ética y moral de
ellos, promoviendo la dignidad humana a través del respeto de los derechos y
libertades fundamentales de los niños y las niñas.
Esta educación ha de poder moverse y transitar en sistemas educativos
que se sostengan en normativas, políticas y regulaciones que reduzcan la
segregación de los estudiantes. Una educación que aporte en la reducción y
eliminación de las injusticias sociales, requiere una mayor integración y menos
segregación escolar, en tanto condiciones y medios para que los estudiantes manejen
y se apropien de los aprendizajes y puedan alcanzar los desempeños y resultados
necesarios.
Calidad y Justicia Social no serán la exclusiva consecuencia de mejorar
la oferta educativa para los más pobres o excluidos. La evidencia es
contundente e inapelable: la calidad y equidad en educación requiere mucho más que
políticas focalizadas, afirmativas o de discriminación positiva. En otras palabras,
la heterogeneidad social y cultural de los estudiantes en cada escuela y
mixtura social debe ser el pilar de una educación de calidad con igualdad de
oportunidades para todos y todas. La Calidad y Justicia en Educación es, sin
duda alguna, resultante del consenso social y por ende, aval de sus resultados
y logros esperados. La falta de consenso y la ineficacia actual de los sistemas
perjudican a los sectores más desaventajados y convierten la desigualdad en un
problema de oportunidad individual más que un problema de ética y de justicia
de la sociedad.
Desde el espacio escolar, la educación ha de promover y dar prioridad a la
participación plena e igualitaria de los estudiantes en su proceso de aprender
y ser. Esto supone trabajar estrechamente con ellos, sus familias y comunidades
(sobre todo en contextos rurales y con poblaciones indígenas), desde sus
expectativas, particularidades y características culturales. La educación que
necesitamos debe ser capaz de reducir la fragmentación y debilitamiento del
vínculo social que nos atraviesa y nos caracteriza. Estamos así apuntando a
escuelas de calidad y justas, integradas socialmente, organizadas y enfocadas para
formar desde la
diversidad. Espacios de socialización y formación académica,
cultural y ética en donde se entrega una educación capaz de incorporar a una
sociedad democrática posibilitando una trayectoria y experiencia de inclusión igualitaria
para todos. Una escuela en donde todos aprenden, desarrollan y fortalecen sus capacidades
al máximo para poder concretar sus genuinos y válidos proyectos de vida. En la
que se reconocen los valores y las capacidades que cada uno de los escolares
tiene y puede desarrollar.
Estas escuelas reclaman y necesitan docentes competentes y motivados, líderes
promotores de la
Justicia Social, con claridad a la hora de reconocer el papel
que juega la escuela en sus procesos y prácticas, así como para asumir y
reparar las eventuales injusticias en su propia práctica; referentes para el
ejercicio y respeto de los derechos de los niños, niñas y jóvenes, así como capaces
de centrar su tarea en la formación de ciudadanos reflexivos, deliberantes,
éticos y portadores de los aprendizajes y capacidades necesarias para actuar y
cambiar las sociedades (sus problemas e injusticias). Los múltiples y nuevos
desafíos anteriores afectan a la formación inicial y continua de los
profesores, para dar allí también un profundo giro de sentido y foco de
atención. Pero también demanda que los Estados y las sociedades fortalezcan la
profesión docente, cuidando y mejorando las condiciones para el ejercicio (salarios,
recursos, clima institucional), así como el reconocimiento y valorización
social de los maestros y maestras.
Los docentes que trabajan en y para la Justicia Social
son capaces de reconocer las injusticias y de denunciarlas, y trabajan desde la
escuela para que la transformación contribuya a suprimir esas injusticias.
Deben concienciar a colegas y estudiantes del papel que tienen, de su capacidad
de promover y reivindicar cambios reales en la sociedad para que ésta sea más
justa y equitativa.
Del mismo modo, la conducción y gestión de los centros y escuelas de
calidad desde y para la
Justicia Social necesitan de líderes directivos que enmarcan su
tarea desde la misión última de formar ciudadanos capaces, libres e iguales. Personas
soñadoras y comprometidas, capaces de identificar y articular una visión de la
escuela centrada en la
Justicia Social; ocupados y preocupados por desarrollar a las
personas -estudiantes, docentes y familias-, que colaboran en la construcción
de una cultura para la
Justicia Social, no suponiendo en ningún caso, no estar centrados
en la mejora de los procesos de enseñanza y aprendizaje, en las competencias
básicas, que fomentan la creación de comunidades profesionales de aprendizaje y
la colaboración entre la familia y la escuela.
Por último, una educación desde y para la Justicia Social
requiere de escuelas generadoras de una cultura escolar de confianza y altas
expectativas. Mantener y reproducir la desigualdad se explica también por la validación
de un discurso que asume limitaciones y problemas en los estudiantes, sus
familias y el contexto para alcanzar mejores resultados, pero que en esa misma
realidad y condición, atribuye a la escuela los logros y avances. Los centros educativos,
sus docentes y directivos han de caracterizarse por una confianza plena en la
capacidad de aprender de los estudiantes y en responsabilizarse por lo que ellos
logran y rinden, especialmente en aquellas escuelas de contextos de mayor
pobreza y exclusión social histórica.
Extraído de
Evaluación Educativa para la
Justicia Social
Autores
F. Javier Murillo, Marcela Román y Reyes Hernández Castilla
En
Revista
Iberoamericana de Evaluación Educativa 2011 - Volumen 4, Número 1