¿Qué
sentido tiene “enseñar”? ¿Cómo se mezclan el malestar con la esperanza en el
docente? En estos párrafos, el autor aborda con mucha agudeza las dificultades
que debe superar el docente.
He
ejercido la profesión docente desde hace 45 años, podría parecer que ya sé lo
que significa ser maestro, pero ni de casualidad: siempre necesitamos
interrogarnos sobre nuestro oficio, sobre la vida profesional del maestro.
Cuestionarnos sobre nuestra profesión implica preguntarnos sobre el aprendizaje
de nuestros alumnos. Debemos preocuparnos permanentemente por el aprendizaje de
nuestros alumnos, y eso depende de la respuesta que damos cuando se nos
pregunta sobre el sentido de nuestro trabajo.
Desde
hace mucho tiempo he estado reflexionando sobre el sentido de mi profesión. En
Internet publiqué un texto con el título “Belleza de un sueño: enseñar y
aprender con sentido”. Varias instituciones y organizaciones, tanto brasileñas
como extranjeras, lo difundieron de varias formas, bien sea en libros o
artículos, ese pequeño texto fue uno de los que me causó más alegría por el
modo en que fue recibido. Recibí muchos mensajes de cariño a partir de ese
texto y aquí aprovecho para retomar algunas de las ideas que desarrolle en él.
Paulo
Freire fue mi inspiración para escribir el libro Belleza de un sueño. En
Pedagogía de la autonomía, Freire nos habla de la “belleza de ser gente”, de la belleza de ser maestro: “enseñar y aprender no pueden salir de la
búsqueda, la belleza y la alegría”. Freire llama la atención sobre la
necesidad del componente estético en la formación del educador. Escogí un
título que habla de sueño de sentido, que quieren decir la misma cosa.
“Sentido” quiere decir camino no recorrido pero que se desea recorrer, por
ende, significa proyecto, sueño, utopía. Aprender y enseñar con sentido es
aprender y enseñar con un sueño en la mente. La pedagogía nos sirve de guía
para cumplir ese sueño.
En
1980, Paulo Freire, a su regreso tras 16 años exilio, se reunió con un gran
número de profesores en Belo Horizonte, estado de Minas Gerais. En su plática,
habló de la esperanza, del “sueño posible”, del temor que sentía al pensar en
aquellos y aquellas que “pierdan su
capacidad de soñar, de inventar su valor de denunciar y anunciar”, aquellos
y aquellas que, “en lugar de visitar de
vez en cuando o mañana, el futuro, por el profundo compromiso con el hoy, con
el aquí y el ahora, que en lugar de hacer ese viaje constante al mañana se
amarren a un pasado de exploración y rutina”.
Paulo
Freire nos hablaba de la “belleza” del sueño de ser maestro de tantos jóvenes
de este planeta. Si el sueño pudiese ser el mismo para muchas personas,
entonces, dejaría de ser un sueño y se volvería realidad. La realidad, sin
embargo, dista mucho del sueño. Muchos de mis alumnos y alumnas, bien sea en
Pedagogía o en la Licenciatura, no piensan dedicarse a los salones de clase.
Muchos manifiestan poco interés en continuar con la carrera docente, incluso a
pesar de estar en una carrera de formación de maestros. Las condiciones
concretas del ejercicio de la profesión influyen mucho en esta decisión. Se
preparan para ser maestros, pero luego ejercerán otra profesión.
Y
educadores en el mundo somos bastantes: 50 millones, además, estamos
organizados y habrá algo que podamos hacer para cambiar el orden de las cosas,
incluso cambiar el sentido mismo de lo que somos y hacemos. Según Jacques
Delors, “la profesión docente cuenta con
una las organizaciones más sólidas del mundo y los sindicatos de educadores
pueden desempeñar —y desempeñan— un papel muy influyente en varios dominios”.
Somos muchos, estamos organizados, pero pasamos por una gran y profunda crisis
de identidad.
En
innumerables conferencias que he dado a muchísimos docentes dentro y fuera del
país, además de constatar un enorme malestar entre ellos, el cual se mezcla con
decepciones, irritación, impaciencia, escepticismo, perplejidad,
paradójicamente, he comprobado que todavía existe mucha esperanza. La esperanza
sigue alimentando a esta profesión tan difícil. Existe un anhelo por entender
mejor la razón por la cual es tan difícil educar hoy en día, hacer aprender,
enseñar, ansías se saber qué hacer cuando todas las fórmulas gubernamentales no
pueden dar respuesta al problema. La mayoría de estos docentes, con la disminución
drástica de los salarios, con la pérdida de valor de la profesión y el continuo
deterioro de las escuelas —suelen parecer más cárceles que escuelas— salen en
busca de más cursos y conferencias que les den respuesta sobre lo que no
encontraron en la formación inicial, ni tampoco en su práctica actual.
Pocas
son las veces en que encuentran respuesta en estos cursos y conferencias. La
mayoría de las veces, o se topan con fórmulas tecnocráticas que causan aún más
frustración, o se encuentran con profesionales de la “pedagogía de ayuda”, que
encantan con sus bellas y seductoras palabras, hacen reír a las audiencias más
numerosas en medio de una catarsis colectiva, pero regresan a sus escuelas tan
vacías como antes, después de presenciar el show de estos falsos predicadores
de la palabra. Regresan con las mismas preguntas: ¿Qué estoy haciendo aquí?;
¿Por qué no busco otro trabajo?; ¿Para qué sufrir tanto?; ¿Por qué y para qué
ser maestro?
Si
bien, por una parte, la transformación en las condiciones objetivas de nuestras
escuelas no depende sólo de nuestro desempeño como profesionales de la
educación, por la otra, creo que si no se produce un cambio en la propia
concepción de nuestra profesión esa transformación no ocurrirá en el corto
plazo. Mientras nosotros construimos un nuevo sentido para nuestra profesión,
sentido éste que está ligado a la función misma de la escuela en una sociedad
aprendiente, ese vacío, esa perplejidad, esa crisis habrá de continuar.
Esencialmente,
ser maestro hoy no es ni más difícil ni más fácil que serlos hace algunas pocas
décadas. Es diferente, sí. Frente a la velocidad con que la información nace,
se mueve, envejece y muere; frente a un mundo que atraviesa por cambios
constantes, el papel del maestro viene cambiando, tal vez no en la esencial
tarea de educar, pero al menos en la tarea fundamental de enseñar, de guiar el
aprendizaje y también en su propia formación que se volvió aparentemente
necesaria. —¿“Ser maestro”, no será “un oficio en riesgo de extinción?—se
pregunta Luiza Cortesão (2002).
—Sí,
un cierto tipo de maestro está en riesgo de extinción, responde ella. Aquel
funcionario eficaz y competente podrá existir, pero tendrá que renunciar a su
función de maestro. Ella plantea que hoy existe una marcada contradicción entre
el maestro en blanco y negro, el maestro “monocultural”, bien formado, seguro,
claro, paciente, trabajador y distribuidor de saberes, eficiente, exigente… y
el maestro “intermulticultural”, que no es un “daltónico cultural”, que percibe
la heterogeneidad, que es capaz de investigar, de ser flexible y recrear
contenidos y métodos, capaz de identificar y analizar problemas de aprendizaje
y responder a las diferentes situaciones educativas. Uno no se pregunta por qué
ser maestro, simplemente, cumple órdenes, currículos, programas, pedagogías.
Otro se cuestiona sobre su papel. Uno está centrado en los contenidos
curriculares, otro en el sentido de su oficio. Sí, un cierto tipo de maestro
está en riesgo de extinción y eso es muy bueno.
—
¿Qué significa ser maestro hoy en día?
—
Ser maestro actualmente es vivir intensamente su tiempo con conciencia y
sensibilidad. No se puede concebir un futuro para la humanidad sin educadores.
Los educadores, dentro de una visión emancipadora, no sólo transforman la
información en conocimiento y en conciencia crítica, también se encargan de
formar personas. Frente a los falsos predicadores de la palabra, de los
mercaderes de la educación, ellos son genuinos “amantes de la sabiduría”, los
filósofos de los que nos hablaba Sócrates. Ellos hacen fluir el saber —no el
dato, la información, el conocimiento puro— porque construyen sentido para la
vida de las personas y para la humanidad y buscan, juntos, un mundo más justo,
más productivo y más saludable para todos. Es por ello que los educadores son
imprescindibles.
El
poder del maestro está tanto en su capacidad de reflexionar críticamente sobre
la realidad para transformarla, como en la posibilidad de formar un colectivo
para luchar por una causa común. Paulo Freire insistía en que la escuela
transformadora era la “escuela del compañerismo”, por eso su pedagogía es una
pedagogía del diálogo, de los intercambios, del encuentro, de las redes
solidarias. “Compañero” viene del latín y significa “aquel que comparte el
pan”. Por lo tanto, estamos hablando aquí de una postura radical que al mismo
tiempo es crítica y solidaria. A veces somos sólo críticos y perdemos el cariño
de los otros por falta de compañerismo. Como dice Francisco Imbernón, “para superar la crisis de la escuela, primero
debemos hablar sobre lo que resulta obvio, justificando así no buscar opciones
o, lo que es lo mismo, actuar como Freire, pasando de la cultura de la queja a
la cultura de la transformación”.
Una
de las expresiones más tristes que he escuchado, la oí una vez de cierta
alumna, maestra del sistema de educación pública, que tras haber realizado un
análisis extremadamente pesimista sobre la escuela donde daba clases dijo: “en
vista de tantas dificultades, lo único que hago es prender el piloto automático
e ir a la escuela”. Decía que no sentía ningún tipo de ánimo, voluntad o
satisfacción con la profesión y que sólo estaba allí porque no tenía otra
opción. El maestro no se define por su función, por su papel, sino por su
misión. Si el maestro se considera a si mismo como una parte más de la máquina
educativa es porque renunció a si mismo como persona, como ser humano; se
rindió, mató al niño curioso que latía dentro de él. Así no puede enseñar
jamás.
Será
imposible superar las condiciones actuales de la profesión sin un profundo
sentimiento de compañerismo, sin sembrar paz y sustentabilidad en la escuela.
Lo único que alcanzaremos luchando solos será la frustración, la falta de ánimo
y el lamento. Allí radica el sentido profundamente ético de esta profesión. En
el fondo, para enfrentar a la barbarie neoliberal en la educación aún es válida
la tesis de Marx de que el “educador debe ser educado”, educado para la
construcción histórica de un sentido nuevo sobre su función.
Escribo
estas reflexiones tomando como inspiración la Pedagogía de la autonomía de
Paulo Freire. En este su último libro, él trabajo principalmente la ética y la
estética del ser maestro: lo que él debe saber y cómo debe ser para ser
maestro.
Paulo
Freire soñaba con una nueva sociedad, un mundo donde todos tuviesen lugar, no
un mundo hecho para algunos pocos. La educación puede dar un paso en dirección
hacia ese otro mundo posible si enseña a las personas un nuevo paradigma del
conocimiento, con una visión del mundo donde todas las formas de conocimiento
tengan su espacio, si se dota a los seres humanos de generosidad
epistemológica, un pluralismo de ideas y concepción que se convierte en la gran
riqueza de saberes y conocimientos de la humanidad.
Creo
que todavía existe en la comunidad humana una reserva enorme de altruismo y
solidaridad, un dique que el educador necesita conocer y materializar para
romper las barreras del pensamiento represado. Educar es dar poder, más que
enseñar se necesita reconquistar, o mejor aún, enseñar, en este contexto, es
reconquistar, despertar la capacidad de soñar, despertar la creencia de que es
posible cambiar el mundo. Por esto es que esta profesión es insustituible. No
podemos concebir un futuro sin ella, no podemos imaginar un futuro sin
maestros. Con respecto a esto, creo firmemente en las palabras de Rubem Alves
en carta enviada a algunos amigos a finales de 2001: “Enseñar es un ejercicio de inmortalidad. De alguna forma continuamos
viviendo en aquellos ojos que aprendieron a ver el mundo a través de la magia
de nuestra palabra. De esta manera, el maestro no muere jamás…”
A
esta altura muchos lectores y lectoras se estarán preguntando si tal vez no
estoy idealizando la figura del profesor, ignorando totalmente la estructura
caótica que el estado capitalista impuso a las redes y sistemas de enseñanza,
la cual termina culpando al maestro por los fracasos de la escuela. Estoy de
acuerdo en que el escenario no es optimista, no podría ignorar esa realidad.
Por el contrario, necesitamos encender nuevamente ese sueño de ser maestro
justamente para combatir ese estado de las cosas. Necesitamos reafirmar el
sueño precisamente, como nos dice Paulo Freire, para hacer frente “a la maldad neoliberal, al cinismo de su
ideología fatalista y a su rechazo inflexible al sueño y la utopía”. Salir
del plano ideal hacia la práctica no es abandonar el sueño para actuar, sino
para reaccionar en función del sueño, en función de un proyecto de vida y de
escuela, del mundo posible, del planeta… de un proyecto de esperanza.
Autor
Moacir
Gadotti
La
Escuela y el Maestro
Paulo
Freire y la pasión de enseñar
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